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De alguna manera, la pandemia ha dividido nuestra sociedad en dos partes. A un lado, quedamos todos aquellos para quienes el coronavirus sigue siendo solamente una amenaza. Nos resultará más o menos angustiosa, más o menos molesta, pero de momento no ha provocado ningún destrozo ... en esa vida normal a la que algún día volveremos, y eso nos permite seguir bromeando sobre las incomodidades de la cuarentena, aunque solo sea para espantar el miedo y mantener un poco el ánimo. En el otro grupo están las personas que han visto cómo la enfermedad se llevaba, en cuestión de días, a alguno de sus seres más queridos: al desgarro emocional de todo duelo se suma, en estas circunstancias, el alejamiento forzoso de familiares y amigos. Sin haber podido despedirse de la persona fallecida, sin el consuelo de los abrazos y el llanto compartido, sin la perspectiva de recuperar ya lo que era su realidad previa a la epidemia, se sienten atrapados estos días en una pesadilla oscura y terrible. Este reportaje quiere acompañar en lo posible a todos aquellos para quienes la pandemia no es ya solo una cifra que se actualiza a diario, sino un drama íntimo con nombres y apellidos.
Alfonso y Mártires - Basauri. 80 y 81 años
Alfonso Alaiz murió el miércoles por la noche. Su mujer, Mártires, falleció el jueves a mediodía, apenas catorce horas después. Llevaban 56 años juntos. Eran inseparables. Lo han sido incluso para marcharse, como si estuviesen conectados por un hilo invisible.
Sus vidas se unieron para siempre el día en el que Alfonso, un joven de Calzada de los Molinos (Palencia) que estaba haciendo la mili en Portugalete, entró a una tienda para sacarse unas fotografías. Quería las imágenes para mandárselas a su novia del pueblo. Pero en el mostrador se encontró a Mártires, una joven de Burgos que ayudaba a su hermana en el negocio. Se quedaron prendados. Para siempre.
Alfonso no llegó a enviar las fotos a su antigua novia. Tampoco volvió a su pueblo. Poco a poco, Alfonso y Mártires comenzaron a edificar una vida juntos. Los primeros años no fueron fáciles. Su primer hijo nació cuando vivían en una pequeña habitación de una casa compartida en Santutxu. Al cabo de unos años se instalaron en Basauri, donde compraron el piso en el que han vivido 52 años. Allí empezaron a gatear sus otros dos hijos. Allí fueron felices.
Mártires enseñó a Alfonso la profesión de fotógrafo. Se enamoró de la cámara. El sueldo se lo ganaba en Firestone, pero siempre que podía disparaba el flash en bodas, bautizos y comuniones de los vecinos del pueblo. Mártires trabajaba en casa y era un torrente de energía, suficiente para tratar de enderezar a sus hijos en sus temporadas rebeldes.
Con la llegada de la tercera edad, su salud empezó a flojear. Sobre todo, la de Mártires. Comenzó a desarrollar una demencia senil y se cayó por las escaleras. Aquello le creó bastante inseguridad, pero aun así salía todos los días a la calle, aunque fuese sólo para caminar 200 metros.
Alfonso cuidaba de ella. Hacía la compra y se encargaba de muchas cosas de la casa. Él tenía problemas con una piedra en el riñón que le traía de cabeza. El 2 de marzo tenía cita con el médico para tratar una infección, pero pospusieron la visita. A partir de ahí llegó el Covid-19 y todo se precipitó. Alfonso ingresó en el hospital el 19 de marzo, el Día del Padre. Su salud empezó a empeorar hasta que el miércoles, una semana después, falleció. Marisol, su hija pequeña, ni siquiera pudo despedirse, porque habían estado en contacto directo. Mártires llevaba entonces sólo un día en el hospital. Seguía estable. Su hija se había despedido el día anterior con un beso tranquilizador. «Pronto estaremos todos en casa», le dijo. Falleció el jueves, catorce horas después que su marido.
Marisol y sus hermanos están arrasados, pero también muy agradecidos por las muestras de afecto que están recibiendo. Sienten el cariño de sus amigos. Sienten cuánto se quería a sus padres en el cuarto municipio de Euskadi con mayor número de contagiados. Y eso es algo que queda para siempre. Marisol apenas ha tenido tiempo de cuidarse en estos días. El miércoles tuvo 38 de fiebre y no oculta cierta inquietud. Sobre todo, por su hija de 17 años, en la que ve reflejada una de las grandes lecciones que aprendió de sus padres: «En esta vida hay que luchar», sentencia.
