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pablo aranda
Jueves, 18 de abril 2019, 00:23
Se nos ha muerto Manuel Alcántara, profeta en su tierra. La última vez que me llamó fue para no quedar. «Tenemos que comer juntos, pero es que no puedo, estoy en las penúltimas». La voz era la suya, aunque menos suya que de costumbre, pero su ingenio permanecía intacto. «Soy un paquete, ahora me tienen que sacar, ya no puedo salir solo. El problema es que estoy durando mucho y eso no puede ser».
Ignacio Aldecoa murió en 1969 a los 44 años, pero tuvo tiempo de escribir cuatro estupendas novelas y varios libros de cuentos. De lo mejor de la literatura española de postguerra, que no es poca cosa. Su mejor cuento, 'Young Sánchez', fue llevado al cine por Mario Camus, con guión del propio Ignacio Aldecoa. Manuel Alcántara no contará más anécdotas de la amistad que le unió a Ignacio Aldecoa, las horas que pasaban ambos ante la máquina de escribir, esa querencia por las conversaciones regadas de alcohol, pero siempre que volvamos a Aldecoa nos toparemos con la dedicatoria de 'Young Sánchez': «A Manuel Alcántara». Es un cuento sobre boxeo pero el tratamiento es novedoso, pues no hay ningún combate. Manuel Alcántara vivía frente al mar y nació en calle Aguas, en el barrio malagueño de la Victoria. A menudo ha contado, apoyado en su tremenda memoria y su saber contar, culto y ameno, medidos los tiempos, la chispa salpicando entre frases como versos, la mano cerca del dry martini, que frente a su casa, en Lagunillas, se entrenaban unos boxeadores y de niño su madre lo mandaba allí donde colgaban sacos de arena, para que no anduviese trasteando en la casa. «Yo siempre digo que de boxeo y del croché de izquierda entiendo más que de Góngora y Villamediana», contaba.
Se ha dejado la vida en los periódicos, como decía Alcántara que le decía alguien, y se ha dejado la vida en la vida. Mirando y contándonos lo que veía. Asalto tras asalto, ha ido acumulando puntos. Ahora su cuerpo yace sobre la lona: la última página del periódico nunca ha sido más extraña, como el fin de verano, nunca tan sin vuelta de hoja. La última página es hoy un páramo. Los lectores hemos sido noqueados. Será raro empezar el periódico y no encontrarnos el fogonazo lúcido que tantas veces nos ha hecho sonreír. No volveremos a comenzar a leer desde la última página. Decía que alguien le dijo que se había dejado la vida en los periódicos, «en alguna parte hay que dejársela», le respondió.
Más de veinte mil artículos son muchos asaltos. El hígado –el órgano más vulnerable para los boxeadores– le «salió bueno», presumía Alcántara, pero el corazón se ha cansado de latir, tantos años. Cuando cumplió 80, en enero de 2008, en una entrevista le confesaba al periodista José Vicente Astorga: «Yo no deseo una larga vida, no parece deseable quedarme aquí mucho tiempo». «Tenemos fecha de caducidad, como los yogures, y yo me la busco cuando me ducho pero no me la encuentro: la debo tener por la espalda». Ahora conocemos la fecha. Mi padre murió a la vuelta de un viaje. En Madrid el tren no salía de la estación, hubo un problema. Mi madre me llamó y me contó quién había en el mismo vagón. Qué tren más triste. Salieron todos los pasajeros y sólo quedaron Manuel Alcántara y mi padre, que también se llama Manuel. La muerte es parte de la vida. Hoy hay un tren que no vemos, viajando muy lejos, subiendo un desnivel interminable.
En la redacción queda un fax absurdo y vacío que no recibirá nada. Un animal de otra época. El último de una especie que estaba a punto de extinguirse y que ahora lo ha hecho. Cada tarde, tras mecanografiar su columna, como en la época de Madrid y de Aldecoa, a máquina, enviaba un fax con su columna. El mar continúa, la vida, las palabras, incluso las risas, pero Manuel Alcántara, el maestro, como lo llaman los suyos, no nos descifrará la extrañeza del mundo a golpe de verso y de sonrisa.
Un año antes de la publicación del cuento 'Young Sánchez', Manuel Alcántara había recibido el accésit del Premio Nacional de Literatura por un libro de poemas llamado 'Calle Mayor'. Ocho años después de la publicación del cuento sobre el boxeador, Manuel Alcántara comenzó a escribir en 'Marca', casi siempre de boxeo. Sus crónicas pugilísticas no son las de alguien que entiende de boxeo, que también, sino de alguien que sabe sintetizar lo sórdido, y también la grandeza, en imágenes grandiosas, adjetivos como los croché de izquierda de los que reconoce entender más que de Góngora, aunque Góngora, y sobre todo Quevedo, hayan estado siempre presentes en sus columnas. Cuatro años antes de empezar en Marca, ahora sí, ganó el Premio Nacional de Literatura, en 1963, con su libro de poemas 'Ciudad de entonces'.
