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Julia, Miren, José María, María Luisa, Luis Mari y Rosi. EC
Los más frágiles ante los riesgos del virus

Los más frágiles ante los riesgos del virus

Nuestros mayores. Afrontan como pueden el miedo y la soledad del aislamiento en sus casas y residencias. Algunos con más ayuda que otros.

Lorena gil | jorge barbó

Domingo, 5 de abril 2020, 02:10

Son el colectivo más vulnerable. Solo hay que echar un vistazo a los datos del Gobierno vasco: las personas mayores de 70 años representan un 34% de los contagios en Euskadi, pero en ellos el virus es mucho más letal. Alrededor del 87% del total de fallecidos se sitúa en esa franja de edad. El estado de alarma, con el consiguiente encierro, ha dejado a muchos de nuestros mayores en una situación de debilidad. Más aún. Al miedo se suma en ocasiones la soledad y la dificultad para valerse por sí mismos, en un momento en el que la ayuda está restringida. Hay quienes han decidido no leer periódicos, ni escuchar la radio e incluso apagar la televisión. «Me genera ansiedad», reconoce más de uno. Otros, al contrario, prefieren estar al corriente de todo, aunque escaseen las buenas noticias, con la esperanza puesta en que más pronto que tarde, todo acabe. Aislados en sus casas o en residencias, con los suyos al otro lado del teléfono o del rellano, muchos han encontrado en sus vecinos o en las redes de voluntarios una mano a la que agarrarse cuando vienen mal dadas. «Y que sea, lo que tenga que ser».

  1. Rosi 78 años, Portugalete

    «Mi vecina me trae el pan y me tira la basura»

Rosi cumplirá 78 años el próximo 18 de abril. Aunque el Gobierno central amplió el estado de alarma hasta el día 12, nadie descarta a estas alturas y dada la gravedad de la situación, que la fecha pueda sufrir una nueva prórroga. Rosi da casi por hecho que soplará las velas en cuarentena. Al igual que lo hicieron en marzo dos de sus hermanas. «Hablaremos por teléfono y ya está», asume. Enviudó hace diez años y desde entonces vive sola en su piso de Portugalete. Sus dos hijos residen por trabajo en Huesca. «Mi hija me llama todos los días. Sé que está intranquila, lo sé... Yo también. Siempre le pregunto cuántas personas han dado positivo por allí y ella me dice que en el pueblo en el que está, nadie», respira.

Rosi tiene problemas de huesos. Justo antes de que se declarara la emergencia sanitaria, personal médico acudió a su casa para ponerle una inyección que le mitigara los dolores y su doctora le recetó diferentes pastillas. «Me dijo que podía ir al hospital de Cruces, pero que, dadas las circunstancias, iba a estar mejor en casa», revela. Le hizo caso. La última vez que salió a la calle fue el pasado día 12. Se acercó hasta la farmacia a comprar su medicación, y ya de paso entró en el supermercado. Desde entonces, una vecina le está echando una mano. «Me ha traído el pan, le pedí si podía tirarme la basura y me pregunta si quiero algo del supermercado... Pero la verdad es que no tengo ni hambre», reconoce. No sabe si es por las pastillas o por el encierro. «Me da tanta pena la gente que está muriendo, tantas personas que están en residencias...», lamenta.

Hace unos días, Rosi estaba colgando la ropa por la ventana y otra de sus vecinas, a la que conoce desde que era pequeña, le gritó: '¿Cómo andas? ¿Necesitas que te lleve alguna cosa?'. «Esos detalles me llegan al alma. A veces piensas que no se acuerdan de ti, pero sí se acuerdan», agradece. «Tenemos que pensar más en el de al lado. Solo con que te pregunten algo tan sencillo como 'qué tal estás', es mucho».

Rosi destaca la labor «impagable» que están haciendo quienes luchan en primera línea contra el Covid-19. No es de aplaudir desde la ventana. Es más práctica, dice. «Solo espero que cuando esto pase, se lo agradezcan de verdad. Que recuerden lo que hicieron y les den todo el material que necesitan para evitar que algo así vuelva a repetirse», concluye.

  1. Julia Casi 83 años, Vitoria

    «Pasé una posguerra, pero nada que ver con esto»

Está leyendo 'Tú no matarás' de Julia Navarro. Pero se le está haciendo bola. Le cuesta pasar de página. Y eso que a ella la autora le encanta. Le chifló 'La Biblia de barro'. Lo que le pasa a Julia Casi frente a ese libro gordote es que no puede concentrarse, le resulta imposible meterse en la historia guerracivilista de Fernando, Catalina y Eulogio porque la realidad es «muchísimo más dura». «He pasado cosa tremendas, una posguerra en la que nos faltaba de todo, he vivido huelgas horribles, como aquel 3 de marzo, pero jamás he conocido algo así. Antes sabíamos muy bien a lo que nos enfrentábamos, pero lo de ahora, este virus maldito, es distinto. Ni siquiera lo vemos».

