Javier GUILLENEA
Sábado, 18 de agosto 2018, 14:34
Era su primer día complicado en urgencias. «Tuve la sensación de que todo el mundo corría y yo intentaba ponerme en cualquier esquina para no molestar». La guipuzcoana Nagore Arza, una enfermera con quince años de experiencia, recuerda los viejos tiempos, cuando hace una ... década empezó a trabajar en el servicio de urgencias del Hospital de Mendaro. Desde entonces no ha tenido más remedio que cambiar. «Con los años te endureces, aprendes a relativizar porque de lo contrario no vives», afirma. «Pero eso no significa que te vuelvas más seria», matiza con una sonrisa.
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A media mañana, la entrada del servicio de urgencias de Mendaro parece la recepción de un hotel familiar de vacaciones. A un lado, la zona infantil, donde tantos padres con los nervios destrozados han aguardado el momento en el que un médico ausculte a sus hijos con fiebre. Más allá, un pasillo conduce a la zona de boxes, donde quedan ingresados los pacientes más graves, y a una sala con una camilla y aparatos variados que mejor será ver lo más tarde posible. La tranquilidad es total, el calor omnipresente, los pasos silenciosos, los minutos pausados. Todo invita a echar una cabezada.
El error. Se metió en la cama y empezó a acariciarle la nuca. Cuando él se dio la vuelta ella comprobó con horror que no era su marido.
La dosis. El hombre estaba tan nervioso que en vez de una pastilla se tragó un tapón.
El dispositivo. Cuando le preguntaron por su estado de salud, la mujer dijo que tenía «un empresario en la vagina».
Pero la paz dura lo que tarda en comenzar una guerra, y en un servicio de urgencias el tiempo de un café con leche puede convertirse en el espacio que media entre la vida y la muerte de una persona. «Podemos pasar de estar tomando un café a no llegar», dice Nagore. Pese a que los heridos más graves en caso de un accidente en la zona del hospital se trasladan a San Sebastián, cuando los minutos cuentan para salvar una vida ingresan en Mendaro. Y entonces el servicio de urgencias se transforma. «Cambias de chip en segundos. Todos sabemos lo que tenemos que hacer, no hablamos mucho. Hay que tener mucha técnica y debemos ser rápidos».
A veces la vida hace acto de presencia de forma inesperada en Urgencias. Y en cualquier lugar. «Algunas mujeres no han llegado a tiempo y han parido en el coche o en una camilla. Una tuvo a su hijo en el baño», recuerda la enfermera. Y también a veces la vida regresa cuando ya estaba a punto de irse, como le ocurrió a un niño de seis meses que entró en parada cardiorrespiratoria. «Tenía tosferina y vino muy mal. En esos momentos, con tanto cable, casi no tienes sitio para trabajar ni tiempo para pensar, es una tensión que te deja hecha polvo».
Todo funcionó y el niño abrió los ojos. «Lo hemos vuelto a ver y está bien», dice satisfecha Nagore, que no siempre ha podido decir lo mismo. «Hay gente que entra en Urgencias a punto de morir. Algunos ya lo tienen asumido pero otros pasan muchísimo miedo. Si son mayores es más llevadero, pero si son niños es muy duro».
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Es una carga que a menudo llevan consigo al salir del trabajo. Sobre todo si el que muere es un joven o un niño. «Te lo llevas a casa para toda la vida. Yo tengo dos hijas y algunas veces las he llamado por teléfono sin ningún motivo, simplemente para saber cómo están», dice Nagore.
En Urgencias la rapidez es esencial y la paciencia imprescindible. «Hay personas que vienen nerviosas y cuando les preguntas lo que tienen se remontan al año en que nacieron, no se dan cuenta de que cuanto más escuetos sean, mejor». Paciencia es también lo que se necesita para los padres, que «dan más trabajo que los niños y se ponen más nerviosos que ellos». «En cuanto su hijo tiene fiebre ya están aquí y no esperan a nada. A veces no dan tiempo a la enfermera para saber lo que tienen los niños».
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Entre la inquietud de los padres y la fiebre de los niños, hay nervios que se escapan a todo control, como los del hombre que en vez de tomarse la píldora que le dieron se tragó un tapón. Y personas mayores que no facilitan demasiado la tarea de las enfermeras. «Si les preguntas qué pastillas toman te responden que una azul a la noche, la roja pequeña al mediodía y que la caja es verde».
Así es fácil que se equivoquen con los nombres. «En vez de decir que han tomado Cozaar te explican que han tomado un gozar», afirma Nagore, que recuerda las carcajadas que resonaron por todo el hospital gracias al desliz de una mujer mayor a la que en una operación le habían colocado un dispositivo de plástico denominado pesario vaginal. «Cuando le preguntamos por su salud nos dijo que tenía un empresario en la vagina». Las risas no se hicieron esperar e incluso hubo una enfermera anónima que contestó: «qué suerte. Ya me gustaría a mí».
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En un hospital los seres humanos vivimos nuestras experiencias más extremas. En él nacemos y morimos, pero en sus habitaciones también hay espacio para el amor o algo parecido. Una mujer que había salido por la noche a tomar un café regresó al cuarto y se tendió en la cama junto a su marido enfermo. Comenzó a acariciarle la nuca y cuando él se dio la vuelta comprobó con horror que aquel no era su esposo. Se había equivocado de habitación.
Es lo que tienen los hospitales, que todas las camas se parecen. Y eso es lo que llevó al error en Mendaro a una abnegada mujer que permaneció sentada durante media hora junto al hombre yacente al que tomó por su marido y resultó ser otro. «En estos edificios –admite Nagore– te desorientas mucho. Hay mucha gente que viene sola y se equivoca de habitación».
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Hay quien no viene precisamente solo. Nagore recuerda a «la matriarca gitana que llegó a Urgencias acompañada por 81 parientes». «Llegaron de Madrid y de todos los lados. Esa noche no la pudimos ingresar porque se iba a armar mucho lío y tuvimos que hacerlo al día siguiente. Son muchos pero no se portan mal».
«Broncas y agresiones hay pocas, la gente es amable», explica Nagore. Quizá los días más complicados sean los sábados a la noche, cuando llegan pacientes en avanzado estado etílico. A este grupo pertenecía la cuadrilla de amigos que tuvo un accidente de tráfico en plena juerga. «Es la primera vez que cogemos un taxi y se ha chocado. Mi vieja no se lo va a creer», repetía uno de ellos.
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Lo trágico y lo cómico conviven en los hospitales, donde enfermeras como Nagore ponen buena cara al dolor. Aunque parezca lo contrario, la muerte es algo a lo que no se acostumbran. «Cuando se nos muere alguien tienes una sensación de fracaso y entonces empiezas a valorar lo bien que vives y la suerte que tienes». Por eso Nagore niega que para ella y sus compañeras un paciente sea solo un número. «No es verdad», asegura.
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