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José Carlos Rojo
Jueves, 14 de septiembre 2023, 08:19
Al respirar, Andrés Rubín Pérez no puede llenar de aire los pulmones porque con ocho costillas rotas siente pinchazos agudos en un costado. Camina con ... tiento por su pueblo, Celucos (Rionansa), evitando cualquier gesto brusco. «Me lo han dicho los médicos, que tenga cuidado, pero por lo menos puedo conducir y puedo llevar una vida más o menos normal hasta que se cure», cuenta. El pasado viernes sufrió el ataque de una de sus vacas. Un ejemplar de limousín de 1.000 kilos de peso. «Estoy tocado pero estoy vivo. He tenido mucha suerte. Si me pisa en el estómago o en el pecho, no lo habría contado porque me habría reventado».
Lo dice con una frialdad que apabulla; aunque resulta aún más increíble verle entrar en el establo y amarrar a ese ejemplar -al que llama La Pechona, porque lo compró en una granja de Pechón- para mostrarlo al fotógrafo que se ocupa de tomar la instantánea que ilustra este reportaje.
En el pueblo los vecinos asisten atónitos a la escena y todo el mundo espera que la desgracia no se repita, porque el animal es receloso y mira alrededor con desconfianza. Solo confía en su dueño, y eso es, según Andrés, lo que falló el pasado viernes. «Subimos a la parcela donde tengo las vacas, al lado de El Soplao, y me acompañaba un amigo y su perro. Ese fue el error», comenta. Como aquella es una zona lobera, las vacas pinan las orejas cada vez que ven un can. «Y que viniera mi amigo, al que no conocía, no ayudó a la cosa», apunta. Se caldearon los ánimos.
De pronto al animal «se le cruzó el cable». «Ya la vi que se encelaba y que no había manera», recuerda Andrés. Entonces el tiempo se detuvo, aunque en realidad todo sucedió muy rápido. «En un segundo a la vaca le cambió la mirada: quería matarme», describe mirando al horizonte mientras parece revivir la imagen en su cabeza. «Me pegó un primer topetazo en el costado que me dejó doblado. Me tiró al suelo y después se ensañó».
El animal lo volvió a embestir en el suelo, pero por suerte no llegó a pisarle en el tronco. «Imagínate, son 1.000 kilos, me habría aplastado. Me habría reventado. En el fondo he tenido mucha suerte», reflexiona ahora el ganadero, pasados los días; aunque se queda ensimismado, quizá imaginando lo que hubiera ocurrido si llega a correr peor suerte.
Cuando la vaca se cansó de atacarle, recuperó la conciencia de la realidad. Miró arriba y se levantó como pudo. «No sé ni cómo pude caminar, pero la adrenalina me permitió llegar al coche», expone. Su compañero, que no supo reaccionar, estaba asustado y llamó al 112. El helicóptero llegó a los pocos minutos, cuando Andrés comenzaba a ser consciente de que el dolor que sentía en el pecho auguraba una lesión mayor: «No imaginé que tenía tantas costillas rotas, pero sabía que me había hecho mucho daño».
Ahora, pasados los días, la madre de este ganadero, que nació y continúa viviendo en Celucos, vive preocupada porque continúe criando a esa vaca. Ella le sugiere que, si va a manejar a La Pechona, será mejor que lo haga con ayuda, pero él responde tajante, con un dedo alzado: «¡No! Los animales, yo». Y así lo hace. Vuelve a coger a La Pechona para devolverla a la cuadra. Ella se revuelve, pero al final accede. Está nerviosa. Sabe que esos movimientos no forman parte de la rutina y el animal, que es inteligente y desconfiado al tiempo, se huele algo. «Está preñada y va a parir en poco más de un mes, por eso también es muy suspicaz», explica Andrés.
Lo cierto es que el ejemplar abre los ojos como platos, atento a todo cuanto no le resulta familiar. Parece arisca, pero su dueño sabe rascarle en la parte de piel blanda que estos animales tienen en el interior del muslo. «Las tengo a mesa y mantel, las cuido mucho», justifica. «Esta en concreto estaba asilvestrada y con el paso de estos siete años que hace que vive con nosotros la he ido haciendo más mansa. La he ido haciendo a mi. Pero lo que pasa es que un animal sigue siendo un animal siempre, y pueden pasar estas cosas».
Andrés recuerda que a mucha gente se le olvida este último detalle. Sobre todo «a los que vienen de fuera, a la gente que no está acostumbrada al pueblo». Pero también suceden accidentes con los que saben muy bien lo que tienen entre manos. «A partir de ahora ya sé lo que tengo que hacer con este tipo de animales que son más recelosos y que se asustan por poca cosa. Hay que tener más cuidado con ellos», reflexiona. Y tras decir esto se introduce en la cuadra con la vaca y la amarra. Luego sale, cierra el pequeño portón blanco y se sacude las manos. No parece tener miedo, pero la procesión debe ir por dentro.
«No puedo tener miedo, pero sí precaución. Hay que tener cuidado y, en general, es una buena vaca, solo que hay que tratarla de manera especial», argumenta. En realidad, a todas ellas las cuida con esmero. Son vacas de exposición. «He ganado varios premios. El último con otro ejemplar que ha sido campeón en una feria de Valladolid», cuenta mientras muestra los diplomas del galardón.
Desde el portalón de su casa en Celucos mira al monte, que está cubierto de nubes. «A ver qué tal voy del pecho para subir y ponerles agua. Por suerte ahora en verano las tengo arriba y no necesitan mucho más cuidado». También sube a llevarles algo de forraje y un poco de pienso. Más adelante, cuando llegue el invierno y las primeras nieves, será tiempo de bajarlas. «Aún queda, y para entonces espero estar curado del todo», comparte con una sonrisa. Curado de las costillas... y también del susto.
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