Amanda Sierra
Sábado, 3 de agosto 2024, 10:17
Vivir en un mundo binario es sencillo porque es fácil saber dónde está uno posicionado, y cuál es nuestra identidad. El bien o el mal. Dioses o demonios. Izquierda o derecha. Playa o montaña. Campo o ciudad. Punk o pop. ¿Ven la tendencia, verdad? La ... mayor parte de nosotros estaremos de acuerdo en que la realidad es más compleja y que pueden gustarnos a la vez Eskorbuto y Lady Gaga.
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Pero cuando hablamos de mujeres y hombres la cosa se complica, generando un gran debate político y social que no se corresponde con el amplio consenso científico: el sexo, la orientación sexual y la identidad de género no son estrictamente binarios sino más bien un abanico de posibilidades.
El punto de partida de todo ser vivo es su dotación genética: los genes que heredamos de nuestra madre y nuestro padre, y que están almacenados en nuestros cromosomas. Seguramente recuerden de su etapa en el instituto que los seres humanos tenemos 22 pares de cromosomas idénticos, más un par de cromosomas sexuales: XX o XY, que determinan un «sexo cromosómico» que convencionalmente llamamos femenino y masculino, respectivamente.
En principio, la determinación del sexo podría parecer simple: si tenemos cromosomas XX generaremos ovarios, que producirán unas hormonas llamadas estrógenos, que resultarán en un cuerpo de aspecto o fenotipo femenino. Y si tenemos cromosomas XY generaremos testículos, que producirán otras hormonas llamadas andrógenos (como la testosterona), que resultarán en un cuerpo de aspecto o fenotipo masculino. Sin embargo, la Biología es mucho más compleja, empezando por los propios cromosomas: una de cada 400 personas tiene otra dotación cromosómica, como XXY, o XYY y no es fácil decidir en qué fenotipo sexual binario (hombre o mujer) encajarían.
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Abróchense los cinturones que a partir de aquí la historia se complica aún más. Para que el estrógeno y la testosterona hagan su efecto moldeador sobre nuestros cuerpos hacen falta muchos genes que no se encuentran en los cromosomas X o Y. Por ejemplo, hacen falta genes que controlan el transporte del precursor de estas hormonas (cromosoma 17), genes encargados de sintetizarlas (cromosomas 6, 9, 10 y 15), y genes encargados de producir los receptores en los tejidos diana de estas hormonas (cromosomas X, 6 y 14). Un lío, ¿verdad, querido lector?. Y eso que estoy pasando por alto el efecto que pueden tener factores ambientales en la expresión de estos genes. Con esta complejidad, es fácil comprender que no hay una relación unívoca entre tener cromosomas XX o XY y el fenotipo sexual de nuestros cuerpos. Por ejemplo, si una persona tiene testículos y produce testosterona pero no tiene suficientes receptores para esta hormona, esta no va a tener su efecto «masculinizante», por lo que nos enfrentamos nuevamente a la dificultad de encajarla en una categoría sexual binaria hombre/mujer.
Este es precisamente el caso de la corredora española de mediados de los 80, María José Martínez Patiño, que tenía cromosomas XY pero era insensible a la testosterona, por lo que tenía un fenotipo sexual femenino y había vivido toda su vida como mujer, y pasó un doloroso escrutinio público que afectó a su carrera y su vida personal. Podría ser un caso parecido al de la boxeadora argelina Imane Khelif, que tanta polémica está generando durante las Olimpiadas de Paris 2024. Khelif también tiene cromosomas XY pero nació con fenotipo sexual femenino y ha vivido como mujer, llegando incluso a enfrentarse a su padre, que desaprobaba el boxeo femenino.
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Quizá no tenga sentido establecer categorías deportivas en base a los cromosomas, o a la presencia de un tipo u otro de órgano genital, si no en base a parámetros biológicos, como peso, altura, o masa muscular, como hacen en boxeo. El mensaje que hay que llevarse a casa es que nuestro fenotipo sexual no depende solamente de que tengamos cromosomas XX o XY, y no es estrictamente binario (rosa o azul) si no que es en realidad un abanico de malvas y violetas.
La manera más fácil de visualizar esta variabilidad en el fenotipo sexual es pensar en un árbol con dos grandes ramas, de cada una de las cuales emergen ramas, ramitas y brotes, generando un árbol frondoso. Hay quien puede pensar que esta variabilidad puede ir en contra de la capacidad de reproducción de nuestra especie. Aunque esta no es una pregunta sencilla de responder, las pruebas parecen indicar lo contrario: los seres humanos llevamos 2.5 años sobre la faz de la tierra y aún no nos hemos extinguido.
