Los optimistas
Batallas anónimas ·
Mirar de frente a la tragedia. Solamente lloran en la ducha. Allí no hay competencia: siempre gana el chorro a la lágrima, y uno se da cuenta de que llorar no sirve de nada...Batallas anónimas ·
Mirar de frente a la tragedia. Solamente lloran en la ducha. Allí no hay competencia: siempre gana el chorro a la lágrima, y uno se da cuenta de que llorar no sirve de nada...Afortunadamente, el trajín de obreros de la fachada de enfrente ha desaparecido, aunque se agradecería que hubiesen retirado también la red que cubría el andamio: «Qué mala pata la de nuestros vecinos, imaginaos tener que vivir durante estas semanas sin poder salir de su domicilio ... y envueltos, además, por esa tupida lona que impide que los rayos del sol lleguen a sus casas. Nosotros estamos mucho mejor». Puede que sea cierto. La luz del día entra por las dos ventanas del salón, si bien las habitaciones son interiores y diminutas. A diferencia de los vecinos de enfrente, ellos no tienen balcón, pero sí una repisa a la que denominan «terraza» y un macetero al que han decidido llamar «jardín».
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¿Quién dijo que nombrar es embrujar? Poseen un cestillo rebautizado como «revistero», con un montón de periódicos atrasados anteriores al confinamiento que releen con ilusión de normalidad, aunque no se correspondan con el día a día. En casa hablan siempre a media voz, porque la tía Asunta duerme; trabaja de noche en el hospital, apenas si la ven. Es como un fantasma. Un fantasma al que hay que plancharle la ropa cada día. Cuando hace frío se resisten a encender la calefacción; en vez de eso, hornean magdalenas y se reúnen alrededor del horno.
A veces ponen el televisor muy bajito y ven con estupor que la gente se abraza y se besa.
- ¿Es el futuro o es el pasado?
- Es mentira: son cosas que solo suceden en las películas.
Solamente pueden salir una hora al día y no deben rozarse con nadie. El roce se da en casa y en la calle se saludan desde lejos.
Teresa se ha pasado un buen rato con las plantas. Aún no se ha quitado los guantes de podar cuando anuncia: «Hoy, ayunamos».
- ¿A quién? ¿Los unos a los otros?
- No, no he dicho ayudar; he dicho ayunar.
Telmo y Laia no acaban de entender. Al parecer en la escuela nadie les ha explicado todavía el significado de ese verbo. Que el sistema educativo deja mucho que desear no es ningún secreto. Cuando los niños entienden que no van a poder probar bocado durante todo el día, se rebelan. Laia más que Telmo, todo sea dicho. Este último, a diferencia de su hermana, tiene en su habitación un alijo de Snickers. Desde que vio aquella película sobre el «holocausto» nuclear, guarda en una caja de emergencia, además del surtido de chocolatinas, gafas de sol, un termo lleno de agua que renueva cada semana, un bote de Aftersun caducado y una navaja suiza a la que llama, nadie sabe muy bien por qué, navaja holandesa. También un tarro de mermelada vacío que va llenando poco a poco de semillas de manzana. Alguien le dijo que tomadas en grandes cantidades podían ser venenosas. Nunca se sabe.
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- El ayuno ayuda a limpiar el cuerpo y estimula la imaginación.
Alejo no está tan seguro como su esposa, sobre todo tratándose de niños de menos de diez años, pero no dice nada. Según Teresa, es importante que cada día tenga «su lección y su novedad, un distingo que les ayude a no caer en la rutina». Nombrar, embrujar: ¿quién se atreve a contradecir a alguien que utiliza la palabra «distingo»?
Por pura inercia, los niños pululan por la cocina a la hora de cenar, aunque hoy no haya nada que llevarse a la boca. Telmo se muestra inquieto:
- He leído en internet que el ayuno provoca alucinaciones.
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Laia tampoco parece muy tranquila:
- ¿Entonces es como drogarse?
