
«En casa, todavía lavamos los plátanos y las naranjas. Empezamos a hacerlo en el confinamiento por el temor al covid y se nos ha ... quedado esa costumbre». Hoy hace cinco años que se declaró el estado de alarma que nos confinó en casa, las paredes que delimitaban nuestro perímetro de seguridad. Fuera, todo se antojaba hostil; dentro, extraño. Teletrabajar con el barullo de niños al lado, compartir los afectos con mascarilla (o el codo), mirar a la cara a aquella amenaza desconocida que adquiría formas insólitas: las bolsas del pedido del súper, unas décimas en el termómetro, las patas del perro del vecino que pisaban el descansillo, la barra para agarrarse en el metro, aunque nadie se agarraba. No digamos ya un estornudo o una tos… Una treintena de amigos, de amigos de amigos, compañeros de trabajo y conocidos recuerdan en estas líneas las vivencias cotidianas de aquellas semanas de encierro e incertidumbre. Sin soslayar el drama de terribles consecuencias en que nos sumió la pandemia, este es, simplemente, un recopilatorio de anécdotas.
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Un dato ilustrativo que nos situa en aquel contexto: cinco días después del inicio del confinamiento, ya no quedaba papel higiénico en los supermercados. «También desaparecieron la lejía, los palitos de canela y la harina porque todo el mundo quería hacer un bizcocho. Recuerdo a una señora muy mayor que se acercó a la caja preocupada porque no quedaba harina. Vi que una mujer llevaba dieciocho kilos en el carro y le pedí que le diese dos paquetes a la señora», cuenta Marta, una amiga empleada de supermercado. «La cerveza también se acabó enseguida. Mi hermano es transportista y esos primeros días subió un paquete a un cuarto sin ascensor. Se había roto un poco el cartón por una esquina y vio que era una caja de veinticuatro latas de cerveza», relata Sergio.
Aunque el verdadero drama de la escasez se vivió semanas más tarde con el desabastecimiento de gel hidroalcohólico y mascarillas, aunque en un primer momento el Gobierno vasco llegó a decir que los cubrebocas no eran necesarios. «Te ponías la mascarilla y luego no sabías dónde dejarla. ¿En la mesa? No porque igual la toca alguien; ¿en el bolsillo? Tampoco porque se contamina la ropa. Tenías que acordarte de cuántas horas la habías llevado puesta, unas duraban cuatro horas, otras, creo que doce. Fue un caos». No había mascarillas en las farmacias y los tests se comercializaron meses después. «Hubo un momento de tal psicosis que te hacías de todo. El test de la farmacia y otro en un laboratorio. Ciento y pico euros para confirmar lo que ya sabías, que te habías contagiado».
¿Y entonces? Encierro en el propio encierro. «Pasé treinta y un días sin salir de una habitación pequeña de nuestro piso de 65 metros. Mi marido me dejaba la comida en una silla junto a la puerta y los sábados me ponía un cubata o un croasán. Nuestro hijo tenía entonces 8 años y yo me ponía guantes y le preparaba deberes en una hoja que le pasaba por debajo de la puerta. También jugábamos al bingo a través de la puerta cerrada con unos cartones que nos hicimos con cartulinas, a un 'Cifras y letras casero' y el crío hacía gimkanas en el pasillo con su padre». Lo cuenta Mónica, una trabajadora de residencia que se emociona cinco años después al recordar a «los abuelos». «Resistimos al virus cuarenta días pero acabó entrando y vi morir a algunos, fue durísimo, terrible para las familias. Trabajábamos con la bata y un poncho de plástico encima, las calzas, los guantes, las gafas, la pantalla… Los pobres ni nos conocían, así que nos colocamos unos carteles grandes con nuestro nombre».
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Los mayores pudieron salir un rato el 2 de mayo. Unos días antes, el 26 de abril, lo hicieron los menores de 13 años. «Fue un alivio. En nuestra casa el sol solo daba de diez a once de la mañana, así que aprovechaba ese rato para que los críos desayunaran y les ponía unas toallas para que se tumbaran al sol como si estuviese en la playa». «Nosotros las toallas las usábamos para forrar el baño e improvisar dentro una guerra de agua con jeringas de plástico. También forré de papel estraza el suelos de casa para que mi hijo, que entonces tenía 3 años, pintara donde quisiera. No teníamos balcón, así que un día ya no aguanté más y le saqué a tirar la basura conmigo. Justo pasó una patrulla de la Policía Municipal y el niño se volvió gritando: '¡No me dejáis ir al parque ni a la playa! Es vuestra culpa'. Le habíamos explicado que la Policía no dejaba salir a nadie y, claro… Pero es que no era fácil contarle lo que ocurría a un niño tan pequeño». Que no había colegio, tal vez, porque tampoco hay escuela en vacaciones. Pero, ¿cómo explicarles que no podían ver a los abuelos, a los primos, a los amigos?
«Yo teletrabajaba y mi jefe de entonces era un hombre llamado Antonio, igual que mi padre. Me llamaba a diario y la niña siempre se ilusionaba pensando que llamaba el abuelo. Fue duro para los pequeños, pero más aún para los mayores…», recuerda Tania. «Mi hija tenía seis meses cuando nos confinaron y era un bebé que no lograba dormir más de dos horas. A la hora de los aplausos la metíamos a la cuna y la dejábamos llorar hasta que acababa por dormirse. Hoy me arrepiento tanto... Pero en ese momento nos vimos desbordados por el teletrabajo de jornada infinita y el poco descanso».