Sí, Julia tiene una lucidez envidiable. Y también tiene asma. «Por eso dicen que estoy en el grupo de riesgo, aunque mi yerno, que es médico, me tiene muy controlada y estos días mis hijas están muy pendientes de mí, me traen la compra y me la dejan fuera de casa para protegerme». Está muy acostumbrada a estar sola y como la mayoría de las mujeres de su generación tiene la piel dura y unas espaldas muy anchas para aguantar todo lo que le echen encima. Ante la adversidad, es de las que aprietan los dientes y tiran para adelante. «Cuidé de mi marido durante años y aprendí a vivir en soledad, pero ahora lo estoy pasando mal de verdad», reconoce.

Porque a estas alturas de la película no tiene ningún remilgo para reconocer que se siente «muy preocupada y bastante angustiada». No por ella. «Yo, aunque tengo una vida muy activa y me doy mis paseos todos los días y voy a hacer mis ejercicios al Estadio, ya soy vieja y de verdad creo que he cumplido mi misión en esta vida. A mí lo que me preocupa es el mundo que les va a quedar a los jóvenes. Sufro por ellos porque no es lo mismo ir de lo malo a lo bueno como le pasó a mi generación que ir de lo bueno a lo malo», resuelve la mujer con un suspiro. Por todos, por esa nieta enfermera, por ese nieto que come a diario con ella y que hace ya mucho que no ve, Julia reza todo lo rezable estos días. Para que esto pase. Y pueda terminar de leer, sin preocupaciones, ese libro que ahora se le está haciendo tan cuesta arriba.

  1. Luis Mari Azkunaga 80, Ispaster

    «Hay gente con invernadero y gallinas que nos trae cosas»

Luis Mari Azkunaga y su mujer, Mari Ángeles, se ponen el termómetro cada mañana. «Dijeron que mirásemos si teníamos fiebre, por si acaso...», arranca. Y ellos, cumplen a rajatabla las recomendaciones médicas. Tienen 80 y 82 años y viven en un caserío en Ispaster. A la mañana, justo después de desayunar, les llega el panadero a casa: pan y periódico. Todos los días. A Luis Mari le gusta informarse de lo que ocurre, aunque desde hace unas semanas «lees y escuchas que está falleciendo tanta gente, que no puedes evitar pensar que te puede tocar a ti», reconoce.

Vivir en un caserío tiene sus ventajas y sus desventajas. A las tardes se dan sus paseos y tienen una pequeña huerta. «Aunque la tengo un poco abandonada. Han recomendado que mejor que no hagamos mucha vida fuera de casa, así que no vaya a ser que me vean y me digan algo», comparte. No tienen coche, ni tampoco existe una línea de autobús que puedan coger para ir al centro a comprar comida. La tienda del pueblo, que regentan dos hermanas, le suministra a domicilio. Y el pescadero, una vez a la semana. «Hay gente de la zona que tiene invernadero y gallinas y también nos echan una mano», agradece. Mientras se lleva a cabo esta entrevista por teléfono, un vecino le acerca hasta la puerta de casa –con guantes– una bolsa de acelgas y otras hortalizas. Maite y su marido, que viven cerca del matrimonio, les han comprado en la farmacia las medicinas que necesitan.

El Ayuntamiento se puso en contacto con los vecinos de más de 70 para saber si necesitaban de algún servicio. También personas mayores del pueblo han tejido una red solidaria desde que hace casi tres semanas se decretara el estado de alarma. «Familiares, amigos y vecinos nos llamamos por teléfono para ayudarnos, animarnos e incluso a veces solo para hablar un rato. Podría llamarse 'red de corazón'», explica Maite. El pasado fin de semana, los vecinos han querido agradecer a las dos propietarias de la tienda del pueblo, por medio de fotos y algún que otro bertso, el esfuerzo que están haciendo por la gente de la zona.

