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«Te voy a abrir mi corazón», avisa Luis. No quiere «hacer bandera de esto» ni revelar más de su identidad. Sí, en todo caso, evitar intromisiones en la intimidad de su pena y de la de los suyos y su madre. «No tengo miedo ... de que me juzguen porque ama lo tenía claro, fue una decisión de ella. Pero una cosa es que la familia esté tranquila y otra es que se cuente. Al círculo cercano que pregunta directamente se le dice, pero al círculo no cercano que pregunta, se le comenta que le llegó el momento y ya está. Ahora sólo pretendo ayudar a gente que hoy pueda considerar de manera seria, estando bien, el hacer el testamento vital».
Esta es la historia del final de la vida de su madre, una mujer octogenaria residente en Bizkaia con un Alzhéimer avanzado que, dispuesta a mirar a la muerte de frente, recibió ayuda en su casa por parte de dos médicas y dos enfermeras. «Normalmente acuden dos facultativos. Nos dijeron que habían venido acompañadas porque era la primera vez que lo hacían y ellas necesitaban fuerza moral».
«Ama era una gran persona. Yo como hijo qué voy a decir. Se crió en una familia humilde, cuando nací yo decidió no trabajar y dedicarse a cuidar a los hijos. Aita estaba de acuerdo. Nos criamos en un núcleo familiar junto con sus padres, nuestros abuelos. Todos han tenido siempre unos valores religiosos. Era muy alegre y abierta, disfrutaba de las amistades y se dejaba querer, inteligente y avanzada a su tiempo».
Luis explica que «la abuela vivió el mismo proceso de enfermedad degenerativa que ahora ha vivido ella». En la familia ha habido otros casos de Alzhéimer. «Ella verbalizó toda su vida y más desde la muerte de su madre que no quería pasar por eso». Lo tenía «tan claro» que, «cuando se fue haciendo mayor y fue diagnosticada, todavía en plenitud de facultades, hizo el testamento vital mucho antes de que esta ley surgiese».
«Ama iba cada seis meses a la consulta de neurología en el hospital. Pero este año la enfermedad empezó a intervenir más en ella», continúa. «En los mínimos instantes de lucidez que tenía se abrazaba a mí y me decía haz lo que tengas que hacer». «Y lo repetía», dice Luis con voz entrecortada. «Si ella no hubiese dejado el testamento vital hubiésemos tirado carros y carretas por ayudarle. Pero vimos claro en qué momento empezó a sufrir. Conozco a mi madre», dice Luis, como si ella siguiera aquí.
Acudió con ella a la neuróloga. «'Vamos a darle cuidados paliativos, medicamentos, a ver si con esto…', me dijo. Qué va, la situación empeoraba de manera dramática». Volvió a aumentarse la medicación. «Ama quedaba noqueada, anulada». A Luis le vino a la cabeza el testamento vital que hizo su madre. «Me puse en contacto con la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD). Si ha hecho un testamento vital, está sufriendo y la enfermedad no es reversible tiene derecho a que se le aplique la ley de la eutanasia a través de la sedación, me dicen».
A Luis se le abrió «un mundo en la cabeza muy complicado y contradictorio». Reunió a toda la familia. «Lo hablamos». Están de acuerdo todos salvo los nietos. «Les digo, me gustaría que valoréis por vosotros mismos la situación. No vale estar una hora con ella, vale estar un día o dos». Acceden, pasan un día entero pendiente de ella, «que a ella realmente le da igual», y «se dan cuenta». A pesar de todo, continúa Luis, «tenemos muchos picos de lo veo claro y no lo veo». Lo hablaron, lo razonaron, lo volvieron a hablar, lo volvieron a razonar una y otra vez. Hubo médicos e informes redactados y rebatidos en cada fase del proceso. «Estuvieron con ella, lo vieron claro, se volcaron con nosotros en todo momento».
Fue en casa, una mañana. Toda la familia estuvo la semana anterior acompañándola y dándole cariño. Paz, sosiego, afectos. La despedida. También estuvieron el día de su muerte. «Se tumbó en la cama. No sintió nada porque estaba sedada. Por fin estaba tranquilita».
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