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FERNANDO MIÑANA
Lunes, 22 de abril 2019
Fue un putt, ya en el green del 18, corto, fácil y sutil, pero provocó una descarga de energía que sacudió Augusta entera. Tiger Woods volvía a ganar un 'major'. La resurreción del Tigre relegado a triste gatito por las lesiones -cuatro operaciones de espalda ... y otras tantas de rodilla-, el desprecio de una sociedad puritana por sus pecados de alcoba y la huida de los patrocinadores que buscaron el rédito al calor del jugador que revolucionó el golf. Pero después de ese putt delicado, Woods volvió a rugir mientras el público, arracimado alrededor del green, gritaba enloquecido: «¡Tiger! ¡Tiger! ¡Tiger!».
Un incipientemente alopécico Tiger Woods metía los puños por las mangas de su quinta chaqueta verde a los 43 años, 16 meses después de caer hasta el puesto 1.200 del ranking mundial y conquistando un 'major', el número 15 de su carrera, once años después del último. No solo el público de Augusta se asombraba, el mundo también se emocionaba con uno de los renacimientos más sonados de la historia del deporte.
No es fácil resurgir en un terreno, el de la alta competición, donde la mente te sube o te tira del podio. Cuando has perdido la confianza, la fe, no es sencillo volver a ser un grande. Como bien sabe Santi Cazorla. El asturiano, integrante de esa generación que ganó dos veces la Eurocopa -se perdió el Mundial de Sudáfrica por una lesión en la espalda-, estuvo 668 días -un año, nueve meses y 17 días- sin jugar un partido oficial. Aunque, en realidad, pasó mucho más tiempo sin poder disfrutar de su profesión en plenitud.
Se lo recuerda a diario su piel parcheada. En el antebrazo, el nombre de India, su hija, se interrumpe bruscamente porque tuvieron que quitarle un trozo de tejido para hacerle un injerto en el tobillo. O sea, que su nombre empieza en el brazo y acaba en el pie. Para chufla de Enzo, su hermano, que presume de seguir intacto en el bíceps del fino futbolista.
Cazorla pasó once veces por el quirófano. Todo empezó en septiembre de 2013, cinco meses después del nacimiento de India, cuando sufrió un golpe en el pie durante un amistoso entre Chile y España. Se hizo una fisura en el tobillo derecho y, aunque parecía que no iba a mayores, ya nunca dejó de jugar con dolor. Muchos días, después de un buen calentamiento, jugaba con relativa comodidad el primer tiempo, pero al descanso, cuando se enfriaba la articulación en el vestuario, llegaba a llorar del dolor.
En octubre de 2016 dio una asistencia con la precisión de un 'aproach' de Tiger Woods y se retiró. Aquella goleada del Arsenal iba a ser su último recuerdo hasta que reapareció con el Villarreal dos veranos más tarde. Por el medio, un calvario. Diagnósticos desacertados y hasta un médico inglés que le sentenció: «Me dijo que si volvía a caminar por el jardín con mi hijo, ya podía darme por satisfecho». Dolor y sufrimiento.
Pero no se rindió. En la primavera de 2017, en Vitoria, entró al quirófano con el doctor Mikel Sánchez. El médico se echó las manos a la cabeza. Unas bacterias le estaban destrozando el pie, dañando el calcáneo y devorando hasta ocho centímetros del tendón de Aquiles. Con la intervención y el tratamiento antibiótico pudo remontar y, tras meses de rehabilitación, fue traspasado al Villarreal, al que ahora guía para eludir el descenso.
Michael Jordan | Baloncesto
Deslumbró al mundo con una camiseta de tirantes con el número 23. Michael Jordan se ganó el apelativo de 'Air' por esos vuelos majestuosos hacia el aro. Pero también era un ganador. Un superdotado capaz de ser el mejor defensor y el mejor atacante, el hombre que siempre encestaba los tiros decisivos. Cuando ya había ganado tres veces la NBA, pensó que también podía ser una estrella del béisbol. Larry Bird había dicho de él que creía haber visto a Dios disfrazado de jugador de baloncesto. Ya era una leyenda. Por eso, en octubre de 1993, él, la gran joya del baloncesto mundial, se fue en busca de la gloria en un campo con forma de diamante. Una extravagancia que frenó su racha.
