La Bonoloto del sábado: comprobar resultados del 1 de febrero

No era su madre ni su abuela. Tampoco había sangre o apellido compartido. Pero lloraba. Lo hacía con la congoja de quien intenta esconder el llanto. A su lado, el hijo de la mujer que había fallecido derramaba lágrimas de luto. Y también de cariño. ... La culpa la tenía aquella joven que había convertido su forma de ser en profesión. De ahí el llanto compartido y la razón de estas líneas. Algunos somos de lágrima seca. Caen. Pero no se ven. Salvo aquella tarde con cara de noche. La elegante entrada de la residencia se mostraba salpicada de almas en sillas de ruedas, sobre todo mujeres, que nos observaban como se mira cuando ya lo has visto todo. Es una excelente residencia. De las que parecen hotel. Pero yo no podía evitar verlas como un aparcamiento antes del último viaje. Hasta esa tarde. Cuando vi las lágrimas de Aitziber.

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No desvelaré mucho, ni el nombre de la fallecida. Por respeto, por discreción y porque, siendo una, son miles de historias. Las que no se cuentan. Preferimos el titular que condena al que aplaude. La noticia buena no es noticia. Así nos va. Hasta que conoces a una gerocultora muy especial. Toda persona que se gana la vida ayudando o acompañando a los demás me parecen ángeles sin alas. Esos en los que creemos hasta quienes no creemos en nada. Aunque su caso va más allá. Se lo advierten en casa y lo subraya su novio.-No te involucres tanto-. Pero no lo puede evitar. Sobre todo si surge la química. Como la que creció entre esta cuidadora y una de las residentes. Utilizo la palabra cuidadora porque gerocultora me parece fría para casos como el de Aitziber. Una bilbaina de 27 años que vive con sus aitas, su hermana, dos perros y ocho pájaros y que tiene un corazón tan grande que me sorprende que quepa en un cuerpo de 160 centímetros. Quizá por ello, bombea mucho y variado desde que se levanta a las 6:15 hasta que se acuesta. Sobre todo los días en que toca entrenar. Juega a balonmano en un laureado equipo y nos recuerda, emocionada, su reciente partido amistoso frente la selección de Brasil. Es su terapia. Jugar de lateral y fajarse ante las rivales. Para disfrutar. Para soltar penas. Pero hay una que no se va. Cuando menciono el nombre de la fallecida se hace el silencio. Después llora. 'No puedo evitarlo-insiste-No puedo'.

Han pasado semanas y la herida aún sigue abierta. Debería limitarse a ejercer su trabajo. Ese para el que se preparó y por el que obtuvo el titulo de Atención a Personas con Dependencia. Pero no puede olvidar la sonrisa de aquella mujer. Quizá porque eran parecidas. Puro carácter. Como cuando se enfadaba, medio en broma medio en serio, al perder a la brisca o cuando no quería levantarse de la cama. Incluso los días obtusos en que le daba patadas desde su declive neuronal. Sabía que era lo previsible. Y que un día se apagaría. Intentaba prepararse para ello. Imposible. No hay universidad que lo imparta ni alumno que lo aprenda. Por eso saca hoy un pañuelo de papel de su uniforme morado y lo aprieta con rabia. En un rato tocará ayudar al aseo, preparar la medicación o controlar las comidas. La eterna jornada en un lugar cuyo lema es 24-7. Todas las horas, todos los días. Por turnos. Y rara es la tarde o noche en la que no se lleven preocupaciones en el zurrón de la memoria. A veces entremezcladas con las propias de la familia. En eso piensa Aitziber cuando visita a su abuela y a su tía. Olabeaga la saluda con olor a muerte y a vida. Es lo que tiene ser orilla de ría. De alguna manera ella también lo es. Una orilla donde descansan barcas que necesitan cuidados, no pueden valerse por sí mismas o, simplemente, están solas. Llevamos mucho tiempo hablando de residencias. Sobre todo de su lado oscuro. Con sospecha, mirándolas de soslayo. Por no hablar de los políticos que las usan como arma, acusación y discurso hiriente. Yo mismo las veía como el desván de las gentes viejas. Hasta que conocí a Aitziber. Sé que hay más como ella. Personas que cuidan a otras. Que se encariñan hasta sentir dolor. Que no ven a una mujer como una residente. Sino como una madre o una abuela. Por eso no puede olvidarla. La busca con la mirada al entrar al comedor o cuando dan las seis y espera a que baje en el ascensor con su pintalabios rojo. Pero ya no está. Quedan retales. El hijo le pidió que se quedará con lo que quisiera. Como si se tratara de otra hija o de su nieta. Ella eligió un chaquetón negro y un reloj. Ambos con historias comunes. Nada más. Salvo otra cosa. Las lágrimas compartidas con él. Las que brotaron aquella tarde como si fueran familia. Como si de verdad fuera su abuela. Confieso que cuando las vi derramé también alguna. Y pensé que si alguien llora alguna vez por mi de esa manera esta vida habrá merecido la pena.

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