No hay 'hamaiketako' en el bar, «ni misa los domingos», apunta Luis Mari. «Yo no soy mucho de ir, pero mi mujer, siempre», añade. Tanto él como Mari Ángeles aprovechan el buen tiempo para salir a dar una vuelta por el terreno que tienen alrededor de casa. Son conscientes de que eso hoy en día es un privilegio. Echan de falta a los suyos, a sus dos hijos y a sus dos nietos, con quienes hablan a diario por videoconferencia. «Mari Ángeles dio un cursillo de nuevas tecnologías y ahora nos ha venido muy bien», afirma su marido. Y eso que la red wifi no llega bien a los caseríos. No conocen a nadie que haya sido contagiado por el virus. Pero miran de puertas hacia fuera y solo desean una cosa: «Que esto acabe pronto».

  1. Miren Ormaetxea 88 años, Vitoria

    «No pienso en morirme. Eso llegará cuando Dios quiera»

Miren es una de esas señoras como de anuncio de seguros de vida. Vital como ella sola, compagina el sintrom con el tai-chi. No al mismo tiempo, claro. Con 88 años, lo esperable es encontrar al otro lado del teléfono una vocecita frágil, entre suspiros y carraspeos. Nada que ver. Ella es de las que hablan por los codos, con una alegría de las contagiosas. Hablar un rato con Miren levanta el ánimo a cualquiera. También estos días. Claro que es muy consciente de pertenecer al colectivo más vulnerable frente a la pandemia. Pero también de que no todos los mayores afrontan con la misma actitud estos días raros. «Hoy mismo un amigo de toda la vida me ha dicho que le ingresan en la Clínica Álava por coronavirus. Veo que mucha gente está cogiéndolo pero, lo que tenga que ser será».

Echa el día leyendo, haciendo sopas de letras y recogiendo la casa. Aplaca la soledad entre libros y llamadas de amigos y familiares. Tampoco ha dejado de hacer sus ejercios. «Todos los días, por la mañana hago un rato de bicicleta», asegura la mujer, que se emociona cuando dan las ocho y sale a aplaudir como la que más en ese patio de los apartamentos tutelados donde vive. «Es muy emocionante».

También está siguiendo con atención todo ese torrente de información que nos ahoga todos los días. Ella, como muchísimos mayores, ve, escucha y lee pero no siempre entiende lo que expertos, esos 'opinólogos' de todo pelaje explican en esas videollamadas pixeladas que salen por la tele. Tanto algoritmo. Tanta curva. Tanto pico. Tanta cifra, le llega a apabullar. «Tengo una vecina que ha dejado de ver la tele por miedo, yo creo que se machaca demasiado, dale con los muertos todo el día. A nuestras edades hay cosas que no comprendemos. Yo en morirme no he pensado. Ya sé que tengo edad, pero será el día que Dios quiera». A poder ser, dentro de muchísimo tiempo, Miren.

  1. María Luisa 88 años, Sestao

    «Me caí y he pasado ya por cuatro residencias»

El pasado 4 de febrero, María Luisa se cayó por las escaleras del metro en Moyúa (Bilbao). «Un buen hombre se ofreció a ayudarme, pero sin querer le dio con el pie a mi bastón y acabé rodando hasta abajo», relata. Tiene 88 años. Entre otras heridas, se rompió la rótula y tuvo que ser operada en Cruces. «Pero como necesitaban las camas, me derivaron a una residencia sociosanitaria», comparte.

El coronavirus ya hacía estragos en Euskadi y los hospitales se preparaban para lo que estaba por llegar. Desde entonces, María Luisa ha pasado por diferentes residencias. «Me caí en el peor momento», asume. De Amorebieta, la pasaron a Bilbao. En la capital vizcaína estuvo en dos centros.El último, Birjinetxe, donde empezó con la rehabilitación. Empezó, pero no acabó. La Diputación –Birjinetxe es del IFAS–, vació esta instalación para destinarla en exclusiva a dependientes contagiados por el Covid-19. «A quienes estaban curados les mandaron a casa y a quienes no, nos enviaron a Aspaldiko, en Portugalete», explica María Luisa, que recuerda cómo algunos de los mayores lloraban cuando tenían que irse a sus casas, porque estaban solos. «Ojalá yo hubiese podido ir a la mía», afirma.

Vive en un piso en Sestao. Reconoce que está muy bien cuidada. Pero el hecho de cambiar tanto de residencia lleva aparejado someterse una y otra vez al protocolo sanitario: debe permanecer en su nuevo destino dos semanas aislada en una habitación, por si pudiera ser un caso positivo. «Así que estoy siempre encerrada», lamenta. Antes de salir de Birjinetxe le hicieron la prueba y dio negativo.

María Luisa no quiere poner la televisión ni la radio. «De un día para otro dan información contradictoria y ya no me creo nada. Al final, lo único que sabemos es que el virus sigue adelante», critica. Nunca ha tenido «ni un catarro ni una tos», y reconoce que no tiene miedo. No puede recibir visitas, pero habla con sus dos hijas por videoconferencia con el móvil. «Procuro tener siempre una sonrisa para que ellas, que también tienen lo suyo en sus casas, me vean que no estoy mal», comparte.