El béisbol no resultó tan sencillo como Jordan pensaba. Así que un día fue a saludar a sus excompañeros de los Chicago Bulls. Otro día fue a hacer unos tiros a canasta. Luego, un entrenamiento a puerta cerrada. Un periodista avezado lo vio y tituló: «Jordan entrena, la ciudad de Chicago suda». El 10 de marzo de 1995, su representante, David Falk, anunció que dejaba el béisbol. Esa noche, durante un descanso en el partido de los Bulls, la camara enfocó a Scottie Pippen. El alero levantó la planta de la plantilla y comenzó a señalar el 'jumpman', la silueta de MJ que aparece en las zapatillas de Nike. Días después, Bill Clinton, entonces presidente de los Estados Unidos, bromeó con toda la intención: «Se han creado 6,1 millones de puestos de trabajo desde que soy presidente. Y si vuelve Michael Jordan, serán 6.100.001 nuevos puestos de trabajo».
El 18 de marzo de 1995, Jordan publicó una escueta nota de prensa que dio la vuelta al mundo: «I'm back».
Diez días después, Michael 'Air' Jordan demostraba que no había vuelto para pasearse y anotaba 55 puntos ante los New York Knicks en un templo del deporte como el Madison Square Garden.
El imponente Jordan tuvo tiempo de sobra para ganar tres nuevos anillos (para un total de seis). El último gracias a cuarenta segundos inolvidables en los que dio la vuelta al marcador con dos canastas y un robo de balón. Ya no había duda: pese al parón de dos años, se había convertido en el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos y en uno de los deportistas más grandes de la historia.
George Foreman | Boxeo
Se dijo que la derrota en 'Rumble in the Jungle', la mítica pelea contra Muhammad Ali en Kinshasha, le acarreó también una depresión a George Foreman. Así que cuando perdió en doce asaltos, tres años después, en 1977, ante Jimmy Young, decidió irse del ring para predicar la palabra de Dios como reverendo en Houston (Texas).
Pero 'Big George' era un enamorado del boxeo y aquello no se dejaba atrás tan fácilmente. El texano no podía olvidar el día que salió de una pelea en el Madison Square Garden y se encontró una multitud en la puerta. Preguntó qué hacían allí y el mismísimo Miles Davis le explicó que estaban esperándole a él. Foreman se marchó a casa llorando como un niño.
El campeón olímpico de los pesos pesados (México 68) sintió que era la llamada de Dios, que tenía que volver a atarse los guantes para financiar un centro de atención para jóvenes. Era su misión después de que, unas semanas antes, se negara a auspiciar la carrera de un joven que, días después, fue detenido por herir con un arma de fuego al dependiente de una licorería.
Muchos criticaron su regreso. Decían que estaba viejo y gordo. Se estrenó venciendo a Steve Zouski en cuatro asaltos. Después de tres años de victorias menores, le llegó la oportunidad de aspirar al cinturón de los pesados cruzando sus guantes con Evander Holyfield. 'El combate de las edades' se lo llevó el más joven. El título se le resistía al veterano, que volvió a fallar en 1993, otra vez a los puntos, ante Tommy Morrison.
Pero nunca perdió la fe y en 1994, después de que Michael Moorer derrotara a Holyfield, volvió a intentarlo en Las Vegas. El combate se le había torcido, pero en el décimo asalto mandó a la lona a Moorer de un derechazo y se proclamó campeón del mundo. Foreman tenía 45 años y se convertía en el púgil más mayor en ganar el título mundial de los pesos pesados y el que necesitó más tiempo, veinte años, para reconquistarlo.
'Big George' siguió hasta 1999. Antes firmó un exorbitante contrato con la empresa de parrillas eléctricas Saltcon Inc. que le terminó de arreglar la vida. La empresa hizo una buena apuesta y ya ha vendido más de cien millones de estas parrillas.
Michael Phelps | Natación
Eran las once y cuatro minutos de la noche del 13 de agosto de 2016. Michael Phelps, la gran leyenda olímpica, levanta los brazos para despedirse, lloroso y agradecido, del público del estadio acuático de los Juegos de Río. El nadador de Baltimore acaba la carrera más laureada de un deportista olímpico ganando su sexta medalla, la quinta de oro. Aunque, en verdad, el contador se había ido mucho más allá, donde nadie había llegado nunca: a los 28 metales, 23 de ellos de oro.