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Si me permiten especular, diría que es precisamente la variabilidad corporal humana, y los mecanismos genéticos que la generan, el secreto de nuestro éxito evolutivo. Tenemos cuerpos velludos o lampiños dependiendo de la temperatura, grandes masas musculares para cargar peso o músculos largos para correr rápido, y pieles oscuras o claras para protegernos de la radiación solar. Esta variabilidad es la que nos ha permitido adaptarnos a todos los ecosistemas de este planeta, desde los polos hasta los desiertos.
Además, podría parecer que alteraciones del fenotipo femenino/masculino son raras, pero los expertos dicen que no lo son tanto, pero que en la mayor parte de casos pasan desapercibidas. Por ejemplo, hace unos años se dio a conocer la historia de un señor de 70 años con cuatro hijos al que, al ir a operarse de una hernia, se le descubrió que tenía útero y trompas de Falopio. A parte de la evidente sorpresa que se llevarían el cirujano y el propio paciente, esta historia ilustra la variabilidad del fenotipo sexual y la dificultad de encajarnos a todos en la categorías binarias hombre/mujer. Les dejo una pregunta en el aire: ¿es necesario asignar un sexo a los recién nacidos?
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Los mismos estrógenos y andrógenos que modelan nuestro cuerpo, también esculpen nuestro cerebro, afectando al tamaño y la conectividad de algunas regiones específicas. Sin embargo, estos mismos circuitos son también remodelados por otra infinidad de factores genéticos y ambientales, especialmente aquellos factores familiares, sociales, nutricionales y de salud que nos afectan en los primeros años de vida. Todas estas variables son las que van a determinar la conectividad del cerebro, que es en definitiva quien es responsable de nuestra orientación sexual (hacia quién sentimos deseo sexual) y nuestra identidad de género (cómo nos sentimos nosotros mismos).
Hay un gran debate científico actualmente sobre cómo se determinan estos dos procesos y si están relacionados. La orientación sexual ha sido un poco más fácil de estudiar, porque hay cientos de ejemplos en el mundo animal en los que se observan relaciones sexuales entre organismos del mismo sexo, en mamíferos, aves, reptiles, anfibios e incluso insectos. Su alta frecuencia nos permite estudiar con más detalle los mecanismos responsables, que incluyen cambios en el tamaño de algunas regiones cerebrales (aunque cómo estos cambios se traducen en deseo sexual no se conoce bien). Hay además múltiples estudios en humanos que demuestran que la orientación sexual está en un pequeño grado determinado por genes, aunque estos son a día de hoy desconocidos. Décadas de investigación sugieren que en el mundo animal la orientación sexual no es una elección binaria, y que las interacciones genitales entre individuos del mismo sexo no están orientadas a la procreación (evidentemente) pero sirven para el mantenimiento de estructuras sociales.
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El actual caballo de batalla de la investigación son los mecanismos que determinan la identidad de género, que son particularmente difíciles de estudiar. El propio concepto de «identidad» es bastante nebuloso para un Neurocientífico, casi en la frontera con la filosofía: ¿cómo sabemos quiénes somos? Estudios recientes relacionan el sentimiento de identidad con dos zonas específicas de la corteza cerebral frontal (la que está justo detrás de nuestra frente): una zona que se encarga de pensar sobre nosotros mismos y otra en nosotros en relación con los demás. Y es en base a esta interacción, y el retorno que tenemos de nuestro ambiente social, sobre lo que se construye nuestra identidad.
A pesar del gran desconocimiento, el consenso es que la identidad de género es un sentimiento interno y que se desarrolla en los 2-4 primeros años de vida, cuando los niños empiezan a desarrollar patrones de comportamiento que tradicionalmente asociamos a su fenotipo sexual. Aunque no sabemos cómo se determina exactamente, se sospecha que depende de una interacción entre los genes, las hormonas, y el entorno. Hay investigadores que opinan que es una cualidad únicamente humana (al menos solamente podemos preguntarles a los humanos cómo se sienten), lo que dificulta que podamos aprender de otras especies. La verdad es que hay más preguntas que respuestas. Lo único que parece claro es que no se trata de una elección consciente ni de un fenómeno patológico, sino que es un reflejo de la complejidad de nuestro cerebro.
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Aunque hasta ahora hemos hablado de Biología, me gustaría terminar hablando de personas. Se estima que hay unos 25 millones de personas transgénero en el mundo, cuya identidad de género no concuerda con su fenotipo sexual. Muchas de estas personas sufren un sentimiento de angustia llamado disforia de género o incongruencia de género, en parte debido a una disforia corporal (no sienten como propias algunas partes de su cuerpo) y en parte debido a una disforia social (el estrés asociado a cómo la sociedad les trata). Estas personas tienen altas tasas de suicidio. Espero que entender las dificultades a las que se enfrentan nos ayude a ser un poco más comprensivos.
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