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David Santamaría
Sábado, 4 de abril 2020, 02:13
Los neoyorquinos son gente dura, de eso no hay duda. Esa resistencia la demuestran tanto en tiempos de catástrofe como cada día sobreviviendo en una ciudad que sólo sonríe a quienes tienen dinero. Hoy la siguen demostrando cuando la metrópolis se ha convertido, con más ... de 50.000 contagiados y 1.500 muertos (cifra que asciende a más de 100.000 contagios, alrededor del 10% de positivos en el mundo, y 3.000 muertes si contamos el total de los estados vecinos de Nueva York y Nueva Jersey) en capital mundial de la pandemia. Pero alguien como yo, que lleva apenas unos meses en la ciudad, todavía no es tan duro como los neoyorquinos y llega un momento en que el incesante sonar de las sirenas de las ambulancias, día y noche durante semanas, se te mete dentro, te asusta y te quieres ir a casa.
Sin embargo, después de pasar más de dos semanas sin salir a la calle no parece prudente lanzarse a cruzar el océano. Si se ha de sufrir un ataque de pánico al romper el confinamiento, mejor en la esquina de casa que en un avión a cuarenta mil pies sobre el Atlántico.
Salgo a dar una vuelta y me doy cuenta de que, pese a que puede parecer lo contrario estando encerrado leyendo las noticias que alertan del apocalipsis inminente, la vida sigue de alguna manera su curso. Los supermercados y las farmacias destacan entre la multitud de comercios cerrados, los restaurantes se han acondicionado como puntos de recogida de pedidos y el colegio de la esquina se ha convertido en un centro donde los trabajadores de emergencias pueden dejar a sus hijos mientras se baten con el virus. Incluso con un volumen increíblemente bajo hasta hace sólo dos semanas, el tráfico todavía discurre por el centro de Brooklyn.
Terminada esta salida de reconocimiento, paso a planificar el viaje hasta Bilbao. Los vuelos a España han desaparecido del mapa y la opción más segura para llegar al viejo continente parece Londres o Ámsterdam. Las conexiones de estas ciudades con la villa también han sido interrumpidas y tendré que hacer otra escala en Barcelona. Compro los billetes, cruzando los dedos para que no cancelen ninguno de los vuelos, y llamo al consulado para asegurarme de que los aviones a Londres están saliendo últimamente sin problemas.
Al día siguiente me despido de mi compañera de piso con un 'hasta pronto' lleno de incertidumbre, y provisto de guantes y mascarilla me lanzo a la aventura. Ir un martes por la tarde solo en tu vagón del metro sirve para constatar que en estos tiempos la realidad supera a la ficción. Me hubiera gustado mirar una última vez a la Estatua de la Libertad para que me asegurara que, a la vuelta, cuando esto haya terminado, todo seguirá en su sitio. Pero no es momento para sentimentalismos, y la línea más rápida hasta la estación de Pensilvania cruza a Manhattan por un túnel bajo el East River. Al salir, veo un violinista tocando y adquiere la apariencia de un músico del Titanic, sólo que lo que ahora se hunde es una ciudad. Después del metro, también es solitario mi viaje en el ferrocarril de Nueva Jersey y en el monorraíl que enlaza con la terminal. Por algún motivo, es en ese momento cuando realmente tengo la sensación de que este viaje será distinto a todos los anteriores y eso me asusta.
En el aeropuerto de Newark solo una de las filas del otrora kilométrico control de seguridad sigue abierta. Aún así, algunas cosas no han cambiado y hay que apurar el termo antes de pasar. Un funcionario me dice que espera que lo que llevo en él sea agua, un chiste que en otro momento pasaría por alto, pero que hoy se agradece de otra manera. Tras esperar en un bullicioso aeropuerto internacional, que el virus ha convertido en nacional y silencioso casi en su totalidad, se anuncia que comienza el embarque de mi vuelo. Paso entonces por el baño y mientras me lavo las manos ya están haciendo la última llamada.
Es el embarque más rápido que he visto, pero tampoco es sorprendente. La ocupación del Boeing 787 no llega ni a un tercio de su capacidad, lo cual aprovecho para ocupar cinco asientos como maletero y cama improvisada. El vuelo discurre tranquilo, y noto que, tras dos semanas arreglándome en la despensa con lo poco que se puede pedir por Amazon, la comida del avión adquiere una excelencia inadvertida en otros viajes.
