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Javier Guillenea
Martes, 21 de agosto 2018, 01:01
Duró lo que un suspiro, aunque lo suficiente para dar la impresión de que a veces los sueños se hacen realidad. Pero, como siempre ocurre, tras el buen tiempo llega la tormenta y aquella primavera no iba a ser una excepción. A principios de 1968 ... comenzó a crecer en Checoslovaquia la esperanza de que era posible crear un «socialismo con rostro humano» al margen de la férrea tutela de la Unión Soviética dirigida por Leonidas Breznev. Durante unos pocos meses, los habitantes del país vivieron en un estado de euforia mientras la libertad entraba a borbotones en sus casas. Hasta que el 21 de agosto de 1968 lo que entró fue una legión de tanques soviéticos. La Primavera de Praga había terminado. Regresaba el invierno.
La utopía comenzó el 22 de marzo tras la dimisión del entonces presidente de Checoslovaquia, Antonin Novotny, cuyo protegido, el general Jan Sejna, había huido del país entre acusaciones de corrupción. Le sucedió en el cargo el primer secretario del PC, Alexander Dubcek, que no perdió el tiempo en dar pasos para democratizar el país, tal y como reclamaban gran parte de sus habitantes.
Aquello tuvo que ser el paraíso para una sociedad subyugada por el poder omnipotente de la URSS. Dubcek trató de impulsar un paquete de medidas dirigidas a descentralizar la industria, dar más poder a los sindicatos, permitir los viajes al extranjero y favorecer la libertad de expresión y prensa. Se publicaron películas y libros prohibidos, se representaron obras de teatro de Ionesco o Havel, se entreabrieron las fronteras, en los tocadiscos comenzó a sonar música moderna, la gente debatía sin miedo a represalias e incluso algunas revistas publicaron fotos de mujeres desnudas.
Para calmar los crecientes recelos soviéticos, el nuevo Gobierno insistió en que Checoslovaquia respetaría el Pacto de Varsovia, aunque tanta libertad era imposible de digerir para la ortodoxia comunista. La madrugada del 21 de agosto, 600.000 soldados rusos, búlgaros, húngaros y polacos, 2.300 tanques y 700 aviones llevaron de nuevo el invierno a Praga. Sus habitantes se opusieron de forma pacífica a las tropas invasoras, pero no hubo nada que hacer: todo amago de resistencia fue sofocado por las armas. Murieron 72 personas y 266 sufrieron heridas graves.
Alexander Dubcek fue conducido a la fuerza al Kremlin y obligado a firmar un compromiso. A su retorno, pronunció por radio un discurso en el que recomendó la sumisión «para evitar un baño de sangre». «Lloró de impotencia y vergüenza. Estaba tan destrozado que no podía hablar, se atragantaba, se quedaba sin aliento», recordó más tarde el escritor checo Milan Kundera. Con su humillación pública, Dubcek salvó a su pueblo de fusilamientos y deportaciones, pero los suyos tardaron en perdonarle. No soportaron aquellas lágrimas con las que había certificado el fin de la primavera.
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