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«Son las lesiones más graves que he visto jamás». La frase no salía de la boca de un profano. La pronunciaba hace siete años el doctor zaragozano José Ramón Morandeira, el mayor experto en España -y uno de los más afamados del mundo- ... en congelaciones, con más de 30 años de experiencia y cientos de casos tratados. Y se refería al alpinista baracaldés Roberto Rodrigo, que ha sido rescatado este lunes con vida en tras sufrir un accidente de helicóptero con 5 muertos en Tayikistán. El suceso del que hablaba el médico tuvo lugar en mayo de 2011, cuando él y su pareja, la burgalesa Isabel García, vivieron un dramático descenso de la cumbre del Lhotse (8.516 m.) en mayo de 2011.
Las secuelas no dejaban lugar a las dudas. Rober perdió dieciocho dedos, mientras que a Isa «solo» le cortaron tres: los dos meñiques y el anular izquierdo de las manos. Él, además, perdió el lóbulo de la oreja izquierda.
«Es mi segunda expedición este año. En la primera estuve un mes en la calle y en esta voy a estar dos dentro de esta habitación», comentaba el montañero sin perder el humor pese a estar en el hospital.
Tampoco perdió su pasión por las montañas. La llegada de los periodistas le sorprendía entonces ojeando una revista especializada. Aunque después de las vicisitudes vividas durante el descenso del Lhotse estaba convencido. «Quiero volver a la montaña, aunque, viendo lo que hay, tengo muy claro que si lo hago será con amigos, con buenos amigos. Me ha defraudado mucho el campo base del Everest y mucha gente que hay allí. Gente que considerabas alpinistas pero que... bueno, sin más. Iré con amigos y a las montañas que yo quiera. ¿Que igual no puede ser a 'ochomiles'? Hay 'seismiles', 'cuatromiles'... A lo que se pueda. Aunque, de momento, me voy a arreglar esto (y se mira las manos), que bastante trabajo tengo».
Sus palabras mostraban una velada crítica a algunas actitudes durante el rescate, por acción o por omisión. Tanto que, en varios momentos del relato, las lágrimas afloraban a sus ojos y la voz se le quebraba a este baracaldés, que por aquel entonces contaba con treinta años de experiencia en la montaña y media docena de expediciones a 'ochomiles'. Expresiones como «un poco salvaje», «no se lo deseo a nadie» y «a mí me maltrataron» para referirse a su rescate reflejaban un drama vivido que, lejos de terminar cuando llegó la ayuda al campo 4, se prolongó hasta Katmandú. Hasta el punto de estar convencido de que las condiciones en las que realizó esa bajada no hicieron más que agravar sus congelaciones.
Pero como suele suceder en las altas montañas, los desenlaces dramáticos son la culminación de toda un serie de circunstancias que, en el caso de Isa y Rober, comenzaron antes incluso de partir hacia la cumbre, cuando el día anterior al ataque a cima, previsto originalmente para el 20 de mayo, tuvieron que acoger en la tienda que compartían con su compañero de cordada, el mexicano Jorge Salazar, a Miguel Ángel Pérez, que fue expulsado de la de su compañero de campo base, el checo Radek Jaros. La noche que pasaron fue toledana, con cuatro alpinistas en una tienda para dos. «Así que no dormimos nada» y cuando llegó la hora de salir hacia la cumbre «vimos que era imposible. No habíamos descansado nada e intentarlo era una locura».
No les quedó más remedio que esperar otro día a 7.700 metros, en el que el leonés ya pudo montar su tienda, que compartió con Jorge. Y es que, como apunta Isa, «para que luego digan que no hay solidaridad en la montaña. No la hay en quien no quiere, pero quien no la tiene en la montaña, no la tiene en ningún sitio. No hubo ningún problema. En ese momento había que hacer las cosas así y así se hicieron».
Por fin, la madrugada del día 21 partieron hacia la cumbre en un masivo ataque en el que participaron una veintena de alpinistas, entre ellos Juanito Oiarzabal y Carlos Pauner. «Fuimos de los últimos en salir, sobre la dos y media, y subimos sin problemas, lentos pero bien, a nuestro ritmo. Ya en el corredor nos cruzamos con Carlos Soría, que bajaba de la cima y nos dijo que igual era tarde, y sí que lo pensamos, pero como ya casi veíamos la cumbre y el día era estupendo decidimos continuar», recuerda Isa. «¿Además, qué hora es tarde en un 'ochomil'?», se pregunta Rober. «Todos los que hemos estado allí sabemos que depende de muchos factores. En el Makalu nos dimos la vuelta a las ocho de la mañana a cincuenta metros de la cumbre, pero aquí lo vimos de otra manera».
