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JOSEBA VÁZQUEZ
Domingo, 17 de septiembre 2017, 01:30
«Me entra una congoja y una cosa aquí, en la garganta...». Le brillan los ojos a Luis Medel Medel, de 76 años, que con 18 tuvo que abandonar su pueblo, Mansilla de la Sierra. Sin desearlo. Forzosamente. Como la mayoría de los 600 vecinos de la próspera población riojana que el Domingo de Ramos de 1960 quedó totalmente sumergida bajo las aguas de un pantano que anegó hogares, farmacia, iglesia, huertas, pastos, vivencias, travesuras, correrías... El escenario primigenio e irreemplazable de múltiples existencias condenado a morir por los siglos bajo el peso frío de un grueso manto líquido.
No es la primera vez que Luis pisa las ruinas de Mansilla y toca las paredes de la que fue su casa. Otras sequías anteriores, o desembalses técnicos, le han llevado, como ahora, hasta las calles de su niñez y juventud. «Con el tiempo te vas haciendo y tiras ‘palante’», dice, pero la visita genera siempre sentimientos contrapuestos. Por un lado, satisface cada reencuentro con los recuerdos, «pero uno no deja de sentir una nostalgia que da escalofríos». Piensa de forma idéntica Manuel González Robledo, natural de Talavera la Vieja (Cáceres), que también ha tenido esta semana la oportunidad de volver a pasear por los restos de su pueblo. «Verlo así resulta bastante más que doloroso». A la localidad extremeña se la bebió el Tajo en 1963. «La vida sigue, pero este es un sentimiento permanente».
Luis y Manuel no están solos en esta pérdida. Ni mucho menos. Comparten drama y estigma con decenas de miles de damnificados, morales y materiales, por la construcción de esos embalses que, principalmente en los últimos sesenta años del siglo pasado, provocaron en España la desaparición de numerosos núcleos de población. Guiados por una atracción irresistible, muchos de estos desterrados regresan a sus orígenes cuando el nivel del agua merma lo suficiente. Se reencuentran allí con un paisaje casi fantasmagórico, pero la llamada de las raíces y la nostalgia vencen a la pena. Son gentes expulsadas de sus tierras, nativas de localidades enmudecidas. ¿Cuántas? Levantar una presa conlleva algunas decisiones políticas, como el decreto de expropiaciones e indemnizaciones, que se supone inventariadas, pero en el Ministerio de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente dicen no disponer de un censo fiable. Y de las confederaciones hidrográficas consultadas solo la del Ebro ha aportado un dato exacto: 55 poblados desaparecidos y 7.911 personas desplazadas en su dominio. «Esta es una cuestión incómoda para las compañías hidroeléctricas», comenta el escritor Julio Llamazares, que nació en Vegamián, una de las ocho localidades leonesas ahogadas por el pantano de Porma en 1969.
41,2% es el porcentaje de su capacidad al que se encuentran esta semana los 1.225 embalses españoles. La media de los últimos diez años en la misma fecha es del 55,3%.
Barrios de Luna El pantano leonés contiene solo el 6,5% de su volumen;el de Mansilla, el 13,2%.
55.973 hectómetros cúbicos es la capacidad total de los pantanos. La reserva hoy es de 23.081.
2006 Fue el último año en peor situación que la actual. En la misma semana, la reserva era entonces del 39,5%.
A falta de un dato oficial que pulsar en el teclado, la cifra de núcleos afectados total o parcialmente por la edificiación de presas se acercaría a las cuatro centenas, según coincide un amplio listado de foros y blogs. En una cifra similar a la de la cuenca del Ebro, en Castilla y León se estima que casi otro medio centenar de pueblos duermen bajo las aguas. Algunos afectados, como el mansillano José Luis Ballesteros, primo de Luis Medel, piensan que «cuando las ruinas están tapadas estamos más tranquilos. Ojos que no ven...». Muchos otros opinan lo contrario, pero todos están de acuerdo en lo fundamental, la lucha contra el olvido. «Si volvemos es por algo», apunta Visitación Vázquez, nacida en Talavera la Vieja, como Manuel González. A sus 72 años, esta mujer dicta una sentencia emotiva. «A todos nos tiran nuestros recuerdos. Pueden quitarte tu pueblo, pero no la memoria».
