La VII Encuesta Sociolingüística recién publicada certifica que el euskara se encuentra lejos de la situación agónica que algunos pretenden trasladar para justificar medidas de excepción. Se ha ampliado el conocimiento de la lengua vasca, ha aumentado el número de personas que la utilizan en ... su entorno y ha crecido la transmisión familiar, incluso cuando sólo uno de los progenitores la domina. Todo ello resulta coherente con una producción cultural en esta lengua de una amplitud y magnitud desconocidas.
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Nunca antes en la historia de la lengua vasca ha habido tal cantidad de personas (680.629 solo en el territorio de Euskadi, según los datos de la encuesta) que la conocen y utilizan a voluntad. Personas que son consideradas vasco-hablantes formalmente, pese a que no todas pueden acreditar el máximo requerimiento que en ocasiones se les demanda, y que casi la mitad tendrá más facilidad para expresarse en castellano, consecuencia lógica de haber accedido a su conocimiento a través del sistema de enseñanza. Y también existe un número importante de vasco-oyentes, de personas a las que la lengua vasca no les es ajena, que la entienden suficientemente, lo que se debiera reconocer no sólo a efectos estadísticos. Son datos que indican situaciones nuevas, con avances en las ciudades y retrocesos en áreas tradicionalmente euskaldunes, producto especialmente de cambios demográficos, que se deben afrontar con análisis rigurosos y eficaces.
La encuesta indica asimismo que casi la mitad de la población vasca mayor de 16 años no conoce el euskara. Avanzar más en ese ámbito implica atender y responder a todas sus circunstancias e incorporarlas a la toma de decisiones. La política de bilingüismo que sólo es decidida por quienes ya son bilingües conlleva riesgos ciertos. Aunque el mayor riesgo sigue siendo el que advertía el lingüista Koldo Mitxelena en el Libro Blanco del Euskara hace 66 años, cuando pedía para la lengua vasca «un lugar suficiente, que asegure su continuidad y desarrollo sin aventuras maximalistas».
Hoy recogemos los frutos de la política de acuerdos que comenzó con la aprobación de la Ley de normalización y uso del euskera en 1982, una norma que estableció los modelos lingüísticos en la enseñanza y los perfiles lingüísticos en las administraciones, prestando especial atención a la adecuación al entorno. Pero corremos el peligro de embarcarnos en una aventura maximalista que cuestione los necesarios equilibrios y ponga en riesgo con ello el propio desarrollo del euskara. De hecho, en este viaje de indudables éxitos, se han cometido excesos igualmente constatables. Estamos ante la disyuntiva de enmendarlos, o abrazarlos rompiendo los acuerdos alcanzados. Los proyectos de cambios normativos (en educación y política lingüística) y las diferencias mostradas en gobiernos municipales (Barakaldo) o forales (Gipuzkoa) tras la corrección judicial a tales excesos, parecen presagiar la ruptura profunda de lo que se ha revelado como fructífero consenso.
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