Phelps se ha convertido en el deportista modélico. El más laureado. El campeón insaciable. Pero no siempre fue como una escultura rocosa. Dos años antes, en una noche mucho más fría, un radar móvil había detectado en el túnel Fort McHenry, a la salida de Baltimore, que un Land Rover blanco iba casi al doble de la velocidad autorizada. Una centella a 135 km/h dejando atrás carteles que anunciaban el límite a 70. Un agente le ordenó parar, apagar el motor y salir del coche con el que había llegado a pasarse al carril contrario. Ordenó al ciudadano Michael Phelps soplar y el resultado no le sorprendió: daba positivo en el control de alcoholemia.
Un tuit al día siguiente piaba su arrepentimiento. De poco le valió. El nadador recibió una sanción ejemplar: seis meses sin competir «por dañar la imagen de la natación». El castigo incluía el Mundial donde esperaba ganarse la plaza para sus quintos Juegos Olímpicos, su culminación atlética.
A finales del año siguiente empezó a conocerse su debacle. Phelps, con problemas con el alcohol, tuvo que entrar en una clínica de rehabilitación. Allí, dijo más tarde, pasó los momentos más terroríficos de su existencia. «Estaba en un lugar oscuro: no quería vivir más», declaró. Su entrenador lo ratificó: «Pensé que se quitaría la vida».
Aquel suplicio pasó y con la ayuda de su mujer, Nichole Johnson, sin probar ni una gota de alcohol, reconstruyó su vida, se puso a punto y viajó a Río de Janeiro con una doble misión: aumentar su vasta colección de medallas y demostrarle al mundo quién era realmente Michael Phelps. «Soy esto que ven. En Río me han visto a mí». Ya retirado, meses después, explicó por qué se empeñó en reaparecer: «Quería terminar mi carrera a mi manera».
Greg Lemond | Ciclismo
reg Lemond ya se había convertido en el primer estadounidense en ganar el Tour de Francia. En 1987 viajó a California para recuperarse de una lesión y una semana antes de regresar a Europa decidió salir una mañana a cazar pavos silvestres con su tío y su cuñado. Este último, Patrick Blades, escuchó un ruido extraño a su espalda. Se giró rápidamente y disparó contra un arbusto. Detrás estaba Lemond, que recibió el impacto de 60 perdigones. La suerte, no obstante, le sonrió: muy cerca de allí estaba un providencial helicóptero de la Policía, que lo trasladó de urgencia, en solo quince minutos, al centro médico más cercano. Aquella casualidad le salvó la vida: Lemond perdió el 65% de su sangre y de no haber detenido la hemorragia se hubiera desangrado veinte minutos más tarde.
Cuatro meses después tuvo que volver al quirófano. El ciclista, también campéon mundial, tuvo que ser intervenido por unas obstrucciones intestinales, consecuencia del accidente de caza. Lemond le pidió al cirujano que le extirpara el apéndice. Temía perder el contrato con su equipo al enterarse de que había sido operado por segunda vez. Así conseguía una excusa demostrable.
Al año siguiente, se entrenó con tanto ahínco que acabó lesionándose. No reapareció hasta 1989, pero demostró que el accidente solo era un recuerdo que llevaba dentro de su cuerpo, donde seguían 35 perdigones.
Greg Lemond ganó su segundo Tour ese mismo año, en 1989, con una emocionante victoria en la contrarreloj final en la que superó al francés Laurent Fignon, que vio cómo se le escapaba el triunfo ante sus compatriotas por solo ocho segundos de diferencia.
El estadounidense repitió al año siguiente. Y lo volvió a intentar en 1991. Ese año, al verlo pedalear, Luis Ocaña auguró que con ese culo no podía ganar el Tour. Su ojo clínico no le falló y el trasero le pesó subiendo el Tourmalet, donde perdió sus opciones.
Ya en declive se propuso aguantar como fuera hasta 1996 para intentar ganar una medalla en los Juegos Olímpicos que iba a organizar su país en Atlanta. Pero dos años antes, con una infección en la sangre, se vio forzado a bajarse de la bicicleta para siempre. Entonces se centró en desenmascarar al tramposo Lance Armstrong.