Julio Llamazares. Escritor
Es este un aspecto al que concede una importancia capital Julio Llamazares, que nació en realidad en Vegamián de forma accidental porque su padre, maestro, estaba destinado allí en aquel momento. «Solo viví en mi pueblo dos años, pero me siento muy vinculado a él y la sensación de pérdida la tengo igual». Su análisis del fenómeno es muy crítico, lo que le lleva a plantear una reivindicación concisa. «Los damnificados por los pantanos hasta han sido expulsados de la memoria y, en su caso, el olvido amenaza con convertirse en su patria –lamenta–. Merece un respeto grande la gente a la que le truncaron la vida, en algunos casos de verdad. Hay que recordar que en Riaño hubo dos personas que se suicidaron. La sociedad que se beneficia del sacrificio de esas personas tiene una deuda de reconocimiento con ellas y con su dolor». En ‘Distintas formas de mirar el agua’, una novela sobre el destierro y la añoranza publicada hace dos años, él rindió su particular homenaje a «quienes fueron expulsados de sus pueblos por los pantanos».
Difunde un discurso casi calcado el historiador malagueño Pedro Cantalejo, director de Patrimonio del Ayuntamiento de Ardales, próximo a Peñarrubia, pueblo andaluz de 1.751 vecinos engullido por el embalse de Guadalteba en 1973. «Esos pantanos producen mucha energía eléctrica que no beneficia a sus territorios ocupados, ni a sus habitantes. A estos se les perjudicó gravemente y solo recibieron unas indemnizaciones miserabilísimas, justiprecios lamentables, ante la indiferencia de aquellos ayuntamientos y alcaldes. El mayor beneficio es para las grandes compañías eléctricas», censura Cantalejo.
«Se sabe –afirma Llamazares– que el pantano de Riaño fue una concesión del Gobierno de Felipe González a Iberduero por el cierre de la central nuclear de Lemoniz» tras el secuestro y asesinato por ETA del ingeniero José María Ryan.
Ni Cantalejo ni el autor de ‘La lluvia amarilla’ niegan la necesidad de dotar de embalses a «un país deficitario en agua». Ahora bien, «hay que considerar los daños colaterales y qué pantanos se hacen, cómo y para qué», apunta el novelista. España cuenta en la actualidad con 1.225, de los que 515 se construyeron entre 1940 y 1975. Durante la dictadura fascista de Franco se pasó de una capacidad total de 3.930 hectómetros cúbicos a 40.264, según las ‘Memorias políticas’ de Federico Silva Muñoz, que fue ministro de Obras Públicas entre 1965 y 1970. Antes del golpe de Estado de 1936 existían 210 embalses. Medio millar han sido inaugurados desde 1975, de ellos 45 en el presente siglo. El volumen conjunto de ellos es hoy de 55.973 hectómetros cúbicos, dedicados básicamente a abastecimiento, riego y generación de energía eléctrica. En algunos se hace además un uso recreativo.
En el caso de Llamazares se da la curiosa coincidencia de que uno de los técnicos responsables de la construcción de la presa que le dejó sin pueblo fue el también literato Juan Benet, ingeniero de profesión. «Con su habitual arrogancia me dijo una vez que yo era escritor gracias a él, pero no le guardo rencor». Una anécdota. Para el leonés lo importante es otra cosa: el reconocimiento a quienes los sucesivos planes hidrológicos privaron de una parte esencial de sus vidas, «los grandes olvidados del último medio siglo español».
Mansilla de la Sierra (La Rioja)
Si Vegamián tiene a Julio Llamazares, Mansilla de la Sierra puede presumir de otro nombre célebre también vinculado a las letras, el de Ana María Matute. La escritora barcelonesa pasó los veranos de su niñez y primera juventud en la casa de sus abuelos en la localidad riojana, de donde era su madre. Su cariño por este pueblo era tal que le dedicó un libro autobiográfico, ‘El río’, así como su discurso de ingreso en la Real Academia. Tras su muerte en 2014, la familia de la Premio Cervantes de 2010 decidió esparcir parte de sus cenizas en los bosques de Mansilla. «El pantano me robó el paraíso», escribió la novelista.
