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El niño miraba distraído por la ventana, con la cabeza apoyada en el cristal, un lluvioso lunes de febrero de 1971. El autobús iba tan lleno que su tía pegó un brinco cuando el cobrador les pidió el billete. Recuerda que era marrón y que ... solo tenían uno. «Es que el niño es menor», advirtió la tía. Mientras picaba aquél trozo de cartón, el hombre miró al niño y soltó: «¡Pero si tiene la altura de un chaval de 7 años!». La mujer iba a defender su honradez y la edad del menor cuando el crío, señalando una pared en la que se adivinaba un cartel anunciador del circo, empezó a recitar: «Una gigantesca ciudad ambulante, dotada de un maravilloso parque de fieras junto al santo Hospital de Basurto y con la actuación estelar de los Hermanos Tonetti». No hace falta decir que tuvo que pagar el billete del sobrino. No porque fuera mayor y hubiera mentido. Sino por la memoria. Alguien le había leído lo que ponía en el cartel y el crío se lo aprendió. Hoy, ese niño, viaja en autobús con un amigo. Creía que solo le llevaba dos años. Pero ha descubierto que tiene la barik de jubilado. Para nuestros autobuses no hay secretos sobre la edad. Quizá por ello le dijo a su amigo, que de repente había pasado a tener 65 años: «Pues ya te digo que la Obregón no monta en este autobús. Antes pagar, que confesar la edad».
La entrada de la norma que permite a los menores de 12 años viajar gratis en nuestros transportes públicos es una noticia que ha alegrado a las familias. Pero ha surgido la duda. 12 cumplidos o sin cumplir. Lo que me lleva al niño que sabía de memoria los carteles del circo. En aquel tiempo, si no recordamos mal, la frontera estaba en los 6 años. Puede que antes. Pero raro era el adulto que no obrara el milagro de rebajar la edad del menor durante el trayecto. Antes y después tenía más. Pero dentro, no. Al menos hasta que pasara el cobrador para taladrar el billete o el revisor lo supervisara. Y el nene o la nena se enfadaba. Queríamos ser mayores y eso de que te quitaran años parecía una afrenta. La cosa cambiaba al acercarnos a los 18. O a los 21, unas décadas antes. Que dudaran de tu edad en la puerta del cine o de una discoteca era tan humillante que sacabas tu voz más grave, si los gallos lo permitían, vestías como tu abuelo o, si eras hábil, falsificabas el carnet y la fecha de nacimiento. Si la cosa no salía bien, renegabas de tu edad y clamabas al cielo que llegara pronto la edad adulta. Pero luego la alcanzabas y seguía el drama. Y eso que en los 70, 80 y 90 no había tantas rebajas por ser joven. Ahora es otra cosa. Lo que no impide que los nacidos en el nuevo milenio tengan sus momentos tensos por la edad.
Hay un momento en que la tarjeta joven no funciona y los descuentos tampoco se aplican. Ya eres eso que llaman edad media, que un amigo mío rebautizó como «edad mierda». Esa en la que trabajas, cotizas, no tienes ni un triste descuento y no te puedes quejar. Pero el tiempo vuela y un día descubres que tu amigo tiene 65 y a ti te quedan un puñado de años y dos Telediarios para alcanzar su edad. En breve te llegará la tarjeta y podrás viajar pagando mucho menos. Debería alegrarte. De hecho, lo hace. Porque el bolsillo es el bolsillo. Pero provoca cierto punzón en el orgullo. Una vez más, la administración airea tu edad y te la pasa por el morro. De pequeño para decirte que ya no lo eras tanto, de joven para llamarte mocoso y en la madurez para llamarte viejo. Sí, ya sé que hay que delimitar las cosas y que el calendario es quien marca los capítulos de nuestra vida. Pero no deja de ser un precio desagradable de pagar. A cambio de viajar gratis, pagar menos y dejarnos entrar en ciertos lugares, debemos mostrar la fecha de nacimiento. Como en el transporte público. Curioso. No deja de ser una metáfora cargada de retranca que un autobús desvele nuestra edad y que sea una norma, incluso aplaudida, la que la grite a los cuatro vientos.
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