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Hubo un tiempo en que cierta estancia de las casas era zona prohibida. Un veto que generaba en nosotros la misma curiosidad que la del ... coronel Taylor en El planeta de los simios. Me refiero al salón. Ese lugar al que solo podían acceder los adultos y en momentos concretos. En nuestro caso, sus puertas se abrían cuando venía algún matrimonio amigo de la familia, en la mañana del 6 de enero para descubrir los regalos o si fallecía alguien y la familia recibía. Nada más. Salvo una excepción. La de esa gente que llamaba a la puerta ofreciendo sus productos. Podía ser material o espiritual. Por lo que un día aparecía el del Círculo de Lectores y otro una pareja de Mormones o unos Testigos de Jehová. El tipo de recibimiento dependía de los gustos de los propietarios de la vivienda. Pero la puerta, por lo general, se abría. Cosa que siempre sucedía con las señoras de Avon. Pero eso se acabó. La famosa marca de cosméticos ha quebrado en EEUU, donde nació, y en el resto del mundo la venta se limitará al formato «online». Arrastraban un agujero de 1000 millones y denuncias millonarias, por lo que la situación era insostenible en la casa del tío Sam. Otro retal del ayer compartido que pasa al trastero de las cosas que ya no volverán. Por eso escribo hoy estas líneas de sábado agostado.
La pandemia y el confinamiento nos recordaron que había gente al otro lado de la pared y que los buzones pertenecían a personas que no conocíamos. Pero todo eso pasó y el umbral de nuestras puertas volvió a ser infranqueable. Como antes del bicho. No por miedo al contagio, sino por esa presunta intimidad que necesitamos desde hace décadas. Porque no siempre fue así. Ni aquí, ni fuera. Cuando tenía 12 años, era 1978, me mandaron un verano a Irlanda para aprender inglés. Castlecomer, Kilkenny Road. Así se llamaba aquél pueblecito tan pequeño que adjuntaba a su nombre el destino importante más cercano. Durante mi estancia jamás vi una puerta cerrada. Recibir en el salón era lo más normal. De hecho hacían la vida cotidiana en él. Nada que ver con lo que había vivido, y seguí viviendo, al regresar a casa. Por eso las señoras de Avon venían a ser la excusa perfecta para entrar en la zona prohibida y echar una mirada a la biblioteca, a la chimenea y a ese cuadro de espadachines jugando a las cartas en una taberna, con sus mosquetones apoyados en las mesas. O aquél otro de los perros persiguiendo a un ciervo por un bosque, como el del salón de mi amigo Juan Luis. Esa tarde, la visita solía ser vespertina, la casa olía a jabón y a día de fiesta. Por una razón que se me escapa, pienso en aquellas señoras y me viene la imagen de una mujer vestida de rosa pálido, con una chaqueta del mismo color pero más intenso. Y con muchos collares. Frente a ella nuestra madre con las piernas cruzadas como Grace Kelly en La Ventana Indiscreta, inspeccionando botes y cremas mientras calculaba cuánto costaría aquello y qué cantidad debía comprar para quedar bien y no hacer un roto a la economía familiar. Porque aquellas señoras siempre eran conocidas. O amigas de una prima. Así que no podías mandarle a paseo. Tampoco era fácil. Tenían arte. Mucho. Siempre admiraré a la gente que vende a puerta fría. Su capacidad para encajar el primer no y convertirlo en un depende y luego en un sí es digna de estudio y aplauso infinito. Cuando me ha tocado vender programas, ideas o a mí mismo, he sudado la gota gorda. No hay nada más difícil. Pero aquellas mujeres vendían mucho más que un producto. Y lo sabían. Esa puerta no la tocaban ellas. Sino la promesa de una vida mejor para quien la abriera. Por eso nuestras madres les dejaban entrar en el salón. En cada tarrito había mucho más que cremas. El sueño de una vida glamurosa donde no cabían las preocupaciones mundanas. La mujer que usaba aquellos productos no se preocupaba de qué pongo mañana para comer o si toca planchar el uniforme de la niña. Era un mentirse, por no querer reconocer la verdad. Que al final eran cremas que podían mejorar la piel, pero no cambiaban destinos. Y, pasados los días, nuestras madres volvían a la árida e impasible realidad. Como Taylor cuando llega al final de la playa y descubre lo que en el fondo siempre supo. Pero eso no impide que varias generaciones agradezcamos a aquellas mujeres las tardes compartidas. Momentos en que la salita sonaba a pasado pobre y el salón a futuro rico. Solo por esos momentos echaremos de menos que Avon llame a nuestra puerta.
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