Julián Iglesias - Bilbao. 89 años
Julián Iglesias era un hombre tímido, de pocas palabras y muy noble y trabajador. Una persona que, si tenías la suerte de encontrarte en su camino, podía llegar a convertirse en un amigo, padre o marido con el que siempre podías contar. Pasase lo que pasase. Julián siempre estaba ahí para hacer más fácil la vida de los demás.
Victoria, su hija, es una reconocida periodista y fotógrafa. Es una maravilla escucharla hablar de Julián. Su padre falleció en la madrugada del miércoles. Está rota por la pérdida, por no haber podido acompañarle, besarle ni abrazarle. Pero también por saber que ya no va a poder estar ahí para apoyarla, para animarla en sus proyectos, para ayudarla a creer en sí misma. Por muy rocambolescas que fuesen sus ideas, siempre estaba orgulloso y tenía una palabra bonita para ella.
A pesar del dolor, a pesar de que está viviendo «una pesadilla dentro de otra pesadilla», Victoria saca fuerzas para hablar de su padre. Porque Julián no era un número más del desastre del Covid-19. Lo hace por él y por todas las personas que se están dejando la vida en esta crisis.
Él nació en Salamanca, donde pasó sus primeros años de vida, conoció a su mujer y estudió magisterio. El matrimonio se mudó a Euskadi y Julián empezó a trabajar en Altos Hornos. En Bilbao nacieron Victoria y su hermana. Habían partido de cero, pero las cosas empezaban a ir bien. Se compraron un coche y todos los fines de semana hacían planes con amigos. A la playa, al Gorbea, a comer a Artxanda, a jugar a las cartas...
Era un hombre fuerte. Su familia no le recuerda ninguna enfermedad seria hasta que, ya bastante mayor, empezó a mostrar síntomas de demencia. Hacia unos años que el matrimonio, ya jubilado, se había trasladado a Madrid para estar más cerca de sus hijas, aunque todavía mantenían su casa en Laredo. Sin embargo, el deterioro cognitivo fue avanzando y no tuvieron más remedio que ingresarle en una residencia.
En los últimos tiempos, Julián estaba tranquilo, como en paz. Tenía momentos de lucidez en los que era capaz de reconocer a los suyos. Pero llegó el coronavirus. Le ingresaron en el hospital de La Paz por problemas respiratorios. La primera prueba dio negativo. Al cabo de unos días le subió la fiebre y volvieron a hacerle el test: positivo. Poco después falleció. Como tantas otras familias, Victoria y los suyos no han podido todavía despedirle ni cerrar el duelo. Al menos, la hija se consuela pensando en que su padre ya no sufre, que donde quiera que esté ya puede ser otra vez como era en esencia.
Isabel Arana - Mondragón, 90 años
Si uno se encontraba a Isabel Arana con el ceño fruncido, ya podía imaginar que algo muy grave tenía que haber pasado, porque esta guipuzcoana que sobrevivió a la Guerra Civil «nunca se enfadaba». «Siempre veía el lado positivo de las cosas», recuerda la historiadora Virginia López de Maturana, nieta de esta mujer que el dichoso coronavirus se llevó hace unos días. Tenía 90 años y arrastraba algunos achaques que la habían obligado a pasar primero por el hospital Txagorritxu y después por la clínica Álava y, como consecuencia, a renunciar a su preciada independencia. «Vivió sola hasta hace mes y medio. Una chica le iba a casa y también nos tenía a nosotros, la familia. Hasta el final quiso tomar sus decisiones», cuenta Virginia.
Isabel llevaba mucho mundo encima como para que nadie le dijera lo que debía hacer. Había nacido en Mondragón, en 1929, y pronto tuvo que abandonar los estudios para trabajar en una casa. «Era una niña que cuidaba niños», retrata su nieta. Antes de estrenar la veintena ya se había casado y un año después de la boda siguió los pasos de su marido y emigró a Argentina. «Nos contaba que fue en un barco con unos chicos rubios, muy guapos, así que imagina qué pasaba en aquella época, eran alemanes que se estaban escapando», rescata López de Maturana. Del país donde vio a Evita Perón saltó a Chile, a Colombia... y se asentó en Venezuela, «el lugar que les marcó», tanto a ella como a su esposo, constructor, que falleció en 1992.
