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antonio corbillón
Con la colaboración de la Sociedad Geográfica Española. Esta serie rinde homenaje al mundo de la exploración y sus protagonistas
Domingo, 18 de agosto 2019, 01:19
El valle del río Omo, en el suroeste de Etiopía, era hasta hace no mucho uno de los paisajes culturales y geográficos más vírgenes de ... África. El rechazo a los extranjeros y el poco valor de la vida entre poblaciones que portan un fusil AK-47 con la misma rutina que la vara de pastor lo convertían en un sitio poco recomendable para los foráneos.
Pero ese es justo el reclamo que necesita el aventurero cordobés Paco Acedo (1976). «Cuando me hablan de lugares como el valle del Omo me asalta el antropólogo frustrado que llevo dentro, un 'drogadicto' que olfatea la dosis que le va a aportar vivencias».
Acedo acumula un amplio currículum en el que alterna dos obsesiones aparentemente contrarias. Por un lado, el buceo bajo el hielo, del que es uno de los grandes expertos mundiales. Una afición que le ha llevado a los parajes más extremos bajo las aguas polares, pero que le condena a un cierto aislamiento. Por el otro, la búsqueda del contacto con las últimas tribus del planeta antes de que perezcan maleadas por la capacidad tecnológica de los humanos de no dejar ningún mundo sin hollar.
Ya acumulaba grandes sensaciones, algunas de esas que ponen los pelos de punta, en lugares como los que habitan las tribus salvajes de Papúa Nueva Guinea u otras islas de Melanesia, donde todavía queda algún antecedente de canibalismo. Con alguna pasó incluso momentos de pánico y con sensación de «estar en territorio comanche». Hasta el punto de tener que decidir que «la única opción segura en Papúa Nueva Guinea era salir del país, así de simple».
Viajero solitario, siempre al límite, Acedo no concibe sus expediciones si no es para vivir y convivir realmente con los habitantes del lugar. «Dormir, comer, caminar junto a ellos e intentar buscar la forma de comunicarme hasta que me acojan como uno más de su tribu». Más allá de la belleza de los lugares, de la captura de imágenes para el recuerdo, este 'Indiana Jones' andaluz tiene claro que «lo único indispensable para que un viaje sea completo de verdad son las gentes».
Su radar personal se había detenido hace algún tiempo en el valle del Omo, en el sur de Etiopía, para muchos viajeros el país más diverso y fascinante de toda África. Y en el que unas pocas tribus, todavía relativamente aisladas, conservan aires de primitivismo. «Esa esencia como de haber aparecido en este planeta ayer mismo, lo que te permite hacer un emocionante viaje al pasado. A nuestro pasado. Eso busco».
Incluso en esta zona, esa viaje hacia el pasado es más que dudoso. El imaginario occidental de un África de fieras salvajes, rostros pintados y danzas tribales también se está convirtiendo en una postal turística.
Al menos ocho tribus y diferentes clanes y familias, que suman unas 200.000 personas, se reparten en las orillas y montañas que circundan el río Omo (760 kilómetros), que muere en el lago Turkana (Kenia), y cuyas crecidas han sido como un pequeño Nilo para su supervivencia.
Allí permanecen los kara, los suri, hamar, nyangatom, kwegu, dassanech... Y los mursi. Paco Acedo puso su lupa de antropólogo voluntario en estos últimos. Se trata de un grupo del que ya quedan menos de 10.000 individuos que vive entre las estepas de Jinka y las colinas de Omo Park. «Un valle desconectado incluso de la propia Etiopía» remarca el viajero. Durante décadas, el Gobierno etíope ignoró y dejó a su libre albedrío a todas esas etnias. Eso les permitió mantener ritos a veces tan ancestrales como incompatibles con cualquier estándar de desarrollo e incluso del respeto de las leyes.
En el caso de los mursi, destacan los platos que sus mujeres llevan en los labios y en las orejas y que estiran sus rostros de una forma que nos puede parecer inhumana. Rituales que tienen que ver con su valor como mujer y esposa o con el precio de las dotes de sus matrimonios.
Hay varios clanes entre los mursi. Algunos también han entrado en el juego de la mercantilización de su imagen, de cobrar por cada foto, «corrompidos por el turismo». La clave para intentar orillar este riesgo está en el guía local, «alguien en quien confíen y que hable los dialectos de la mayoría de las tribus».
Paco Acedo solo deja para la improvisación las sensaciones 'in situ'. Pero sus experiencias le permiten llegar a sus objetivos gracias a meses, incluso años, de trabajo de oficina. Financiación, permisos, contactos, documentación, mapas... Él lo llama «el marrón de la preparación». Pero esa relación de «amor-odio» es la única posibilidad de llegar donde otros no pisarán nunca.