Teresa se ablanda y acaba preparando una macedonia de frutas que los críos engullen con fruición. A la mañana siguiente, mientras desayunan, repasan como todos los días lo que cada uno soñó anoche.
- Tenías razón, abuela: hoy he tenido unos sueños muy intensos. Estábamos en nuestra casa, pero no era nuestra casa. Al final del pasillo había una habitación llena de gente que se preparaba para irse a pescar con gorros y botas de goma hasta la cintura. Había cabezas de ciervo en las paredes y una puerta que daba a una cocina mucho más grande que la nuestra. Yo quería irme a la cama, pero me perdía… Además, se oían pájaros, casi estaba amaneciendo. Los ciervos parecían como muertos, pero no… Uno me ha guiñado un ojo y me ha dicho: «Mi abuela también me hizo ayunar ayer».
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Alejo y Teresa se miran con estupor. «Mejor eso que soñar con accidentes de tráfico y hospitales, o que se les aparezcan sus padres como antaño». Cada vez era más común soñar con habitaciones llenas de gente, extensiones geográficas desconocidas, acantilados aislados con pendientes vertiginosas, visitas a zoos, estadios abarrotados, discotecas atestadas, ciudades ruidosas en las que perderse. Los adultos soñaban con sus ex, que era otra forma de añadir a la propia casa habitaciones que no existían. Los sueños, no conformes con hacer una caprichosa digestión de la realidad, funcionaban como resortes telescópicos que la expandían y la ampliaban. Los sueños venían, al parecer, a extinguir todo atisbo de claustrofobia, y a consolarnos por los senderos que decidimos no tomar, anexando con picardía lo inhóspito que anida en lo cotidiano.
- Y tú, ¿Telmo?
- Yo no he soñado nada -se lamenta-. Le ha dado un poco de envidia el sueño de su hermana, la verdad, pero reconoce que, como dice su abuela, «todo no puede ser». ¿Macedonia para cenar? La senda del sacrificio tenía sus límites: se llaman Snickers.
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Hoy, sin embargo, es otro día y no hay ayuno, sino lucha por el espacio. Reordenan cajones, descartan ropa vieja, apartan libros que tienen la certeza de que no releerán, preparan lotes de juguetes que ya no utilizan y que subirán al desván para regalar a alguien. Cada cajón vacío es un triunfo, una reconquista, una bombona de oxígeno extra con la que poder respirar. Al ver a sus abuelos trabajar con un arranque digno de rifa de feria, los hermanos no pueden sino contagiarse de ese entusiasmo, a la vez que elaboran sus propias teorías:
- Los cajones vacíos huelen raro.
- Los calcetines cantan y las canciones permanecen.
Conclusión: un cajón vacío es un karaoke de olores.
La casa parece más espaciosa ahora, sin tantas cosas. Su abuela es pura sabiduría:
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- Si no puedes comprarte una casa grande, trata de vaciar una pequeña.
Podrían salir a comprar algo, pero han decidido no hacerlo hasta quedarse sin comida. Repasan expediciones polares, las gestas de los primeros himalayistas, historias del Cono Sur y de trineos tirados por perros que mueren uno a uno hasta ser pasto de exhaustos aventureros. Duermen en sacos en el suelo del salón, al que llaman «campamento base». Sueñan con dejar la despensa vacía y, solamente entonces, un buen día, bajan a comprar víveres. «Víveres» es una palabra que gusta mucho a los niños. Desde que la utilizan rebañan el plato sin dejar nada.
Los virus, como los olores, tienen fe en sí mismos
Una noche, Telmo y Laia tienen el mismo sueño: una gata muy gorda se pasea en una casa vacía.
- ¿Crees que es la misma gata?
- Sin duda. Y espera crías.