Monica Seles | Tenis
Monica Seles revolucionó el tenis con sus feroces golpes a dos manos acompañados de un fuerte alarido. Con 19 años recién cumplidos ya había ganado ocho torneos del Grand Slam -el primero, Roland Garros, lo logró a los 16- y estaba llamada a marcar una época, pero su carrera se cortó abruptamente el 30 de abril de 1993. La serbia -en realidad nació en Yugoslavia- había estrenado ese año con su octavo grande al derrotar en la final del Open de Australia a Steffi Graf. Seles desbancó a la alemana en el número 1 del ranking de la WTA y un perturbado llamado Günter Parche no pudo soportarlo. Seles acudió a disputar un torneo en Hamburgo y mientras estaba sentada en un descanso durante el partido Parche, un tornero de 38 años sin trabajo, le clavó un cuchillo y le causó una herida de dos centímetros de profundidad. El agresor no llegó a ser encarcelado.
El suceso, uno de los más feos de la historia del deporte, causó un daño mucho más profundo que un corte de dos centímetros. Aquel incidente le generó una gran ansiedad y un miedo atroz a volver a sentarse en una cancha de tenis de espaldas a los espectadores. Estuvo 28 meses sin jugar un torneo por culpa de las secuelas psicológicas.
Pero finalmente Seles regresó y parecía que nada había pasado. Su reestreno en 1995 fue impecable con el triunfo en el Open de Montreal. A final de año se reencontró con Steffi Graf en la final del US Open, ante quien acabó cediendo en tres sets. Pero la verdad es que Seles nunca volvió a ser la misma. Solo pudo ganar otro torneo de Grand Slam y su físico se transformó radicalmente, engordando cerca de quince kilos.
La serbia, que acabó nacionalizándose estadounidense, no volvió a jugar nunca más en Alemania. «No me sentiría segura volviendo», afirmó. Aunque su desgracia no fue en balde. Las normas de seguridad en los torneos de tenis se hicieron mucho más estrictas a raíz de su apuñalamiento.
Esa jugadora llamada a batir todos los récords apenas pudo recomponer su carrera con otro grande, el de Australia en 1996, y 21 títulos menores, así como una medalla de bronce en los Juegos de Sídney. Jugó su último partido oficial en 2003, diez años después del ataque.
Muhammad Ali | Boxeo
Muhammad Ali fue mucho más que un boxeador. Mucho más que un deportista. Fue un referente cultural y un icono universal. Y un bocazas. Su irrupción en el boxeo fue casi sísmica. Nunca se había visto a un peso pesado moverse como Sugar Ray Robinson. Y tampoco había aparecido nunca uno tan fanfarrón.
Tenía querencia a salirse de los raíles de la vida. Por eso despreció Cassius Clay, su nombre de esclavo, como lo denominó, para llamarse, después de convertirse al islam, Muhammad Ali. Y por eso también se negó a alistarse al Ejército cuando fue reclutado en pleno apogeo de la Guerra del Vietnam. El campeón del mundo argumentó que no tenía nada en contra de los vietnamitas, que ninguno le había llamado 'negrata' como en su país.
Tampoco le intimidó la amenaza de acabar con sus huesos en una prisión. «Hemos estado en la cárcel durante 400 años; podría afrontar tener que ir cuatro o cinco más», esgrimió. El tenso juicio -cada vez que le llamaban Cassius Clay recordaba que su nombre era Muhammad Ali- tuvo como castigo alejarle del boxeo. Le quitaron la licencia y los títulos. A él, que a sus 25 años, en plenitud, había ganado los 29 combates que había disputado hasta entonces. No importaba: Ali sentía que había perdido el boxeo pero que había salido ganando su dignidad. Le había demostrado al planeta que no estaba dispuesto a arrodillarse a los pies del hombre blanco. Y esa victoria, así lo sentía, valía más que ninguna otra.
El retiro forzoso duró cuatro años. Regresó en 1970 sin los poderes de aquel chico que se negó a ir a Vietnam, pero su espíritu combativo compensó ese deterioro y le brindó las veladas más épicas. Ali recuperó la corona mundial, la perdió y la volvió a ganar.
Pero más allá de los títulos, del balance de victorias y derrotas, lo que hizo Ali fue engrandecer su leyenda hasta convertirle, quizá, en el deportista más importante del siglo XX. Le esperaban 'Rumble in the Jungle' y 'Thrilla in Manila', dos peleas memorables, apoteósicas, frente al gigantesco George Foreman y Joe Frazier, su archienemigo. El niño que se aficionó al boxeo después de que se lo aconsejara el policía al que fue a llorarle porque un grandullón le había quitado la bici, se había convertido en el más grande.
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