Allí abrió el restaurante vasco Amaia, pero no halló su destino definitivo. En los sesenta cruzó el charco hasta una Vitoria en ebullición donde disfrutó de «una vida excepcional», con pequeños placeres como acercarse a la plaza de Abastos, devorar telenovelas o seguir el sorteo de Navidad hasta la última bolita. «Te sabía decir todos los números que habían salido», advierte su nieta, parte de la larga lista de descendientes que le dieron sus seis hijos. A Isabel le acompañó la cabeza «hasta el final», quizás por su afición a la lectura o tal vez por su empeño en «escribir la historia de su vida».
Aurelio Larreina - Vitoria, 101 años
No existe un momento bueno, ni tampoco regular, ni siquiera menos malo, para despedir a un ser querido, pero Aurelio Larreina se marchó el Día del Padre, el jueves de la semana pasada. Lo hizo de madrugada, tras batallar con una neumonía y otras complicaciones de salud que le había dejado el maldito Covid-19. «El sábado 7 habíamos estado comiendo con él en Ibernalo, se encontraba bien y me dijo que se iba a ver a la virgen por última vez... y es verdad que fue la última», relata uno de sus tres hijos, Javier, desde su casa, en plena cuarentena. En ese retiro forzado la cabeza da muchas vueltas y piensa en «la plena soledad» en que se fue Aurelio tras cruzarse con tantas y tantas personas a lo largo de los 101 años que se extendió su camino vital. Desde que llegó a la vida en el pueblecito alavés de Angostina hasta su residencia definitiva en el centro de mayores de Santa Cruz de Campezo.
Allí se mudó hace algo más de una década, cogido de la mano de su mujer –ella falleció hace siete años–, para comenzar una nueva etapa juntos tras una vida dedicada al cereal, la remolacha y el tabaco. A la agricultura, a ese campo que observa hoy cómo se van poco a poco quienes lo han cuidado. «Mi padre trabajó muchísimo y creo que no se jubiló hasta que no pudo más», cuenta Javier. Su apego a la tierra era tal que con los noventa ya cumplidos aún se acercaba a la huerta. Javier cree que era «un hábito, una forma de existencia» para su padre, a quien incluso tuvieron que esconderle la bicicleta para evitar esas 'escapadas'. «Era muy listo y con una gran habilidad mental. Su cabeza estaba perfectamente», destaca.
La vista –limitada por unas cuantas dioptrías que le llevaron a operarse ya con una edad– fue «su hándicap» a la hora de disfrutar de la lectura, aunque Aurelio también se entretenía con la pelota, con la perrita Luna y con los encuentros con la familia, cuyo árbol genealógico se estiraba ya hasta los bisnietos.
José Antonio Bascones - Palencia, 80 años
A José Antonio Bascones le tocó vivir aquellos años, hoy tan lejanos, en los que los chavales daban patadas a un calcetín o a un ovillo de lana porque los balones eran un juguete de lujo. Los vecinos se juntaban en la única casa en varios kilómetros a la redonda donde había un televisor. «Recuerdo que nos contaba esas historias», dice Txema, uno de sus dos hijos, que conoce también de su boca «la dureza del campo» o lo que significa perder a una madre siendo niño.
A pesar de todo, su padre era «una persona alegre, que siempre tenía una palabra simpática» para quien quisiera escucharla, incluso en el hospital de Txagorritxu donde pasó sus últimas horas. Allí acudió a someterse a un cateterismo el 28 de febrero, el mismo día que el coronavirus arrojó su primer positivo en Euskadi, y allí falleció el domingo 15. El jueves 19 habría cumplido 81 años. «La intervención fue bien, pronto estuvo de vuelta en casa, pero después nos llamaron para avisarnos de que se podía haber contagiado y...». Silencio.
La biografía de José Antonio, que había superado un trasplante de riñón, se interrumpió de la forma «más inhumana». «Se fue demasiado pronto, sin poder ni siquiera acompañarle», lamenta Txema sobre ese duelo imposible que ha abierto la crisis sanitaria. Él prefiere recordarlo como un padre «sencillo y humilde» que no concebía la vida sin su familia. «En esta época igual es difícil de entender, pero ésa era su gran afición». Sus orígenes se enraizaban en un pueblo del norte de Palencia que dejó atrás cuando era un veinteañero en busca de trabajo. Primero recaló en Gernika, donde se hizo hueco en una fábrica de armas, y después se trasladó a Vitoria y entró en el 'motor' de la ciudad, Mercedes. En su casa de Zaramaga se levantaba a las cinco de la mañana. «Pertenecía a una generación trabajadora. Los fines de semana le gustaba pasear, ir al monte...», describe. Siempre cerca de su esposa, Dora, a la que no paró de repetir lo que la quería en sus últimos días.
