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Aunque no está confirmado oficialmente, se da por hecho que el 13 de julio de 2017 los termómetros del municipio cordobés de Montoro se superaron a sí mismos y marcaron 47,3 grados centígrados. Desde que se tienen registros, nunca había hecho un calor ... semejante en España aunque, a decir verdad, tampoco estaba muy lejos del récord anterior, los 47,2 grados que se alcanzaron en Murcia el 4 de julio de 1994. Lo de Murcia sucedió hace ya algunos años, cuando aún no se hablaba del cambio climático y las olas de calor eran fenómenos que llegaban y se esfumaban como los noviazgos de verano. Ahora es distinto. Los meteorólogos advierten de que las temperaturas serán cada vez más elevadas y que los episodios de calor extremo dejarán de ser una excepción para volverse habituales.
La última ola ya está sobre nosotros y se espera que dure varios días. Según la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet), el momento álgido se alcanzará entre hoy y el sábado, con valores diurnos que oscilarán entre 40 y 42 grados. Las temperaturas nocturnas también serán altas, con noches tropicales por encima de los 20 grados, más que suficiente para que intentar dormir se convierta en una pesadilla. Y es posible que sea el principio. El verano acaba de arrancar.
Media Europa está en alerta por un calor que, visto desde medio mundo, tampoco es para tanto. Los días de más de 40 grados y las noches sofocantes son moneda común en lugares donde un despiste bajo el sol puede ser mortal. En muchas ciudades del planeta, como Ahvaz (Irán), Karachi (Pakistán), Ghadamis y Al Aziziya(Libia) o Kebili (Túnez) se han registrado en numerosas ocasiones máximas de 50 grados o más. Si sus habitantes vinieran a España para conocer de primera mano esta ola de calor que nos azota, es posible que por las noches se pusieran una rebequita para no acatarrarse.
Mª José López de Asiain, Arquitecta
Están acostumbrados a un calor que forma parte de sus vidas y las ha moldeado durante generaciones. Las altas temperaturas no son un fenómeno esporádico, sino una realidad tangible ante la que han ido tomando forma sus casas, su alimentación y su indumentaria. «En climas extremos, la única opción es adaptarse», afirma María José López de Asiain, arquitecta defensora de la arquitectura bioclimática. Si se cumplen las peores previsiones, nosotros también tendremos que hacerlo.
La vivienda es un ejemplo perfecto de adaptación al entorno y al clima. A falta de aire acondicionado, las casas tradicionales de las zonas calurosas se defienden de las temperaturas extremas con sus propias estrategias. «En los climas cálidos secos -explica López de Asiain - se utilizan sistemas constructivos que retardan el paso del calor. Se ventila bien por la noche y por el día las viviendas se vuelven herméticas para que se mantengan frescas». Para que las altas temperaturas no entren hasta la cocina, los habitantes de estas casas las edifican con paredes muy gruesas de piedra, tierra compactada, adobe o, simplemente, las construyen en cuevas. Este método no sirve en lugares donde la humedad se pega a la piel y eleva la sensación térmica. «Aquí lo que más funciona es la ventilación, que permite que el sudor se evapore», dice López de Asiain. Hay que dejar que el aire circule de un lugar a otro, lo que implica que no se pueden utilizar elementos resistentes al viento. Por eso el material más utilizado es la madera.
Arturo Quirantes, Físico
Ambas estrategias bioclimáticas se complementan con el peor enemigo del sol: la sombra. En las ciudades árabes, la deseada penumbra se consigue elevando la altura de los edificios. Las calles estrechas son un refugio que mitiga el calor abrasador y las viviendas se llenan de celosías que tamizan la luz y patios interiores con plantas y agua. Aquí se trata de traer humedad al ambiente, todo lo contrario que en las regiones tropicales, donde a la sombra se la convoca con vegetación que deja pasar el aire pero no los rayos del sol.
Según diversos estudios, la temperatura máxima que podemos resistir los seres humanos es de 55 grados centígrados, siempre y cuando la humedad sea normal. Si es baja, la resistencia aumenta, que es lo que sucede con las saunas, donde se puede llegar por unos instantes a noventa grados. Con un índice de humedad del 100%, solo podemos sobrevivir a unos 45 grados. Si el calor es superior, corremos el riesgo de que el vapor de agua se condense en los pulmones.
Salir al exterior con temperaturas extremas requiere, además de una gran dosis de voluntad, una adecuada protección contra el sol y el calor. Y para eso está la vestimenta, cuyos colores se vuelven luminosos en cuanto llega el verano. Nos ponemos ropa holgada, clara y de finos tejidos, y en cuanto podemos nos quitamos los insufribles pantalones largos que nos obligan a llevar al trabajo. La idea, la nuestra, es que cuanto menos llevemos encima, mejor soportaremos el calor. Pero esa idea no siempre es correcta.
Javier Aranceta,Médico
El color blanco protege del sol porque refleja sus rayos, pero no es la mejor solución para resistir el calor extremo. Lo saben los tuaregs, que se pasean por el desierto embozados de los pies a la cabeza en túnicas oscuras sin que den muestras de que vayan a caer derretidos. Su vestimenta, de tejidos ligeros y muy holgados, no solo protege a los hombres de las dunas de la luz del sol, sino que les mantiene a salvo del calor.