Sobre las cuatro de la tarde, Isa pisa la cumbre, justo cuando Lolo González empieza a bajar. Rober llega media hora más tarde. Son los últimos. Tras las fotos de rigor, inician el descenso. Todo va bien, hasta que a 8.300 metros, Rober se da cuenta de que está perdiendo la vista «muy rápidamente» al sufrir ceguera de las nieves, «aunque yo no me quité las gafas de sol en ningún momento», apostillaba el vizcaíno. «Y ahí es donde todo se ralentizó. Isa empezó a ir por delante, me ponía y quitaba el seguro, me decía dónde poner las manos... Todo. Y así fuimos bajando lentamente, porque además se hizo de noche».
En un momento del descenso, a Rober se le bloqueó la cuerda y no pudo desatarla. Isa tuvo que subir cincuenta metros para ayudarle «y le costó mucho. Fue un momento duro». También llegaron a ver frontales debajo de ellos «y pensamos que venían a ayudarnos, inocentes de nosotros», apostillaba Isa. «Les gritamos, pero eran los alpinistas más rezagados que bajaban al C-4».
Ante la lentitud del descenso, también se plantearon que Isa bajase a pedir ayuda. «Menos mal que no lo hicimos. Él me dijo 'por favor Isa, no te vayas. De aquí tenemos que salir los dos solos'. Y menos mal que le hice caso, porque no hubiera subido nadie. Y lo que es peor, seguramente yo tampoco habría podido». Y es que Rober lo veía muy claro: «Si no es por Isa, yo ahora mismo no estaría allí. Porque mira Lolo. Estaba a cuarenta metros de las tiendas pero nadie subió a buscarlo».
Mientras tanto, los pies y manos de Rober se iban congelando poco a poco, «aunque yo no lo noté. Bueno, las manos sí, porque tras perder la vista me caía continuamente y cada vez que lo hacía me apoyaba con ellas. ¿Pero los pies? no sentí frío en ningún momento».
Aunque el baracaldés también tiene muy claro que parte de sus congelaciones son fruto de la bajada desde el campo 4. «Allí a mí me maltrataron. Bajé con un sherpa que, como no sé casi inglés, no nos entendíamos y además bajaba con una venda en los ojos, cada vez que me caía me levantaba a hostias. Le decía: 'tío, que llevo 27 horas andando, no he descansado, no he comido ni bebido y no puedo bajar a tu ritmo'. Pero ni caso. Hasta me oriné encima porque no me dejó ni parar. No se puede bajar a una persona así, a golpes, humillándola e insultándola. Yo puedo entender las urgencias de un rescate, pero eso fue excesivo. Incluso me caí en una grieta porque en vez de avisarme y darme tiempo para saltarla me dio un empujón y casi me rompe una pierna al tirar de mí para sacarme. Luego, a partir del campo 3, me cogió otro sherpa y genial. Pero ese...» (la voz de Rober se quiebró y sus ojos se llenaron de lágrimas, aunque logró contenerse para continuar con el relato). «Por la noche, en el campo 2, flipaba oyendo a Lolo contar que había bajado en la camilla grabando con el vídeo, mientras que a mí me bajaron a hostias y a insultos. El problema es que al final yo bajé rapelando y muchos de los dedos que tengo congelados es de eso», denunció tras el incidente.
Pero aún le quedaba al vizcaíno un último capítulo por vivir en su particular pesadilla. Al día siguiente, fue evacuado a primera hora a Katmandú, pero el helicóptero realizó una escala no prevista en Lukla. «Me abandonaron. Me dejaron allí en una camilla en una habitación solo durante horas. Con los ojos tapados. Hasta que empecé a pedir que me ayudaran porque me meaba. Entonces vinieron varias personas y pude preguntarles dónde estaba. Me dijeron que en Lukla y al preguntarles qué hacía allí me dieron dos versiones. Uno dijo que es que el helicóptero había tenido un fallo técnico y otro me contó que es que había habido un americano con mucho dinero que había pagado otro viaje».
Por fin, a las cuatro de la tarde ingresó en el hospital de Katmandú, donde un médico local se empeñó en amputarle los pies nada más cruzar la puerta. Fue entonces cuando oyó unas voces en castellano. «'Morandeira, Morandeira', grité. Y, por suerte eran ellos, que se iban ya al hotel porque ya no me esperaban y estaba en tal estado que no me reconocieron en la camilla. Menos mal que les oí, porque el médico ese me quería cortar los pies por el tobillo. Decía que estaban muy negros, que había que cortar y me acuerdo de que me hacía así (y con un dedo se simula un corte a la altura del tobillo). Sinceramente, para mí Morandeira es mi segundo padre (Rober volvió a emocionarse). Una pasada. Si no llegan a estar allí los doctores Morandeira y Nerín, me hubieran anestesiado y para cuando me hubiese despertado...». «Está sin pies ni manos», completa la frase Isa.
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