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Inés Gallastegui y Susana Zamora
Granada
Jueves, 17 de octubre 2019, 01:28
Vivir duele. Quien más quien menos todo el mundo tiene la experiencia de pillarse un dedo con una puerta, sufrir una mañana de resaca, sacarse una muela o recibir una patada en mal sitio. Pero a veces el dolor se prolonga en el tiempo ... , persiste, se vuelve un tormento cotidiano y termina por hacer insufrible la vida de quien lo padece. En España un 17% de la población sufre dolor crónico –un 11% de forma moderada o intensa–, pero el porcentaje supera el 50% en los mayores de 65 años. Hoy es su día.
«El dolor es necesario, constituye una señal de alarma de que algo no funciona correctamente en nuestro organismo. Sin embargo, si permanece en el tiempo se puede convertir en una enfermedad en sí misma», explica Jesús Maldonado, directivo de la Asociación Andaluza del Dolor y miembro de la unidad especializada en su tratamiento en los hospitales Quirón Salud de Málaga y Marbella.
Según la Sociedad Española de Neurología, cinco millones de españoles sufren dolor crónico y en la mitad de los casos este tiene un origen neuropático, es decir, es el resultado de una lesión o enfermedad del sistema nervioso por la que su cuerpo interpreta como un suplicio estímulos que, en realidad, son inocuos. Por ejemplo, la afectación del nervio trigémino, la diabetes, el herpes zóster, el síndrome del miembro fantasma o una operación quirúrgica pueden causar este tipo de mal.
Otra clase de sufrimientos son los músculo-esqueléticos, derivados de fracturas, patologías degenerativas como la artrosis y fibromialgia; entre ellos el dolor de espalda gana por goleada. También hay molestias de origen vascular y las ocasionadas por el cáncer o las terapias para combatirlo.
Los primeros hombres creían que el padecimiento físico estaba causado por dioses, demonios o espíritus malignos que había que sacar o destruir, según las diferentes culturas, mediante ritos mágicos cuya eficacia es fácil imaginar hoy. Desde que los sumerios descubrieron las propiedades de la adormidera hace 6.000 años la humanidad ha recorrido un largo camino para encontrar alivio a sus tormentos. El uso de frío, calor, vino, plantas –como la mandrágora, el hachís, las hojas de coca o de sauce– o la acupuntura fueron algunas de las técnicas empleadas para mitigar el daño antes de que el desarrollo de los fármacos opioides revolucionara el tratamiento. Sin embargo, estos no son la panacea, a causa de sus efectos secundarios, su poder adictivo y la necesidad de aumentar la dosis para lograr los mismos resultados.
Hoy en día, las unidades del dolor ofrecen una atención especializada y cuentan con equipos multidisciplinares de anestesiólogos, neurólogos, traumatólogos, psicólogos, fisioterapeutas y enfermeros. Entre las técnicas más novedosas, explica el doctor Maldonado, se encuentra la estimulación medular, por la que se implanta en el abdomen del paciente un aparato que transmite señales eléctricas dentro de la columna vertebral para engañar al cerebro y eliminar la sensación molesta o sustituirla por un hormigueo. Igualmente se implantan las 'bombas de morfina', que permiten controlar el dolor con dosis menores del fármaco y, por tanto, menos efectos indeseados. Infiltraciones, radiofrecuencia, epidurolisis y bloqueos son otras técnicas empleadas en estas unidades.
Lo que sigue siendo un desafío es medir el sufrimiento. Los especialistas pueden examinar al paciente, pero no hay ningún aparato que determine objetivamente la intensidad de su martirio. Muchos se sienten incomprendidos por los médicos, las empresas, los tribunales de la Seguridad Social y sus propias familias, y eso tiende a empeorar los problemas psicológicos que, de por sí, provoca una agonía prolongada:aislamiento, tristeza, insomnio, ansiedad y depresión. «Quizá en el futuro se pueda utilizar la resonancia magnética para objetivar la respuesta cerebral al dolor», aventura el experto.
11% de la población española sufre dolor crónico de moderado a intenso, pero en algunos tramos de edad asciende al 50%. Representa un gasto de unos 15.000 millones anuales en atención sanitaria, tratamientos, bajas laborales y pensiones por incapacidad.
Los afectados
Hace año y medio Diego Acedo fue al médico con un dolor en el glúteo. Le dijeron que era ciática y le mandaron a casa con analgésicos. A las seis semanas ingresó de urgencia con un sufrimiento insoportable y la vejiga a punto de explotar porque no tenía ganas de ir al baño:una 'cauda equina' o cola de caballo (maraña de vasos sanguíneos) estrangulaba la raíz de su nervio ciático. Como secuela, le quedó una hipersensibilidad extrema en cuatro dedos y las almohadillas del pie derecho. «Siento una piedra en la planta, pero no hay nada». A sus 50 años, camina con bastón, necesita tumbarse cada poco y el simple roce de una sábana es una tortura. De noche necesita somníferos y de día los opiáceos le calman, pero le anulan. «Bajé la dosis porque no era capaz de decir el nombre de mi mujer», lamenta. En la unidad del dolor del hospital de Granada donde le tratan prueban ahora con parches de capsaicina. Las enfermeras, que son un encanto, le piden paciencia, pero él no nota alivio;se siente más cerca de la depresión. Los primeros meses agradeció que su mujer no trabajara, porque sufría horribles calambres y no se valía solo. Ahora, a punto de terminarse su baja –es técnico electrónico industrial– tiene miedo al futuro: «Soy demasiado joven para ser pensionista. Solo quiero que me quiten este dolor».
