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La música es sanadora. Considerada como una auténtica terapia frente al sufrimiento humano, especialmente para niños y mayores, el arte de las musas está considerado como la única creatividad artística que nace del área más emocional del cerebro, que es la zona límbica. Entre ... los médicos, curiosamente, hay mucho músico. Unos se la recetan a sí mismos para liberar las tensiones diarias y otros buscan en ella dar rienda suelta a su melomanía. Hoy, con motivo de la festividad de Santa Cecilia, ELCORREO ha pedido a cuatro profesionales sanitarios que cuenten su relación con la música. Esta es su canción.
Una noche del año 1964, con 17 años, José Larracoechea conoció personalmente a Louis Amstrong y decidió ser trompetista de jazz. «Entonces, yo era sólo un chaval de 17 años y me quedé mudo ante él», recuerda. Ocurrió en un club de Taipéi, la capital de Taiwan, a donde su padre, que era diplomático, había sido trasladado desde Japón. En aquellos días, la radio sólo sonaba a Beatles, Rolling Stones y Bob Dylan, pero él se había convertido ya en un fiel sobre todo del viejo 'Satchmo', pero también de Miles Davis, Dizzy Gillespie y los demás.
«Quiero ir a Estados Unidos y formarme como músico», dijo en casa, pleno de ilusión. A su padre se le revolvieron las tripas. «Tienes que hacer algo serio», respondió el cabeza de familia, para quien en el concepto de 'algo serio' «sólo encajaban cinco profesiones: arquitecto, médico, ingeniero, abogado o cura». «Quiso que estudiara medicina, que me gusta, pero no es mi pasión».
No le defraudó, porque como médico llegó a ser uno de los mejores neurólogos de España, adjunto del servicio de Neurología del hospital de Cruces, directivo de la Sociedad Española de Neurología (SEN) y representante de la agrupación en la Organización Mundial contra el Ictus WSO. Tampoco se traicionó a sí mismo. Mucho antes de comenzar Medicina, se compró una trompeta y empezó a emular a su maestro. «Si no fuera por la música, ahora mismo estaría muerto».
Un músico filipino de Taipéi le inició en ella. «Me gusta su sonido dulce y bravo a la vez». No se conformó y luego estudió solfeo. Lo demás vino rodado. Conciertos, bandas, festivales, la fundación del club de jazz de La Bilbaína, junto a Pío Lindergard y otros aficionados... Ensaya cada día dos horas y ahora, a sus 73 años, sueña con montar una escuela. «Las instituciones tienen que apoyarnos. Hay que reconocer el jazz como la música culta que es», proclama. Su trompeta, afinada, cómo no, en si bemol, se escucha cada domingo en 'El Comercio', de Las Arenas. Jazz y más jazz. «Toda mi vida ha sido música», proclama.
Las actividades artísticas contribuyen a la salud laboral. Lo sabe bien Andoni Gamboa, subdirector de Recursos Humanos del instituto vasco de salud laboral OSALAN. «En el ámbito empresarial nos hemos acostumbrado a trabajar más la parte intelectual, cuando en la toma de decisiones influye cada vez más el ámbito emocional, hasta un 66%, según el psicólogo Daniel Goleman», recuerda el experto, que hace diez años decidió quitarse la espina que tenía clavada desde la adolescencia.
«Siempre me ha gustado la música, especialmente el folk rock americano. Aprendí a tocar la armónica de oído, pero me hubiera encantado tocar la guitarra. No lo hice –cuenta– porque siempre encontraba algo que me lo impedía. El colegio, la universidad, el trabajo... ¿Nunca tendré tiempo para superar este reto?', me preguntaba». Su oportunidad llegó a los 45 años. «En el momento de mi vida con más trabajo y ocupación, porque acababa de tener dos hijos, me dije, 'ahora' y por recomendación de un amigo me fui a una tienda de música de Bilbao, ya desaparecida, donde me enseñaron».
Resultó que Andoni tenía facilidad para la música y el destino quiso que conociera a un batería, que buscaba formar una banda. Fue el germen de Tucson, que actúan desde hace unas años en cantidad de plazas, verbenas y fiestas privadas de Euskadi. Con un repertorio que va de Janis Joplin a REM pasando por el pop español de los años 80. «Si hace diez años me dicen que voy a tocar la guitarra, cantar a la vez y actuar en público, no me lo creo. La música es genial, pero interpretarla es ya un auténtico subidón».
El piano es el lugar donde el traumatólogo Iñigo Cearra, del hospital de Basurto, se abstrae de toda preocupación. «Te olvidas de todo». Fue pianista antes que médico, porque terminó sus estudios recién iniciada la carrera de Medicina. «La música es un desestresante fantástico», recalca satisfecho.
Como Elton John, su formación clásica no le impidió lanzarse a la aventura del rock y a media carrera, montó con grupo con varios compañeros para tocar la música de sus héroes de juventud, desde los Beatles a «cosas más modernas», como The Killers o Green Day. «A la hora de tocar en público, resulta mucho más gratificante la música ligera, tocas 'Let it be' y canta todo el mundo».
El sueño terminó con la edad adulta. «Ahora tengo 34 años, una responsabilidad en el hospital y una niña de 3 años, que me quita todo el poco tiempo que me queda». Su piano, sin embargo, no ha dejado de sonar. «La música contribuye a tu bienestar psicológico, pero sobre todo enriquece tu alma, sé que me acompañará siempre».
A Ricardo Franco le pasó algo parecido a lo de José Larracoechea. Hubiera querido ser actor, pero su padre le encaminó hacia la Medicina. Cumplió sus deseos y, para compensar, se convirtió en un hombre del Renacimiento bilbaíno del siglo XXI. Además de escribir artículos científicos, fundó la compañía de teatro Producciones Lizarralde y Cía, «que estuvo 25 años triunfando»; acaba de grabar un documental sobre la vida de José Carrasco, primer presidente de la Academia de Ciencias Médicas de Bilbao, que preside; está rodando una miniserie para móviles; es maestro de ceremonias en mil y un actos; y además toca el txistu.
La última vez que lo hizo fue para el lehendakari, Iñigo Urkullu, en el 180 aniversario de la Sociedad Bilbaína. «Le emocioné tanto que vino a darme un abrazo», recuerda. Dice que él, «como Urkullu», también rompe protocolos; y en la ceremonia de graduación de sus alumnos –que también es profesor en la facultad de Medicina en la UPV/EHU– se ajusta la txapela sobre el traje académico y se marca un aurresku de honor para sus estudiantes que dejan de serlo. «La música es una sana emoción. Con el ruido de Cobetas –donde se celebra el festival BBK Live– no puedo. Me horroriza toda esa gente flasheada, pero la música vasca, Guridi, Solozabal, es otra cosa».
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