Es una mañana soleada en Londres. El tiempo es demasiado bueno para el apocalipsis, al fin y al cabo este siempre se produce en las películas entre tormentas o explosiones, no al principio de la primavera. Al sobrevolar Westminster me fijo en Downing Street y pienso en Boris Johnson confinado ahí abajo como tantos otros positivos. Dicen que el virus nos hace a todos iguales. El comandante nos agradece volar con su compañía en lo que califica como tiempos de locura, y al desembarcar caigo en la cuenta de estar en Europa. La distancia de seguridad ya no se mide en pies como en Nueva York, seis, sino en metros, dos. En España es sólo uno; puede ser que a lo mejor a nosotros sea más difícil separarnos.
También se sabe que estamos en Europa por los numerosos luminosos recordando a los viajeros que sean agradecidos con el Sistema Nacional de Salud, frente a la descoordinación hospitalaria estadounidense de centros públicos y privados que actúan de forma independiente, estar en manos de un sistema público me da más confianza.
Cambio de terminal y el conductor del autobús nos invita a entrar de uno en uno y guardando las distancias. Cuando todos los asientos han sido ocupados es como si ya estuviera lleno y hay que esperar al siguiente. Recorriendo un pasillo lleno de puertas de embarque cerradas se llega a la del vuelo a Barcelona. Allí me doy cuenta de que España está en estado de alarma cuando se pide a todos los viajeros sin pasaporte español que se identifiquen como residentes. A continuación, se forma una pequeña tertulia de empleados de British Airways que, ante la falta de otras ocupaciones más urgentes que atender, charlan sobre qué documentos son válidos para tal efecto. Sea como fuere, al final todos conseguimos pasar a la aeronave.
El piloto indica con resignación que, como podíamos haber previsto, no hay mucho tráfico esta mañana y saldremos unos minutos antes. En el avión va suficiente gente como para que mi fila esté llena y, por primera vez en el viaje, no se puede guardar la distancia de seguridad y tengo miedo a contagiar o ser contagiado. También puedo comprobar que el virus no es igual para todos. En la cabina de clase preferente hay doce asientos pero apenas un par de personas; resulta que la distancia de seguridad, como todo lo demás, se puede comprar. Ante esta situación hay privilegiados, y yo soy uno de ellos, porque puedo volver a casa con mi familia. Pero en Nueva York, igual que en otros lugares, se quedan atrás los que no tienen casa, no tienen familia, o les faltan los recursos para ir a su encuentro. Además, mientras que yo puedo seguir los cursos de la universidad en línea sin más problema que el cambio de hora, muchos escolares no tienen siquiera acceso a internet para poder continuar sus estudios en igualdad de condiciones.
Antes de bajar, se nos indica que debemos acercarnos a la puerta del avión, donde aguardan varios policías, con el pasaporte en la mano. La Europa con fronteras que parecía un cuento de nuestros padres ha llegado de repente y sin avisar. En el control de seguridad la conversación de la Guardia Civil oscila entre el número de identificaciones que han realizado ese día y la mala calidad del café disponible; se agradece saber que aparte del estado de alarma también hay otras cosas de las que hablar.
Atravesando su silenciosa y enorme terminal, el de Barcelona parece, más que un aeropuerto, una catedral. Llego el primero a la puerta de embarque. La pantalla indica que el vuelo sale en hora, pero allí no hay nadie. Tras un breve momento de incertidumbre, que se me hace eterno, comienzan a aparecer poco a poco el resto de viajeros. Sus historias podrían ser la mía: desde una chica de intercambio en Irlanda, cuya amiga se ha quedado atrapada en algún aeropuerto y no sabe cuándo podrá volver, a una pareja que regresa de Nueva Zelanda.
En el Airbus A321 hacia Bilbao hay 24 pasajeros, lo que se traduce en casi 200 asientos libres, tantos, que una tripulante separa a una pareja para el despegue. En este caso no por el coronavirus, sino por motivos de distribución segura del peso en el avión.
Tras menos de una hora de viaje sobre nubes grises el avión sobrevuela el Cantábrico, vira a la altura del Superpuerto y aterriza en Loiu. Aquí no hay ningún otro avión a la vista, la publicidad en la terminal vacía -¿me habré acostumbrado ya?- ha dado paso a las señales que recuerdan el deber de aislarse una quincena después del viaje. Al salir me dirijo a un solitario taxi para ir a casa. Miro el reloj, son las cinco de la tarde del miércoles y hace ya dieciocho horas que salí de Nueva York.
Mientras atravieso las carreteras que rodean Bilbao, que recuerdo siempre llenas de vehículos, no como ahora que sólo nos cruzamos con algunos camiones, pienso en los viajes de vuelta a casa. Suelen ser ocasiones alegres por dirigirnos al encuentro de nuestros seres queridos. Pero mientras me encamino a una nueva cuarentena en un nuevo continente pienso que este ha sido un viaje triste. No sé si el más triste que haré, pero, probablemente, sí el más extraño.
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