«Su ropa crea entre el tejido y la piel una capa de aire que es bastante aislante, como ocurre con los edredones de plumones», indica Arturo Quirantes, profesor de Física de la Universidad de Granada y autor del blog de divulgación 'El profe de Física'. Además, gracias a la holgura de la indumentaria, «el aire entra por abajo y circula por todo el cuerpo hasta salir por arriba, como en una chimenea». Es como llevar un aparato de aire acondicionado a cuestas.
En el microclima generado en el hueco entre ropa y piel, los colores oscuros absorben el calor que desprende el cuerpo. En esa fina capa de aire, el sudor adquiere forma gaseosa, mantiene la humedad relativa e impide al cuerpo generar más sudor. Es todo un ejemplo de ingeniería que también está presente en las tiendas de los tuaregs. Al absorber más la luz, sus toldos oscuros aportan menos radiación lumínica y dan más sombra al interior. Para que el calor no penetre, las mantienen abiertas durante el día, de forma que se crea una corriente de convección. Al entrar en contacto con el toldo, el aire que acaba de entrar se calienta aún más y asciende hasta abandonar la tienda por la parte superior. Abajo queda el aire fresco, que volverá a subir cuando aumente su temperatura.
En ese ambiente umbrío y con una temperatura mucho más agradable que en el exterior, los tuaregs agasajan a sus invitados con té caliente condimentado con hierbabuena y mucho azúcar. «Las hierbas aromáticas les dan una sensación de frescor y el azúcar les sirve para compensar el gasto energético provocado por el calor», ilustra Javier Aranceta, médico experto en nutrición y presidente del Comité Científico de la Sociedad Española de Nutrición Comunitaria.
Lo de la glucosa, presente hasta el empalago en bebidas y en pasteles rebosantes de miel, no parece mala idea, pero lo del té caliente para aliviar el calor ya es otra cosa. Y, sin embargo, funciona. «Con las bebidas heladas el cuerpo trata de contrarrestar el descenso de temperatura generando más calor; es como cuando tomamos una ducha fría, que al rato rompemos a sudar», afirma Javier Aranceta. Por el contrario, al ingerir líquidos calientes o tibios, el cuerpo no tiene que hacer ningún esfuerzo para asimilar al recién llegado. También se suda, pero menos; lo suficiente como para que las gotas que salpican nuestra piel nos refresquen al evaporarse.
En algunos países, la estrategia para regular la temperatura interna pasa por ingerir comida picante. La explicación es similar a la de las bebidas calientes. «Al mantener el mismo calor dentro que fuera, sudan menos y pierden menos agua», dice Aranceta, que insiste en que «lo que les vale a ellos no nos sirve a nosotros». Por el momento, no nos conviene comer guindillas, lanzarnos a beber líquidos calientes con exceso de azúcar o vestir chilaba en los días calurosos, pero, por si acaso, habrá que tomar nota.
El país más cálido Con temperaturas que llegan a alcanzar los 54 grados en algunos puntos de su territorio, Arabia Saudita está catalogado como el país más caluroso del mundo.
55 grados es la temperatura máxima que puede soportar un humano en condiciones de humedad normal. La resistencia al calor aumenta en los climas secos y disminuye en zonas muy húmedas, donde el vapor de agua puede condensarse en los pulmones.
Distinto aguante Los tuaregs aguantan temperaturas de más de 50° gracias a su físico, alimentación y vestimenta. Por el contrario, los norteamericanos caucásicos empiezan a mostrar signos de deshidratación a los 30 grados y en la India esto no sucede hasta que se alcanzan los 42.
47,3 El récord histórico de calor extremo en España lo detenta la localidad cordobesa de Montoro, donde el 13 de julio de 2017 se alcanzaron 47,3 grados. Hasta ese momento, la marca pertenecía a Murcia, con los 47,2 grados registrados en julio de 1994.
Bajo tierra Coober Pedy es una localidad minera australiana creada en 1915 en la que viven 1.700 personas. Las temperaturas en verano alcanzan los 48 grados, apenas llueve y hay tormentas de arena, por lo que los vecinos han construido bajo tierra toda una ciudad, en la que residen.
30% es el porcentaje de la población mundial que está expuesta a sufrir un calor potencialmente mortal durante 20 días al año o más. Se calcula que entre 2030 y 2050 el aumento de las temperaturas puede causar unas 250.000 muertes al año.
Olas mortales En 2003 se vivió una de las peores olas de calor en Europa desde que existen registros. Durante la primera quincena de agosto, las temperaturas se elevaron entre cinco y diez grados por encima de lo habitual para esa época. En Francia murieron 11.435 personas, aunque algunas fuentes elevan esa cifra hasta las 18.000. En España, la cifra oficial de fallecidos fue de 141, según el Ministerio de Sanidad, aunque el Centro Nacional de Epidemiología afirmó que fueron 6.500 los decesos por la ola de calor. En 2015, las altas temperaturas mataron en la India a más de 2.000 personas.
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