Su proyecto del valle del Omo cristalizó la pasada Semana Santa. Junto al guía y los papeles, el preceptivo y obligatorio vigilante oficial armado con un fusil. Apenas es un intento de equilibrio de riesgos. Las tribus más remotas de los mursi son una ventana al pasado anclada en la Prehistoria. Con rituales tan terribles (para los occidentales) como el sacrificio de los niños mingui, bebés hijos de parejas no casadas, con alguna malformación o a los que les crecen primero los dientes incisivos inferiores. Todo eso significa mala suerte. Paco escuchó en la región que unos 300 niños mingui pueden ser sacrificados cada año.
«Para ellos, el individuo no tiene valor y solo velan por el grupo», resume Acedo. Esto explica que el lado guerrero siga muy presente en sus costumbres. «Asesinar al miembro de otra tribu es un honor. Y llevan escarificaciones y cortes en el pecho en función de sus crímenes». Se roban y asaltan sus ganaderías unos a otros. Un 'farwest' a la africana que da estatus para buscar esposa.
Para Acedo, esa primera inmersión fue «un shock mental muy fuerte». Su condición autoimpuesta de salirse de cualquier ruta en sus periplos y convivir con la población incluye los días de aclimatación que hagan falta. «Cuando me invitaron al café ritual noté cómo se abrían... Después me decían que, si me quedaba un par de días más, podía permanecer viviendo en la tribu».
Pero siempre hay que estar ojo avizor, con los mecanismos de autodefensa cargados para evitar cualquier sorpresa. Algunos antropólogos que han estudiado estas culturas aseguran que los mursi «saben que los viajeros vienen porque les consideran salvajes. Y eso no les gusta nada».
Así que el viajero cordobés aplicó la táctica de «exagerar las muestras de respeto porque no sabes cómo te van a responder». También fue capaz de hacerles entender que «el dron que llevó para hacer fotos y vídeos aéreos no era ningún diosecillo o arma que pudiera hacerles daño».
Durante las semanas que pasó con las familias mursi se dio cuenta de que él era «el acontecimiento del año para todos». Pero en ningún momento se le olvidó que convivía con familias, tal vez muy hospitalarias con este blanco, pero que siguen incitando a practicar la muerte. «Antes de casarse invitan a los jóvenes a matar un león, un búfalo o un hombre. Y lo más fácil de eliminar es a otro humano», confiesa.
Sin embargo, los enemigos no solo de los mursi sino del resto de tribus del Omo ya no son sus disputas rituales. Desde hace una década están en el centro de las campañas de defensa de las culturas indígenas de oenegés como Survival, dedicada a proteger las últimas formas de vida salvaje en el planeta. El Gobierno etíope pasó del completo olvido y de dejarles a su suerte a buscar un rápido desarrollo y explotación de los recursos del valle.
En el cauce del río se ha construido la gigantesca presa hidroeléctrica Gibe III. Los planes incluyen sucesivas ampliaciones de este salto de agua. Desde 2011, los tecnócratas de Addis Abeba, la capital del país, comenzaron a arrendar enormes extensiones a empresas asiáticas e italianas para plantar biocombustibles y otros cultivos de alto valor mercantil (aceite de palma, jatropha, algodón o maíz).
La cultura ancestral de pastoreo y cultivo de granos, en especial sorgo, corre serio peligro. Sobre todo porque las primeras tribus, incluidos colectivos de mursis, han empezado a ser expulsadas y reasentadas en otras zonas.
Sería una muerte cultural anunciada para todos ellos. «Hay muchos individuos que viven en su burbuja. Nunca han salido del valle. No tienen argumentos para reciclarse», lamenta Acedo.
Todo el material de fotos, vídeo y notas se convertirá en el futuro en algún tipo de publicación. Aunque Acedo insiste en que no deja que «cualquier compromiso de uso comercial de su viaje le quite la esencia de sus motivaciones».
Como le pasó con las tribus de Oceanía que le metieron el susto en el cuerpo. O con los retos bajo el Ártico, con los que ha ido construyendo su personaje de 'hombre del hielo'. O sus próximos retos con tribus de Vanuatu y Tonga. Con los medios de hoy «se puede contactar con las tribus aunque estén casi aisladas». Se trata de no caer en el circo turístico. «Y llegar a ellas antes de que se acaben».
Testigo de tribus aisladas Paco Acedo (Córdoba, 1976) representa el reto al límite y en solitario. En tierra y bajo el agua. Ha visitado algunas de las tribus más desconocidas (incluso de pasado caníbal) de Papúa Nueva Guinea. Dar testimonio de su aislamiento es su objetivo.
12 países incluyó en su ruta 'Vuelta al mundo submarina'. El buceo extremo y, sobre todo, bajo el hielo, es su gran pasión. Su nuevo reto es completar un recorrido por el Ártico buceando bajos sus bloques de icebergs.
El ritmo de la vida Antes que aventurero, Acedo fue un batería que tocó para artistas de primera línea como Miguel Ríos o Ariel Rot. Testigo directo de la caída de las Torres Gemelas, decidió cambiar de vida al verse «lleno de ceniza».
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