Concepción Recio (Sevilla, 1960) tuvo que esperar a que su hija estudiase Medicina para que alguien pusiese interés en buscar una explicación al dolor muscular permanente que sufría desde la adolescencia. Con 47 años y tras descartar otras enfermedades, los médicos dieron al fin con el diagnóstico: fibromialgia, ahora acentuada con una fatiga crónica. «Desde que abres los ojos tienes la sensación de llevar una mochila de piedras encima. Es como si te levantases a cámara lenta. A veces consigues ir la ducha y desayunar pero, en días malos, ya solo te quedan fuerzas para regresar a la cama». Pese a todo, Concha aprendió a vivir con ese indeseable compañero de viaje. Se casó, tuvo tres hijos y ha estado trabajando como administrativa hasta hace 14 meses en que tocó fondo. «Empecé a sentir apatía, desilusión, ya no tenía ganas ni de vivir. Los médicos se limitan a mandarte calmantes y antidepresivos, pero te dejan de la mano de Dios». Ahora está de baja por incapacidad, pero cree que esta enfermedad tiene «mala prensa». «Ojalá hubiera un medidor del dolor para que no se nos cuestionase tanto por la sociedad». Pese a todo, ha aprendido a mirar por ella y a disfrutar cada momento para «sobrellevar la vida».
Sufre dolor neuropático crónico e incapacitante desde 2011, como consecuencia de una estenosis foraminal (los agujeros del conducto raquídeo se obstruyen o se estrechan). Pero el calvario de Verónica Medina (La Línea de la Concepción, Cádiz, 1969) viene de lejos. De niña ya tenía dolores de espalda, pero tras su segundo embarazo, en 2004, sufrió una crisis que la dejó casi sin andar. En 2015 fue operada tras serle detectada una hernia discal en el nivel L5/S1, y hoy no puede permanecer más de 15 minutos sentada o de pie. Los dolores en la zona lumbar y su pierna izquierda son permanentes e insoportables. «Me he llegado a desmayar del dolor». Aún así, Verónica se obliga a salir a la calle, aunque sea con andador. Los planes en familia pasaron a la historia y, lo peor, en 2017 le dieron la incapacidad permanente a esta profesora de Universidad. «Lloré para que no lo hicieran». Ahora escribe un blog y cree que se puede ser feliz con dolor crónico, «aunque exige reinventarse cada día».
Leonor Pérez de Vega (Toledo, 1968) tenía 26 años cuando su vida cambió. Desde entonces está en tratamiento psicológico. La extracción de una muela del juicio le provocó una neuralgia del trigémino. «Me destrozaron el canal dentario y me dañaron el nervio y la mandíbula izquierda», recuerda esta profesora titular de Universidad. Constantemente le arde la mucosa de la boca y eso le impide comer. Pesa 40 kilos y mide 1,70 m. «Es como si notases una descarga eléctrica en todos los nervios de la cara. Le llaman el dolor del suicida», describe. Leonor acababa de terminar la carrera de Derecho y le habían concedido una beca para su tesis. Pese a los desgarradores dolores en la zona facial y cabeza, siguió estudiando y sacó su plaza. Ha sido su válvula de escape, lo que le daba la fuerza para seguir. Pero pidió una adaptación por las dificultades que tenía para hablar en clase y a cambio recibió la «jubilación forzosa». Dice que el dolor se lo ha quitado todo: la salud, tener una familia (le denegaron una adopción), una pareja y algunos amigos. Siempre pensó que sanaría y gastó 100.000 euros en buscar esa cura. Pero no la hay. Pese a ello, lo que más le duele son los desprecios: «Podemos ser incurables pero no 'incuidables'».
Vive desde los 39 años con un pitido agudo (superior a los 8.000 hercios) e ininterrumpido en su cabeza, que «resuena como en una catedral». Así lo describe Luz Monreal (Suiza, 1967), que sufre de tinnitus o acúfenos, una alteración del sistema nervioso que provoca que una persona perciba sonidos sin que exista un estímulo externo, una especie de zumbido que solo oye el afectado. En su caso, fue el traumatismo craneoencefálico que sufrió tras un accidente de tráfico lo que le provocó esta disfunción y la hiperacusia que padece. Luz ha aprendido a no prestarle atención poniendo el foco en otras cosas. El problema llega con el silencio de la noche. «Trato de crear un ambiente propicio para el sueño e, incluso, me concentro en los ronquidos de mi pareja o en mi propia respiración para evadirme del ruidito», explica. Tuvo que dejar su trabajo en un medio de comunicación y ahora no soporta entrar en lugares con mucho ruido. Con la actividad física y determinados fármacos, el pitido sube de intensidad. A ella tuvieron que cambiarle la medicación, «pero jugaron a prueba y error; al final, te sientes como un conejillo de indias». Lo que peor lleva es que «los médicos se limiten a decir 'Acostúmbrate', pero sin que te den ninguna herramienta para gestionar el problema».
40% de las consultas de atención primaria en España están motivadas por el dolor. Los dolores crónicos más frecuentes son el neuropático, el musculoesquelético, el lumbar y la artrosis, que afecta a la mitad de las personas mayores de 65 años.
Una enfermedad en sí mismo. El dolor es una experiencia sensorial desagradable asociada a un daño, real o potencial, en algún tejido del cuerpo. Se trata de una experiencia subjetiva, con base sensorial, pero también emocional, difícil de evaluar y cuantificar. En principio, el dolor es necesario, constituye una señal de alarma de que algo no está funcionando correctamente en nuestro organismo. Pero si persiste más de tres meses se considera dolor crónico y constituye una enfermedad en sí mismo.
9,1 años de media es lo que tarda un paciente con dolor crónico en encontrar alivio en una unidad especializada, según la Sociedad Española del Dolor. El 58% de los pacientes con dolor crónico no está conforme con su tratamiento.
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