La generación Z
ADOLESCENCIA CONFINADA ·
Proyecto de vida en suspenso Aitor deambula por la casa sin ducharse, no se peina, le han crecido las patillas. A veces se viste con cualquier excusa para sentir que hay vida más allá del pijamaSecciones
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ADOLESCENCIA CONFINADA ·
Proyecto de vida en suspenso Aitor deambula por la casa sin ducharse, no se peina, le han crecido las patillas. A veces se viste con cualquier excusa para sentir que hay vida más allá del pijamaNo hay mucho que contar sobre cómo pasa un adolescente los días de confinamiento. Por la mañana ordenador, clases online, hacer trabajos escritos y todo eso (a no ser que seas un nini), y por las tardes el móvil: omnipresente, omnipotente, omnímodo. Y entre Instagram, ... WhatsApp y Facebook algo de tele y esa tabla de abdominales mítica del YouTube. La galbana de los findes es peor porque está plagada de recuerdos de aquellos planes top que quién sabe si en el futuro se volverán a realizar. Así que Aitor deambula por la casa sin ducharse, no se peina, le han crecido las patillas. A veces se viste con cualquier excusa para sentir que hay vida más allá del pijama. Entonces se ofrece a hacer algún recado o a bajar la basura, y se demora junto al contenedor aspirando el aire que la pandemia le roba cada día.
A aplaudir no sale. Aplaudió el primer día y el segundo, pero el tercero se sintió todo troll en medio de peña que hacía nuevas amistades vecinales y cantaba el Resistiré, y ya no salió más. Y eso que ama es sanitaria y si hay alguien que valore su trabajo, ese es él. Ama está en la UCI de Santiago, en primera línea. Trabajo imprescindible, que es mucho más que esencial. Cuando regresa después de un turno agotador, sea la hora que sea, se frota la piel bajo la ducha hasta levantarse ampollas como si la hubieran rociado con una lluvia radiactiva. Tiene miedo de meter al enemigo en casa, dice, se sabe todavía tan poco de este virus… Entonces Aitor siente amor y lástima por ella, pero también envidia por sus correrías callejeras amparadas en la legalidad.
Lo de aita es aún peor. Teletrabaja veinticuatro horas al día, o más, y pobre de quién haga ruido o entre a su 'despacho' cuando está de reunión. Y su despacho puede ser cualquier estancia de la casa, dependiendo del grado de ocupación.
¡Qué asco! Cada dos semanas prorrogan el confinamiento, vaya bajón. ¿Cuándo podrá ver a Alba sin pantalla de por medio? ¿Y a los colegas? ¿Volverán las clases presenciales? ¿Reanudará los entrenamientos de fútbol? Si ya antes el futuro era un thriller de suspense para los nacidos después del año 2000, a partir de esto se convierte en cine de terror mientras que el presente es una telenovela de sobremesa, inacabable, mediocre y aburrida. Ahora bien, en la enfermedad -y mucho menos en la muerte- no piensa, a menos que se acuerde de su abuela que tiene todos los años que existen y es persona de alto riesgo. En cambio se pregunta con frecuencia si las cosas regresarán a la normalidad que él conoce o si el mundo saltará por los aires antes de que eso se consiga. Porque Aitor tenía planes, claro, planes de vida: labrarse un porvenir, dar el último estirón o coger un Interrail y recorrer Europa como hizo Silvia, su hermana, al cumplir los 18.
La noche anterior al confinamiento Aitor se reunió con los amigos. No hablaron de otra cosa que no fuera el momento coronavirus. Comprendían que iban a vivir algo trascendente, aunque no sabían exactamente qué. En algún lugar de la calle que quizás tiempo después ya no recuerden dejaron escrito a rotulador el testimonio de sus incertidumbres:
14 de marzo de 2020
Mañana comienza el confinamiento. ¿Qué pasará?
Hoy Aitor va a cocinar una receta de Arguiñano que ha buscado en internet. Cuando la termine subirá la foto a Instagram para dar vidilla a sus followers y para sentir el chute de dopamina de los likes. Pollo, cebollas, pimientos, una pizca de sal… De todos los ingredientes necesarios, el más empleado es la paciencia -efecto del aburrimiento- que le permite vigilar la cocción durante tanto rato como sea necesario.
Holi!!!, salta literalmente el móvil, que está en vibración. Es un chat ineludible con Alba y eso hace que abandone la trinchera. Hasta que un intenso olor a quemado saca a aita del trabajo. De pronto Aitor oye su nombre transformado en un bramido que alarga interminablemente la o. No es para menos. El humo llena la cocina y se expande hasta el pasillo. Es posible que la cazuela no se recupere. La comida, para tirar. ¡Catada!, le dirán sus amigos cuando lo publique en redes, así que será mejor que ni lo mencione. Pero el enfado de aita desde luego está justificado.
- ¡Bla bla bla…! -le increpa.
-Perdón -dice Aitor de mala gana. Como si el primer agobiado por la pifia no fuera él.