El recorrido por las ruinas, hoy completamente a la vista, se retrasa un tanto este domingo de septiembre. El lobo ha hecho aparición de madrugada y ha dado muerte al menos a dos ovejas de un vecino del nuevo Mansilla, el núcleo erigido en 1959 a apenas medio kilómetro del viejo. Aquí –«el pueblo de arriba»– solo viven ya, y en temporada de verano, tres de los habitantes del Mansilla inundado en 1960. Uno es Luis Medel Medel; otro, José Luis Ballesteros Medel. Tienen 76 años y son «primos carnales». Ballesteros es el padre del actual alcalde, José Manuel. Les acompañan Asunción Arroyo, esposa del primero, y la del segundo, Purificación Pablo, más la hermana de esta, Soledad. Ninguna ha nacido en Mansilla.
«Unos querían marchar y otros no. Había dos bandos, pero el que se rebelaba tenía problemas», relata José Luis. En pleno régimen totalitario franquista las cosas funcionaban así. Los más rebeldes, de hecho, fueron sacados a punta de mosquetón por la Guardia Civil. «Había un ingeniero en la confederación que todo lo que pedía el pueblo lo hacía al revés», se queja también Luis. «No tuvo valor para volver más por aquí. Y Franco tampoco vino a inaugurar este pantano». ¿Y las indemnizaciones? Casi mejor no hablar. «A los dueños de la mejor casa les dieron 70.000 pesetas. Al resto, menos», explican. «Y por una casa en el pueblo nuevo cobraban 315.000 pesetas, cuando en el centro de Logroño no llegaban a las 100.000», tercia Purificación.
Basta de lamentos. Luis y José Luis recuerdan los bailes junto a la iglesia en verano, que se trasladaban en invierno al salón cubierto, El Cabildo. «A peseta la entrada para nosotros. Las mujeres no pagaban». Después de 57 años sometidos a la erosión del agua, entre el monocromo de arcilla seca destaca y provoca asombro el estado de conservación de muchos de los muros de casas y edificios. Dinteles y jambas de algunas puertas y ventanas parecen casi nuevos. Construcciones robustas, de pedernal y de roble cortado en luna menguante de enero, más resistente. Debía ser así. En Mansilla, a más de 900 metros de altitud, «muchos inviernos íbamos a la escuela con nieve hasta la rodilla». ¿Este pueblo era rico, no? «Sí», admite José Luis. Llegó a ser cabecera de la comarca de las Siete Villas, tenía tres plazas y nueve puentes sobre los ríos Gatón, Najerilla y Portilla.
Es domingo, es fiesta, lo que ha traído hasta aquí a bastantes curiosos. Algunos interrogan interesados a Luis y José Luis. Los observan como a ejemplares admirables. Lo son.
Talavera La Vieja (Cáceres)
El grupo ha elegido una mañana calurosa para la visita. Aunque en estas fechas, en Cáceres, es difícil encontrar días más frescos. Casi 30 grados. No importa. La ocasión de reencontrarse con las ruinas de Talavera la Vieja, la querida, la añorada Talaverilla, eleva la temperatura anímica pero hace mucho más llevadera la meteorológica. El pantano de Valdecañas, el séptimo más grande de España, con su presa terminada en 1963, se encuentra este martes al 36,6% de su capacidad. Suficiente para dejar al descubierto el pueblo, asentado en un extremo del embalse, en la elevada orilla izquierda del Tajo. Por ello, los ingenieros decidieron en su momento derribar las casas y la iglesia porque algunos tejados y torres hubieran quedado perennemente a la vista. Y haría feo...
Emoción a flor de piel. Incluso para Felipe Vázquez, de 72 años, que ha pateado ese mismo polvo y esas piedras silenciosas decenas de veces. Van con él su hijo Raúl, su nuera Guadalupe, sus nietas Rocío y Macarena –es importante que las nuevas generaciones conozcan la historia y la ignominia sufrida por sus mayores–, Manuel González, Visitación Vázquez y el matrimonio formado por Pilar Barroso y Flavio Arroyo. Los cuatro últimos y el propio Felipe nacieron en la desaparecida Talavera la Vieja y superan la setentena. Todos viven ahora a veinte minutos en coche, en Rosalejo, uno de los pueblos creados por el Instituto Nacional de Colonización para reubicar a los desplazados. No obstante, muchos emigraron a Madrid, Barcelona, Valencia o Euskadi. Por ahí se repartieron Felipe, Manuel, Visitación, Pilar y Flavio, aunque, antes o después, como tarde tras la jubilación, los cinco volvieron a Extremadura.
