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Vi en directo el cuerpo de Álvaro Prieto. Fue casual. Como el hallazgo. Coincidió con mi dedo recorriendo canales. No es cierto que fuera en ... riguroso directo. Como explicó el reportero de TVE, el cámara creía haber visto unas zapatillas sobresaliendo entre dos vagones. Desde plató conectaron de nuevo y él comenzó a explicarlo. Fue entonces cuando, desde realización, lanzaron las imágenes. Y el reportero se rompió. Acababa de dar la noticia más buscada. Saber dónde estaba Álvaro. Pero no era un final feliz. No es agradable encontrar un cadáver. El presentador pidió disculpas, pero ya era tarde. No solo por el dolor de la familia al conocer la noticia de esa manera. También por el otro tren que arrancó. El de la hipocresía.
Cualquiera que ha trabajado en TV sabe que esa decisión no fue del reportero. Ni del cámara. Sino de quien decidió emitirla, minutos después de recibirlas. Luego vino la sorpresa en plató y las disculpas. Primera hipocresía. ¿Para qué mandas a un reportero a ese lugar? ¿Para hablar del tiempo? ¿O para sacar toda la información posible y antes que el resto? Si nos ceñimos al cometido, el cámara y el reportero hicieron su trabajo. Y muy bien, por cierto. Encontraron al desaparecido antes que nadie, incluida la policía. Otra cosa es que hablemos de ética profesional. Ese es otro debate. Porque podemos ponernos en los dos extremos. Por un lado en que jamás debería haber sido emitido, ante su crudeza, y para no añadir más dolor a la familia. Correcto. Pero me gustaría saber qué habría dicho esa gente indignada por su emisión, si no se llega a dar. Tendríamos nuevas teorías. 'No lo emiten porque es mentira. No está allí. Han visto a un grupo de moros persiguiendo a un chaval blanco'. Y otro diría 'Eso no es así. El chico se ha fugado y quieren culpar a unos inocentes menas'. A lo hechos me remito. Desde el primer momento hemos leído, visto y oído teorías kafkianas. No solo en medios oficiales. Las redes, que se proclaman adalides de la verdad, no han parado de compartir mentiras vomitadas por bocazas con tiempo libre o mal nacidos que utilizan cualquier noticia para hacer política basura. Pero hay algo en lo que están de acuerdo hasta quienes opinan diferente. Que el reportero y el cámara merecen ser despedidos o, si me apuran, un final peor. Como es sabido los demás somos intachables y por eso podemos juzgarlos. Y eso es lo que más indigna. La hipocresía.
Manda huevos, como decía aquél, que otros canales y tertulianos critiquen a los de TVE, cuando sabemos que habrían hecho lo mismo. Porque no habrán mostrado esa imagen, pero no sienten ningún pudor por seguir hablando de esa muerte con la excusa de informar. De hecho más de un colaborador duda de la existencia de las imágenes de Álvaro trepando por el vagón y la posterior descarga. Como no se han visto... Curioso que esa escena sí quieran verla y les parezca que tiene valor informativo. Y lo mismo, pero multiplicado, sucede en las redes. Cada vez que entro salgo cabreado. Twitter, por ejemplo, era una gran fuente de información. La gente contaba las cosas que pasaban. Ahora solo se opina. Sin criterio. Como ahora, que ya sabemos que intentó subir a un tren parado, en una zona que nadie imaginaba, y que murió electrocutado. Solo quedan por despejar cuatro incógnitas. Las dos primeras tienen que ver con las negligencias que llevaron a este chico a colarse en ese lugar y los posibles errores en la investigación que hicieron que nos enteráramos del trágico desenlace por una televisión. La tercera es confirmar si realmente Álvaro rechazó la ayuda ofrecida por parte del personal. Cosa complicada, porque falta la versión de Álvaro. Y la cuarta tiene que ver con los motivos del chico para tomar las posteriores y desafortunadas decisiones. Cosa que jamás sabremos. Así que seguir insistiendo en este tema no es información. Sino morbo. Así somos. Las imágenes de su cadáver no se volverán a emitir. Sería indecente. Pero no pasa nada por seguir hurgando. Al fin y al cabo los indecentes, los malos, siempre son los demás. Empezando por el reportero y el cámara de TVE. No lo digo yo. Me lo susurra al oído esa amiga que se llama hipocresía.
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