María Luisa está en silla de ruedas y admite que, por lo menos, tiene una ventana con la que distraerse. «No tengo los ojos clavados en la pared». Desde que se jubiló colabora con una asociación de voluntariado. Lleva 21 años acompañando a otras personas mayores y a jóvenes que necesitan ayuda. Está deseando seguir haciéndolo. «Del desayuno a la cena parece que son 36 horas... Pero es lo que nos toca. Esperar, agradecer lo que están haciendo tantas personas; y cuidarnos, cuidarnos mucho».

  1. José María Ruiz de Azua 83, Vitoria

    «No temo por mí, sí por los refugiados en los campos»

Han consagrado su vida a una vocación férrea, lo han dado todo por el prójimo, se han tirado décadas tratando de meter al rebaño en el redil y, al final, al llegar al arrabal de la senectud, afrontan el retiro con resignación. Es lo que tiene la fe, que no está claro que mueva montañas, pero sí les sirve para afrontar estos días tan aciagos. José María Ruiz de Azua, de 83 años, es uno de los 86 sacerdotes alaveses que pasan su jubilación en las dos residencias curales del territorio. Él vive en el centro San Antonio de Vitoria, donde comparte su día a día con 24 sacerdotes. La mayoría, mayores en su misma situación.

«Llevamos bien el confinamiento, nosotros tenemos dos momentos especiales del día, de oración y el resto del tiempo intentamos distraernos de la mejor manera posible, leyendo, estudiando y haciendo ejercicio. A mí me gusta caminar, pero como estos días no puede ser, hago algo de bicicleta estática: media hora por la mañana y media hora por la noche». El padre José María se mantiene en buena forma. ¿Y de salud, qué tal anda? «Cuando me preguntan, siempre digo que bien, sin entrar en detalles. Yo sé que los mayores somos más vulnerables ante este virus, pero yo, realmente, no tengo ningún miedo. Soy muy consciente del momento personal en el que estoy, de que esta es la última etapa de mi vida. Si me llega el virus y me mata... pues seré uno más entre tantas y tantas personas que están sufriendo», sostiene el sacerdote.

Están hechos de otra pasta, una muy distinta, que hace que ante una situación así, se preocupen más por el prójimo que por ellos mismos. «Yo sólo pienso en toda esa gente que ni siquiera tiene un hogar donde pasar estos días, en todos los que no tienen acceso al agua corriente para poderse lavar las manos, en todos esos refugiados que viven hacinados en campos». Al resto, a los que estamos bien, nos pide «ser conscientes de lo afortunados que somos». «Como decía Jesús, no temáis ante lo que pueda ocurrir, hombres de poca fe».

  1. Catalina América Salazar 72, Vitoria

    «La soledad es mucho peor que el coronavirus»

«Hace cinco años empecé a perder la visión y hace unos meses me quedé ciega del todo. Todo esto del virus me ha cogido aprendiendo a caminar por la calle, con el palito (el bastón). Pero ahora, me he quedado sola. Más de lo que estaba. Esto es duro, muy duro». Resulta imposible escuchar a Catalina, a Cati, y que el corazón no se te encoja en un gurruño. La señora, con discapacidad visual adquirida, vive sola en su pisito de Vitoria con sus dos gatos, Nene Sorgiñe. «Ellos son mi única compañía, saben cuándo estoy bien y cuándo estoy mal y ahora, ahora lo estoy pasando mal». Uf.

Esta pandemia se ha puesto en el primer lugar de todas nuestras prioridades. Pero hay gente para la que el coronavirus no es más que una piedra más, una especialmente gorda, en su tortuosa vida. «La soledad es mucho peor que esto, estar todo el día de la cama al sofá, no tener apenas nadie quien te llame, no tener nada que hacer salvo escuchar la radio y las voces de la televisión es muy duro. Apenas puedo dormir por las noches porque no dejas de darle vueltas a la cabeza». Uf.

A Cati le echan una mano tanto la ONCE como la Cruz Roja. Estos días la ayuda de sus voluntarios le es más necesaria que nunca. «Una chica me suele acompañar a dar un paseo, ahora me llaman por teléfono y me traen la comida a casa», cuenta Cati, que pide que todos hagamos una reflexión. «Si sirve para algo este virus, que sea para que aprendamos a preocuparnos por lo importante y no sólo por el dinero. ¿De qué sirve ser rico cuando viene algo así?».

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