«Tengo al pueblo en mi mente continuamente», confiesa Pilar, que vivió con Flavio en Valencia dedicados a la venta de fruta y verduras. «Siempre es penoso verlo así, pero casi es más doloroso no verlo. Esto te remueve el cuerpo, pero mientras viva y pueda vendré». No coincide de pleno su marido, que piensa que «si no lo ves casi estás más a gusto». «La primera vez fue muy duro, lloré muchísimo. Sigo teniendo un recuerdo traumático», dice Flavio. A Visitación, que vendía leche y quesos en Talaverilla, le aflige «una sensación de angustia y de pena muy grande».
Felipe tenía 16 años cuando tuvo que abandonar el pueblo y recuerda indignado las indemnizaciones «de vergüenza» que recibieron los vecinos: 10.000 pesetas para los mayores de 18 años y 20.000 para los matrimonios. Por entonces, una vivienda modesta en los tradicionales destinos de emigración venía a costar en torno a las 120.000 pesetas. Los nativos consideran «una paradoja» la construcción del pantano cuando hacía cinco años que contaban con sistema de regadío. «Es como si a un niño que empieza a crecer le cortas las piernas o los brazos», compara Felipe. Talaverilla, con casi 2.000 habitantes, «era un pueblo grande y rico». Contaba con cinco bares, dos salones de baile, cine, dos médicos...
Y atesora también una valiosísima historia. Está documentada su existencia en el milenio anterior a Cristo, con asentamientos vetones, celtas y carpetanos, Y, sobre todo, su pasado como la Augustóbriga romana, a la que Vespasiano concedió la ciudadanía en el año 74. De ella datan los Mármoles, un pórtico de Curia del siglo II, considerado como el único que se conserva en todo el mundo romano. En el retablo de su iglesia lucían además tres cuadros del Greco que representaban la coronación de la Virgen, a San Pedro y San Andrés y que ahora alberga el Monasterio de Guadalupe.
Jánovas
Jánovas, en Huesca, a orillas del río Ara y a las puertas del valle de Ordesa, conserva una bonita historia de dignidad y resistencia. El matrimonio formado por Emilio Garcés y Francisca Castillo nunca cedió a las presiones y amenazas para abandonar su pueblo, que debía ser inundado según un proyecto de 1951 para la construcción de un pantano. Las autoridades y la empresa concesionaria llegaron a dinamitar casas del pueblo y a destrozar cultivos para expulsar a los vecinos, pero esta pareja se mantuvo firme hasta 1984 y como únicos habitantes del lugar durante veinte años. El embalse fue oficialmente desestimado en 2001 por su grave impacto ambiental. Herederos de los expropiados reclaman la reversión de propiedades y tratan de devolver la vida a Jánovas.
Peñarrubia (Málaga)
En su libro ‘La comarca del Guadalteba, naturaleza y seres humanos’, el historiador Pedro Cantalejo dedica un capítulo al pueblo malagueño de Peñarrubia. En él detalla que en el núcleo que yace sumergido bajo un pantano desde hace 43 años existen vestigios íberos, romanos y medievales, entre ellos una necrópolis visigoda del siglo V. Es un caso bastante parecido al de Talavera la Vieja, en importancia histórica y en volumen poblacional, 1.751 personas en este caso. Dio lo mismo. El ‘progreso’ arrasó con aquello y provocó «el desgaste social» de los desplazados forzosos.
Juan Mora, de 66 años, es uno de ellos. Tenía 21 primaveras y estaba soltero cuando el agua devoró casas, fincas y tierras, agricultura y ganadería. Era 1973 y el embalse de Guadalteba fue uno de los últimos construidos por el franquismo para combatir «la pertinaz sequía». Juan, como hombre mayor de 18 años, recibió 100.000 pesetas. «A las mujeres les daban menos, 60.000». Como la mayor parte de sus vecinos, nuestro protagonista marchó a Santa Rosalía, una barriada de Málaga capital, pero sintió tanto la despedida que durante casi diez meses se desplazaba todos los fines de semana a dormir junto a las aguas que cubrían su pueblo: en cualquier ruina pegada al embalse, sin luz, sin nada... «¡Lo echaba tanto de menos! No me adaptaba. Todo el mundo pierde a padre y madre, pero yo además he perdido mi pueblo, mis raíces, mis orígenes», razona.
