LO QUE NO MATA EL CORONAVIRUS
El Piscolabis ·
Una vida sin tacto es un estar, pero no un sentirJon Uriarte
Sábado, 4 de abril 2020, 01:24
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El Piscolabis ·
Una vida sin tacto es un estar, pero no un sentirJon Uriarte
Sábado, 4 de abril 2020, 01:24
A estas alturas no hay nadie libre de luto. El coronavirus se está llevando a gente muy cercana. Siempre es duro. Pero en esta guerra contra el maldito bicho que nos tiene confinados, las pérdidas duelen aún más. No se puede despedir a ... quien se va. Ni ese consuelo nos deja. Por suerte pasará. Ganaremos al virus. Como hicimos con otros. O se quedará entre nosotros, pero sin su actual maléfica intensidad. En cambio hay algo que nos preocupa a muchas personas. La estela que podría dejar cuando todo sea triste recuerdo. Los cambios sociales que cierta gente augura o, incluso, insta a llevar a cabo. Me refiero a que, cuando salgamos de nuestras casas, nos relacionaremos de otra forma. Oficial, distante y temerosa.
Veo, leo y escucho sorprendentes y radicales críticas señalando a la tradicional costumbre de compartir un postre, unas patatas o una ensalada. Quien aboga por el adiós a darnos dos besos a modo de saludo, al abrazo con el desconocido durante unas fiestas populares o al tradicional apretón de manos. Del resto, o de ir más allá, ni hablamos. Como si el mundo, tal y como lo conocemos, debiera cambiar de forma radical para siempre. Y da que pensar. Porque es exactamente lo que decían nuestros antepasados en los tiempos de la peste. O durante otras pandemias que arrasaron pueblos, naciones y continentes.
Con el tiempo, todo fluye y pasa. Recuerden los primeros años del SIDA. Del nada importa y todo vale, pasamos al no me toques, no te acerques. Hubo que subrayar lo que era realmente peligroso y lo que no. Costó entenderlo. De hecho el estigma del enfermo permanece todavía más vigente de lo que imaginamos. No es lo mismo decir soy seropositivo que tuve paperas. Pero el mundo siguió caminando. Aprendimos. Salvo en lo único que debíamos incidir. Tomar ciertas precauciones que muchos y muchas han olvidado.
En cambio, por suerte, dejamos de vivir inmersos en el terror al contacto y el distanciamiento social. Y eso a pesar de que se dijeron tonterías supinas sobre cómo te contagiabas y cómo no. Trabajaba ya en los medios en aquellos días y hasta compañeros presuntamente informados decían auténticas barbaridades. Como ahora. Ni más ni menos. Pero recuperamos el sentido común. Estoy convencido. Por eso espero que suceda lo mismo con esos tremendistas que apuestan hoy por un futuro sin apenas contacto físico y piel envuelta en plástico. Porque eso no sería vivir, sino sobrevivir.
Últimamente estoy tan sensible que me dan ganas de abrazar a las urbanas palomas que llegan a mi balcón. Pero creo que la siguiente historia merece, al menos, una lágrima tierna. En esta vieja Europa que ha regresado obligada a las pretéritas fronteras, revivimos momentos olvidados. Como la vetusta barrera que separa a dos enamorados. Inga Rasmussen y Karsten Tüchsen Hansen. La cuarentena y el cierre de países les pilló en pleno afianzamiento de su relación sentimental. Se conocieron hace cosa de dos años y descubrieron que nunca es tarde para enamorarse. Algo que, con 85 y 89 años, es toda una lección de vida.
Cuando Dinamarca y Alemania cerraron sus respectivas fronteras, decidieron cumplir las normas. Las que había en ese momento. Que siendo restrictivas, les permitían mantener una hermosa y singular liturgia. Cada día, el alemán y la danesa, se acercan a localidad fronteriza de Tonder. Y en plena frontera sacan dos sillas, colocan bebidas en el bloque de hormigón situado bajo la barrera y charlan de todo y de nada. Ella se atreve con algo de alcohol. Él tiene que volver a su casa en coche, así que opta por el café. Y así echan la tarde. Hablando de lo que han hecho desde su última cita o comentando asuntos vitales y otros que quizá no sean tan importantes y por eso son hermosos. Pero hay algo más. Antes de despedirse, revisan su plan.
A pesar de la situación siguen organizando el viaje que harán cuando todo esto termine. Por eso me emocionan. Tienen planes. Lo que siendo el mayor grupo de riesgo en esta pandemia es, si cabe, todavía más digno de aplauso. Por gente así este mundo sigue girando. Siempre he pensando que el optimismo es la energía más poderosa. Si los científicos creyeran que es imposible obtener una vacuna, jamás la encontrarían. Si los médicos creyeran que la falta de material y medicamentos impiden salvar vidas, no lo lograrían. Y si Inga y Karsten no creyeran que hay futuro después de todo esto, no estarían cada día sentados en esa frontera.
Otro sábado hablaremos del valor de la sonrisa y del poder de la risa en estos tiempos de miedo, muerte y cuarentena. Pero a modo de aperitivo disfrutemos de esta pequeña historia de amor. A distancia. Con precauciones. Pero el cariño sigue ahí. Y emociona. Porque solo hay algo que sería rotundamente trágico y definitivo. Que el coronavirus matara lo que nos hace humanos. Tocarnos, sentirnos, unirnos. Ojalá mantengamos los códigos de higiene actuales, como lavado de manos o estornudar en la parte interior del codo. Y limpiar bien los lugares de trabajo, ocio y vivienda. Porque manda huevos que tenga que llegar una pandemia para que confirmemos que hay mucha gente guarra. Pero más allá, quiero que vuelva el contacto. Confío en ello. Y en que, cuando se pueda, Inga y Karsten se fundirán en un abrazo, compartirán un postre, se agarrarán de la mano, se besarán como nunca y brindarán como siempre por lo vivido y, sobre todo, por lo que les queda por vivir.
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