Sus amigos constituían otro de sus pilares. Con ellos quedaba en la cafetería Los Ángeles a jugar a las cartas. En Campello, donde exprimía los veranos, guardaba la baraja y se pasaba las tardes entre fichas de dominó, pero, aunque le encantaba esta postal alicantina, decidió cumplir «la ilusión» de su mujer por las bodas de oro y marcharse a Roma. Ese «fue su último viaje».
Ana - Balmaseda. 87 años
Ana disfrutaba de la soledad. Soltera, la pérdida de su madre, hace ya muchos años, la llevó a encerrase más en sí misma. Trabajó toda su vida cuidando del ganado en Las Encartaciones. Allí, entre vacas y pastos, se sentía cómoda, ajena a los convencionalismos de la vida urbana.
Vivía con su hermano, carpintero. Cuando no estaba en el campo, le encantaba ver novelas en la televisión y escuchar la radio. Era una mujer introvertida, pero no podía ocultar una leve sonrisa cada vez que la visitaban su sobrina y su cuñada. Siempre le llevaban café y chocolate, sus dos debilidades.
Su hermano murió en 2013 y, con el tiempo, Ana empezó a desarrollar demencia senil. Sus familiares tuvieron que ingresarla en una residencia. Al margen de eso, físicamente estaba como un roble. Ni colesterol, ni tensión alta. Pero el pasado jueves su sobrina recibió una llamada de la residencia: Ana tenía fiebre y neumonía. Tuvieron que llevar dos ambulancias, porque la primera no estaba preparada para el Covid-19. Cuando llegó al hospital, estaba ya tan mal que los médicos sólo pudieron tratar de que sufriese lo menos posible. Sus allegados no pudieron despedirse, ni se pudo preparar su cuerpo para un entierro que se celebró sin misa. Su sobrina está convencida de que las cifras de afectados no son reales. Le indigna la desprotección que se respira en las residencias y le duele esa sensación, que percibe a veces en esta crisis, de que parece que se tiene que decidir quién vive y quién no, como si los ancianos fuesen seres humanos «prescindibles».
Conchi Ibars - Bilbao. Más de 85 años
Marlén, la hija de Conchi, está rabiosa por la forma en la que murió su madre. Sobre todo, por las «negligencias» que se sucedieron desde que ingresó en Basurto el día 15 por una obstrucción intestinal y hasta que falleció el día 21, cuando se la llevaron siguiendo las más estrictas medidas de seguridad para los infectados por Covid-19. Toda esa semana fue un calvario, un «caos» en pleno inicio de la crisis del coronavirus, durante el que les fueron dando distintos diagnósticos. De la obstrucción intestinal pasaron a una pancreatitis, a un tumor de riñón y a una neumonía. «Cuando murió, nos dijeron que posiblemente se había infectado, pero no le hicieron las pruebas», lamenta.
Pero, después, Marlén piensa en lo que le respondería su madre y se tranquiliza. «Me diría que hacen lo que pueden. Que no se les puede juzgar por un error», explica. Conchi era, en definitiva, una mujer fundamentalmente buena, muy creyente y con una gran capacidad de perdonar.
Concepción se definía a sí misma como una 'hija de La Peña'. En ese barrio bilbaíno nació, vivió la Guerra Civil siendo sólo una niña y trabajó en una cooperativa. Sus cuatro hijos destacan su capacidad para aglutinar a la familia. Siempre tenía una buena palabra y un buen gesto para todos, sobre todo en los momentos más duros. «Era la alegría en persona». Incluso cuando falleció Floren, su marido, hace casi 20 años, poco antes de que celebrasen las bodas de oro. Para ella no hubo nunca otro hombre. Una vez despertó después de varios días enferma. Estaba desorientada y preguntó si se había muerto. Sus hijos le respondieron con otra pregunta:¿había visto a su marido? A ella se le entristeció el rostro y negó con la cabeza. «Entonces no has muerto», le dijeron entre bromas. Nunca dejó de quererle.
Otra de las características que la definían era la coquetería. Le gustaba mucho arreglarse y nunca confesaba su edad. Le divertía que la gente le echase menos años de los que tenía. Y, de hecho, había dejado muy claro que no quería que pusiesen ese dato en la esquela, así que nosotros solo diremos que tenía más de 85 años.
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