-¡Bla bla bla…! -continúa su padre.
-Aita, no me rayes. No lo he hecho aposta ¿vale? No soy perfecto.
Bueno, pues sí, ya sabe que su situación no es de las peores. Tiene habitación individual equipada con las tecnologías específicas de un chico de clase media, una familia estructurada y la nevera petada, súper happy si se compara con otros. Pero ¿acaso tiene que ser el más pringado de la Tierra para que su desgracia sea justa y le haga sentirse ecuánime? Está harto de que le digan que no se queje, que es un privilegiado, que mire a su alrededor. Y está harto además de que quejarse le impida valorar su privilegio. Es como ser un agonías, un tío chungo y un fracasado, todo revuelto. Pero ¿qué puede hacer si pertenece a la generación que, históricamente, más está alargando la adolescencia? Aunque intuye que cuando el mundo despierte de esta pesadilla, él habrá dicho adiós a la primera etapa de su vida.
Un día Silvia le dijo:
-Algo positivo tendrá el confinamiento. Deberías intentar buscarlo.
Su hermana le saca cuatro años, una eternidad. Ha acabado los estudios, tiene novio, trabaja, no necesita hacer botellón ni caminar por el lado salvaje de la vida, así cualquiera resiste un confinamiento. Aitor la oye tirado sobre la cama en modo 'con mi espalda que no cuenten', y aunque su cabeza en esos momentos funciona tanto como la del Indiana Jones de Lego que tiene sobre la mesilla, le contesta:
-Como no sea la pasta que estoy ahorrando sin salir…
El tiempo es caprichoso, dicotómico, se escinde. Es un ramal de dos senderos que al final confluyen en el mismo punto. Uno de los senderos se alarga en el tedio de los días semejantes, pero el otro discurre por los cauces de los instantes perdidos, tiempo inútil que se esfuma entre los dedos como los relojes derretidos de Dalí. No es Aitor persona que se deje mangonear; quiere controlar su tiempo como ahora el tiempo le controla a él. Pero para ello tendrá que saber en qué lo gasta. Empieza dibujando una gráfica circular, de esas que llaman de 'tarta' pero que él llama de 'quesito', tal vez influenciado por el Trivial. ¿No son usadas en estadística para representar porcentajes y proporciones? ¿Y no ha oído mil veces a aita, que es economista, alabar la importancia de los porcentajes?
Pues adelante; Aitor necesita calcular sus porcentajes temporales, en qué consume la vida durante esta etapa de no vida. La idea es dibujar una gráfica diaria para, al cabo de la semana, realizar un estudio comparativo eficaz. Para que sea más vistosa, pinta los quesitos de colores: tiempo de estudio, color azul; tiempo conectado, color rojo; tiempo de televisión, color verde. Etcétera. Después la recorta y la clava en el corcho de la pared con una chincheta en el centro en plan molinillo de viento.
Cada día mete más colores en la gráfica. Aitor ya no sabe si representan actividades nuevas o aquellas en las que, por cotidianas, no había reparado. Aumentan los molinillos y los molinillos tienen más quesitos y los quesitos muestran todos los colores que están al alcance del material plástico de Aitor, tendrá que pedir refuerzos por Amazon. Llenan el corcho y han conquistado territorios aledaños: la pared, la ventana, el armario. Y para que sean de lo más pro, Aitor ha ideado un sistema giratorio colocando la esfera de papel sobre un eje central. Si logra hacer corriente de aire abriendo la puerta y la ventana del cuarto, el mecanismo funciona.
Es el tiempo de su vida confinado que gira sin avanzar en tanto que él se marchita de aburrimiento como el papel de los molinillos a la intemperie. Pero queda chulo, la verdad, su guarida de tonalidades neutras tuneada con estética de mandalas. Y mientras flipa desde la cama, escucha la voz de los quesitos: unos le hablan de derrotas, de rabia contenida, de tiempo mal empleado; aquel que pasa enfurecido, malencarado.
Estos quesitos son de colores lúgubres: negros, marrones o grises. Pero otros le hablan de una epifanía o un descubrimiento: la partida de parchís, al acabar el día, con toda la familia reunida en torno al tablero. O las conversaciones telefónicas con aquellos chavales que antes eran simples conocidos y poco a poco están pasando a ser amigos. O la revelación de su vena creativa, cuya existencia ignoraba. Y hasta dedica un tiempo a reflexionar sobre cuestiones que jamás se había planteado. Esos quesitos van pintados con colores preciosos que se inventa haciendo mezclas, y cuando las posibilidades se agotan, diseña estampados de figuras geométricas.
«Tiempo para entender, para jugar, para querer. Tiempo para aprender, para pensar, para saber». Aitor se ha puesto los auriculares para no molestar a aita, que vuelve a estar de reunión, y conectado al YouTube escucha a todo volumen una canción de Jarabe de Palo, que es un grupo un poco antiguo, pero mola.
En fin, no hay mucho más que contar sobre cómo pasa un adolescente -este adolescente- los días de confinamiento.
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