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Arrancando el milenio, debo confesar, di clases a gente variada, sobre todo políticos, del arte de comunicar. Eso implicaba saber exponer, contestar y salir por ... peteneras. Pero eran tiempos en los que la clave estaba en contar algo. Lo que fuera. Pero dar siempre una respuesta. Desde entonces los gabinetes de comunicación se han apoderado del mensaje y por eso nos sorprende ahora que Unai Simón sea tan sincero y diga lo que piensa. De hecho, a alguna gente le incomoda mucho que lo diga. Como si lo correcto fuera que soltara lo que se espera. Y no.
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Aplaudo con vehemencia a Unai Simón, no solo porque pusiera en su sitio a un contertulio que se cree periodista y aspirante al Premio Pulitzer. Sino por la reacción posterior del gremio al que pertenezco. Unos de abrazo y vendetta frente al intruso y otros de solidaridad, porque llamar «marciano» y desear no volver a verlo en la portería de la Selección no es una crítica, sino una opinión propia de una taberna de arrabal. Pero hay una tercera posición. La de que ya no se admite que la gente sea sincera. Unai lo fue. De hecho, es el tipo que habla más claro de los que están en primera línea. En una sola semana, de hecho en un solo día, ha hablado de su lesión, de su problema con Fernando Burgos y de la ausencia de su compañero Iñigo Martínez. Algo que en otros tiempos era algo digno de agradecer. Pero ahora estamos en la era de lo políticamente correcto y de la frase vacía que no dice nada y, por tanto, no compromete.
Es triste que la sinceridad no solo esté infravalorada, sino que, y esto es lo grave, está vetada. Molesta. Con lo bonito que es hablar mucho y no decir nada para que, de repente, haya gente que le dé por contar lo que piensa. Hasta aquí hemos llegado. Y esa nueva actitud tiene una explicación. La conozco porque pertenezco a ese colectivo profesional. Y rara es la semana en la que no tenga una bronca. Me explico. Los gabinetes de comunicación y asesores de prensa, salvo excepciones veteranas, son gente que en su vida ha hecho un programa de radio, de televisión o ha escrito en un periódico. Y si lo ha hecho, ha sido tirando a vulgar. Por eso, a la hora de recomendar a quienes asesoran, utilizan frases vacías y silencios patéticos. De ahí el valor de Unai Simón y sus declaraciones. No olvidemos que es un portero. La última frontera antes del caos. El tipo que tiene más boletos para salir en los resúmenes de la tele como derrotado, antes que de triunfador. No olvidemos que hay una bota de oro, un balón de oro y, para cuando se valoró al portero, pasaron décadas. Por eso le entiendo. Desde donde él está, la vida se ve de otra manera. Desde la portería la perspectiva es diferente. Y más sincera.
Siempre he sentido querencia hacia los porteros, porque fui uno, malo y amateur. Pero lo suficiente como para entender que el portero ve el mundo, he ahí la paradoja, desde fuera. Está, pero no está. Vive en el mismo universo y en uno paralelo. Por eso, estoy seguro, es capaz de ver y decir lo que otros no ven o no se atreven a contar. Unai es noticia no por lo que ha dicho, sino por el mero hecho de decirlo. De hecho, hay debate sobre si un jugador debe o no responder siempre, aunque le hayan faltado anteriormente, a un periodista. Lo cual no deja de ser curioso. Tiene que ver con el listón tan bajo que tenemos sobre el respeto en este país. En el Siglo de Oro, si insultabas a alguien, te arriesgabas a que te retara a un duelo. Y eso suponía la posibilidad de palmar. Ahora no. Insultas o difamas a alguien y da igual. Con decir la manida frase de «si se ha sentido ofendido, que me disculpe», ya está solucionado. Pero no. Hay algo que se llama principios. Y, si los tienes, que alguien te insulte y crea que no va a tener consecuencias porque es una opinión o un ligero calentón es un problema que merece debate. Porque si dices algo malo de alguien, deberías tener un par para mantenerlo. Y si no, deberías retractarte. Porque no hacerlo provoca que parezca extraño, incluso malo, que una persona diga lo que piensa y no la chorrada que le han preparado los ineptos del departamento de comunicación. Si Unai no puede decir lo que cree y limitarse a soltar palabras vacías, es que algo falla. Y no es él. Sino los que tiene alrededor. Por eso pido un aplauso para Simón.
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