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El aplauso de las ocho de la tarde se convirtió en uno de esos pocos ratos de socializar, más allá del vermú dominical por videollamada y los zoom en pantalón de pijama con los compañeros del trabajo. «Mi calle era una fiesta. El peluquero, que vive en el primero, ponía cada día tres canciones y la gente le hacía peticiones para el día siguiente. Yo subía luego el vídeo a Instagram».
Allí (en Instagram) proliferaron los influencers de todo tipo, desde los que te enseñaban a usar el rodillo de bici a los de la mopa, que de estas dos cosas hubo mucho. «En cuanto nos encerraron compré online un soporte para hacer dominadas que se colocaba encima de la puerta, pero el primer día me destrozó el marco. Así que tuve que hacer los ejercicios colgándome yo de la puerta, con un jersey o una mochila en el suelo para que no se cerrara y me pillara los dedos», relata Jon. «Un amigo me dejó un rodillo de bici viejo, pero hacía tal ruido que no podía ver la tele, así que me ponía de fondo algún partido de fútbol para pasar el rato».
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Los briks de leche no llegaron a desaparecer de los lineales pero sí se vendieron muchos más. Los usaba, entre otros influencers, la entrenadora de Blanca Suárez, que enseñaba a los internautas a hacer sentadillas sujetando los cartones de la leche. «Yo metía unos cuantos en una mochila vieja y también botellas de agua y entrenaba fuerza. Lo primero que compré cuando pudimos salir fue unas mancuernas, por cierto», se acuerda Julia.
La furia por el deporte solo fue comparable a la que se desató con la limpieza. Pomos, rodapiés, interruptores… Empezamos a limpiar todo y a tocar lo mínimo. «Apretabas el botón del ascensor con el codo y 'surfeabas' en el metro para no tener que agarrarte a la barra». «Me obsesioné con ver el suelo limpio, todavía me pasa. Limpiaba los botes de comida, los paquetes, la piel de las frutas... Cuando llegaba el pedido del supermercado, metía todo en la bañera con agua y detergente». No digamos ya si había alguien enfermo en casa… «Mi pareja no me dejó pisar la cocina durante veintiún días, no toqué sin guantes ni un tenedor».
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El miedo al contagio, libre e increscendo, amplificó el eco de los remedios estúpidos e incluso peligrosos: alguien dijo que secarse las manos con el secador de pelo hasta hacerte heridas te protegía o beber agua caliente o meterte agua con sal por la nariz. No funcionó nada de eso. Tampoco comer ajo crudo (en China ingresaron a una mujer que había ingerido kilo y medio) ni los geles caseros que algunos enseñaban a preparar con vodka.
Internet fue una escapatoria: «Los viernes buscaba en YouTube un concierto de Shakira y bailaba en el salón hasta que me agotaba», «no hubo feria de abril, pero me puse un niki de lunares y una flor en la cabeza que improvisé con un calcetín rojo y, como yo, hizo mucha gente en las redes», «cuando me angustiaba ver todo el día en la tele los muertos de Ifema -el consumo de televisión se disparó hasta las 5 horas y 17 minutos al día- buscaba tutoriales de maquillaje en Instagram para distraerme», «empecé a pintar por aburrimiento y hoy tengo tres cuadros colgados en casa que pinté en el confinamiento», «Rosalía subió un vídeo cortándose el flequillo y yo fui una de esas que copió… luego me ponía viseras en las videollamadas…».
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Pero la red también se convirtió en una cárcel para algunas personas. «Me enganché a las compras online. Compraba todo tipo de utensilios para la casa y ropa que no me ponía porque no podíamos salir. Me llegué a gastar el sueldo entero del mes en cosas que ni llegué a usar y que se me amontonaban en casa». Cuenta Virginia que a ella le sucedió lo contrario: «Todo me agobiaba: los cuadros, los adornos, los objetos de recuerdo… Por entonces vivía de alquiler en un piso que siempre me había encantado, pero que, de repente, me empezó a resultar asfixiante. Me parecía recargado, lleno de objetos, y no soportaba el color amarillo de las paredes. Así que cuando poco después me compré una casa la pinté entera de blanco y es minimalista».
A las ventas online en alza contribuyó en gran medida el miedo a ir al supermercado. Diez días después del confinamiento las ventas de comida online habían aumentado un 250% y los pedidos tenían un tiempo de espera de más de una semana. Así que la gente compraba donde podía. «Mi suegra me habló de una pescadería de Ondarroa que enviaba el pescado a casa. Guardo aún el tique de compra en el WhatsApp: 112,85 euros por cuatro kilos de merluza para albardar y kilo y medio de gallos». Le supo a gloria a Carmen y a sus dos hijos.
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Otros muchos ya habrían querido, siquiera una noche, cenar con alguien. «Fue durísimo estar tres meses sin ver a mis padres. Les llevaba carritos de la compra y los dejaba a la puerta», «mi marido trabajaba en un albergue con personas tuteladas y no le veía en quince días, era angustioso», «mi pareja es sanitario. Cada tarde, cuando llegaba a casa, los vecinos le aplaudían. Era una alegría verle, pero nos daba tanto miedo que trajera el virus a casa…». Y eso temían, no solo Lara y Alejandro. Eso temíamos todos.
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