Con el fin de paliar el daño, los peñarrubianos se reúnen cada cinco años, desde hace casi tres décadas, en una romería. Y están de suerte porque la próxima está al caer, el primer fin de semana de octubre. Pasearán a su patrona, la Virgen del Rosario, y esta vez podrán entrar hasta el pueblo. «Vienen de Cataluña, de Vitoria... Cada vez menos porque la gente se va haciendo mayor, pero nos juntamos muchos». Una forma de mantener el contacto y el pulso.
Cenera y Villanueva (Palencia)
La presa del embalse de Aguilar de Campoo, en Palencia, finalizada en 1963 para retener el cauce del río Pisuerga, acabó por comerse cuatro pequeñas localidades de la provincia, Villanueva del Río, Cenera de Zalima, Quintanilla de la Berzosa y Frontada. Entre todas sumaban algo más de medio millar de habitantes que iniciaron, mayoritariamente, una nueva vida en Aguilar, la población más grande de la comarca. A Rafa Paradelo le sucede lo mismo que a Julio Llamazares: también vino al mundo en el lugar donde estaba destinado su padre, un gallego maestro de profesión. En su caso, fue en Cenera de Zalima, la población más grande de las cuatro damnificadas y, como las demás, dedicada básicamente a la agricultura.
Aprovechando que las reservas del pantano se encuentran bajo mínimos, a un paupérrimo 10,5% de su capacidad, Rafa se da un garbeo por la zona acompañado de su paisano Utiquiano Rojo, Tiqui, y Luis Iglesias, de Villanueva. Es este pueblo el que está más visitable estos días, prácticamente libre al completo de agua y charcos. Pero Rafa, el mayor del trío, quiere ver su sitio a pesar de que de Cenera solo emergen estos días algunos pocos muros. «Ahí está mi infancia, un montón de vivencias acumuladas que nunca se pueden olvidar». Tiene 73 años y tuvo que abandonar el hogar con dieciséis. A estas alturas, hace ya tiempo que acató la imposibilidad del regreso completo a un lugar que no existe. «Lo asumes prácticamente desde el principio. Sería un sueño, no es real, y a lo que tienes que dedicarte es a reubicar tu vida».
Y así lo hizo. Se empleó en la empresa Ruvil, una de las cinco fábricas de galletas existentes en Aguilar de Campoo en los años sesenta. No era tan conocida como Fontaneda y Gullón, pero valía igualmente para comenzar de nuevo. Entonces, nueve de cada diez galletas consumidas en España procedían de Aguilar.
Los efectos en el patrimonio histórico
Antes de terminarse la presa de Valdecañas, se desmontó piedra a piedra el valioso pórtico romano de Curia –los Mármoles en boca de los vecinos– para ser trasladado y vuelto a montar a salvo de las aguas. Este tesoro monumental, que se ubicaba en el centro del pueblo, junto a la iglesia, luce ahora al lado mismo de la carretera que conduce a Guadalupe, junto a los fragmentos de tres columnas corintias del templo de Cilla del mismo pueblo. Esos monumentos del siglo II sobrevieron al pantano; no así otros vestigios perdidos para siempre en Talaverilla. Igual sucede con antiquísimos restos de Peñarrubia, solo valorables cuando la cota del embalse desciende a niveles muy bajos. Son muestras de que el drama humano vivido en múltiples núcleos se vio acompañado en ocasiones por una desdicha cultural.
En Cenera de Zalima se amnistió a la portada románica de la iglesia de Santa Eugenia (finales del siglo XII y principios del XIII) –instalada ahora en el castillo de Monzón de Campos–, pero quedaron anegadas sus dos naves con capiteles de la misma época de transición del románico al gótic0. En Villanueva del Río también libró su interesante iglesia de finales del XII –desmontada y llevada a Palencia–, aunque se condenó al ahogo a un magnífico puente del XIII. César del Valle, historiador de la Fundación Santa María la Real del Patrimonio Histórico, no se atreve a asegurar que pudiera ser recuperado en tiempos de sequía como el actual, aunque lógicamente le gustaría. Después de 44 años sumergido, «algunas partes están deterioradas».
Sería, ante todo, una cuestión de sensibilidad, voluntad y financiación. Como las que hubo el año 2001 en Mansilla de la Sierra para sacar del fondo del embalse el puente de Suso, una obra del siglo XIV, de estilizado arco apuntado y reconstruido en una de las entradas a la población. En ello se esmeró, entre otros, el aparejador madrileño José María Menéndez.
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