Manuel Alcántara ha tenido el privilegio de poder dedicarse a algo que le gusta, hacerlo bien y ganarse la vida con ello. Aunque es cierto que dijo, cuando ya llevaba más de dos décadas escribiendo su comentario todos los días: «Ahora siento cariño por esa cadena esclava de la columna diaria». Además, dijo, «yo no sé hacer otra cosa». Él ha sido el regulador de su convenio y de su horario. Nunca ha tenido jefes «y eso me ha dado la vida. Eso y levantarme tarde. He estado muy pocas mañanas andando por el mundo». El hígado, el corazón, le salieron buenos, pero él ha colaborado con sus órganos asomándose al mar, pero por la tarde.
Se fue joven a Madrid, porque allí destinaron a su padre, pero –usando la terminología náutica– en cuanto pudo la derrota le llevó al Rincón de la Victoria. Madrid es el centro geográfico y la ciudad donde comenzó su singladura. Allí conoció a José Luis Garci y allí obtuvo sus primeros reconocimientos. En Rincón de la Victoria está su patria chica y el mar al que asomarse cada tarde, la línea perfecta del horizonte recortando el cielo azul. «Soy muy sensible a los días nublados», le dijo también a José Vicente Astorga.
«Un ademán de selva se desbordaba en el júbilo loco de nuestro campeón. Está cobrándose en siete minutos la sangre, los sudores, los golpes, la fatiga y el hambre de siete años», escribió en su primera crónica, sobre Legrá, que peleaba por el título de campeón de Europa, el cual consiguió. Se harían amigos. Legrá le regaló a Alcántara el batín azul con el que subió al ring cuando logró el cinturón de campeón del mundo, batín que Alcántara siempre ha guardado, un trofeo.
Un trofeo diario ha constituido para los lectores la columna de Manuel Alcántara en la última página de EL CORREO, esa mirada indirecta, ese ver el mundo a través de la mirada de Manuel Alcántara, modulada por su ironía y el imperceptible tirón con el que nos lleva a su terreno y nos mece de un tema a otro, cargado de citas y de memoria, de habilidad y de inteligencia, de humor y de arte.
Su artículo en 'Arriba' se llamó durante los primeros años 'Corazón del mundo'. El corazón también le salió bueno, pero no hay corazón eterno. Era el decano del articulismo en España y, aunque varias veces dijera que tenía «una pésima salud de hierro», ha sabido marcar el paso del tiempo, acompasarlo al ritmo idóneo, a base de metáforas y martinis.
El periódico, el mar, el mundo, siguen. Nosotros. Esta vez se ha cumplido el orden y se ha ido el decano, el que ha escrito artículos diarios en este diario durante más de treinta años. Pero sigue el periódico, el mar, el mundo. Nosotros. Se apagan las luces de la nave donde se ha celebrado el último combate. Abandonamos el sitio en silencio. Quedan las sillas desordenadas y toallas sucias. Manuel Alcántara en la lona y todos sentimos la derrota como nuestra. Pero más de veinticinco años, cada día, con las imágenes poéticas y la ironía, impiden hablar de derrota. Suena la campana. No escribirá Alcántara una sola línea más, sin embargo ha tenido tiempo para hablar y hemos sido todo oídos, aunque él anduviera últimamente con la mosca detrás de la oreja. Podría decir, parafraseando a Pablo Neruda, del que contaba anécdotas de primera mano, «confieso que he vivido», o jugar un poco: confieso que he bebido. El hígado le salió bueno, no se cansaba de repetir. Pero la cabeza qué. Una mente privilegiada. Un filtro inmejorable para traducir lo visto, para convertirlo en la ventana por la que cada mañana nos asomamos.
«Morirse a los 90 impide ser un malogrado», escribió en su columna del 28 de noviembre de 2016. Se refería a Fidel Castro. Él, Manuel Alcántara, no lo habría sido en absoluto aunque hubiese muerto treinta años antes. Ha conseguido el reconocimiento unánime de la crítica –ahí están los premios: todos los del periodismo y el Nacional de Literatura– y el de las personas que leen su columna diariamente. En Bilbao, sin ir más cerca, piensan que es bilbaíno, le gustaba contar a Alcántara: «Me saludan por la calle». Ignacio Aldecoa tampoco fue un malogrado pese a haber muerto a los 44 años. Manuel Alcántara le ha doblado la edad. Ahora vuelven a compartir tertulias. Brindarán con ambrosía, la bebida de los dioses.
La palabra 'alcántara' tiene origen árabe y significa 'puente'. Las columnas de Manuel Alcántara han sido un puente que hemos recorrido cada día antes de adentrarnos en la vida, la cual se presenta hoy llena de charcos, desapacible, como los días nublados para Manuel Alcántara.
Ha muerto el Maestro y nos deja el regalo de habernos regalado una columna diaria. Ha modulado nuestra vista y nos ha forjado una sonrisa desde por la mañana. Le debemos mucho a Manuel Alcántara. Ahora ha muerto y me piden unas palabras. Las últimas que le escuché fueron por teléfono. Me llamó y me propuso comer juntos. «Yo ya apenas salgo, pero habrá que salir a comer», me dijo. «Hoy tengo frío, pero dime qué día de la semana que viene podrías», añadió. El frío. Las nubes. La orilla de Rincón de la Victoria como la triste última página de EL CORREO sin Alcántara. Un páramo. Pero tantos regalos.
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