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Se juegan a los dados el hueco del sofá en el que hay luz natural y, cuando el azar les es propicio a los abuelos, Teresa y Alejo se sienten culpables de echar la mañana leyendo al sol mientras sus nietos juegan sobre una alfombra polvorienta. Les parece importante que, desde jovencitos, entiendan las reglas del juego y los caprichos del azar.
- ¿Los virus tienen alas?
- No exactamente.
- ¿Cómo viajan por el aire, entonces?
- Como los olores: tienen fe en sí mismos.
La explicación de su abuela parece haber satisfecho a Laia, o quizá simplemente la pregunta ha dejado de interesarle y ha cedido frente a otras cavilaciones.
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- Deberíais enseñarnos a hervir un arroz para cuando no estéis.
Es lo justo y es lo que harán esa tarde. Alejo les cuenta su fórmula secreta: cantar mientras se cocina y mirar por la ventana de vez en cuando.
- Pero si no tenemos ventana en la cocina…
- ¿Por qué creéis que hay tantas postales en la puerta del frigorífico? Son ventanas al más allá.
Así pasan los días los optimistas. Hasta que Alejo cree haberse dejado la luz encendida mientras dormía. Solo que, cuando abre los ojos, la lámpara de la habitación está apagada y es su propio rostro el que irradia el calor de la bombilla: tiene fiebre, debe aislarse. Podría tener el mal. Teresa dormirá a partir de ahora en la habitación de los niños. Alejo suda copiosamente y se comunica con ellos a través de la puerta.
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- Estoy bien, no es nada.
Le dejan la comida en el suelo. Luego golpean la puerta con los nudillos y se van. Una mano envuelta en un edredón sale y recoge la bandeja. Caen en la cuenta de que la tía Asunta ya no duerme en casa; por las mañanas no hay nada que planchar. Están un poco tristes estos días, los optimistas. Pero solamente lloran en la ducha. Allí no hay competencia: siempre gana el chorro a la lágrima, y uno se da cuenta de que llorar no sirve de nada.
Toc-toc, tocan a la puerta.
- ¿Alejo?
Suenan los murmullos de un hombre arrebujado que se arrulla a sí mismo. «El abuelo sigue con vida», les comunica Teresa a sus nietos. Habla como una ministra. Una ministra que respeta la rutina de los dados y el azar. Deciden que el sofá merece otro nombre y lo llaman «solárium», pero, desde que le cambian el nombre, empieza a hacer muy mal tiempo y los dados, el azar y la palabra solárium dejan de tener sentido. Cuando Telmo y Laia se acuestan, Laia le dice muy seria a su hermano que al menos ya saben hervir un arroz. Telmo abre el cofre y le confiesa su secreto: «También tengo chocolatinas».
Un día, alguien toca el timbre. Son los niños del primero, Elías y Gastón.
- Nos hemos quedado solos.
Nadie pregunta por qué.
- Pasad.
Otro día, su abuela sale a comprar víveres para todos y no regresa. Hace días que su abuelo no emite sonido alguno desde el otro lado de la puerta. Telmo y Laia no se atreven a abrirla.
Toc-toc.
- ¿Abuelo?
Cuando la ministra -la de verdad- anuncia que el confinamiento ha acabado, sienten cierta pena. Asunta sigue sin dar señales de vida. Elías y Gastón duermen en el sofá. Los trabajadores de la obra de enfrente han regresado. Al parecer, la fachada ya está lista, solo faltaba retirar el velo. Los obreros han dejado caer la lona antes de empezar a desmontar el andamio. Es casi como ver partir un circo. Cuando el velo de la casa cae y llega hasta la acera, Telmo y Laia se ponen las mascarillas como dicen en la radio que hay que hacer y salen a la calle.
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Todo parece estar en su sitio. Sin embargo, la ciudad es otra. Como si el silencio -ese silencio felino, grande y adulto de semanas atrás- hubiese parido una camada de crías que se han desperdigado por toda la ciudad antes de que nadie haya podido decidir qué hacer con ellas.
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