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Hace años viví una de esas tardes con sabor agridulce envuelto en papel de ternura. Trabajaba en la radio y venía Fofito. El payaso. El hijo de Fofó y el sobrino de Gabi y Miliki. La nueva savia de una familia mítica. Nació profesionalmente cuando ... pasamos de verlos en blanco y negro a contemplarlos a color. Confieso que esas cosas siempre me han emocionado. Puede venir una estrella de Hollywood, o el tipo más importante del planeta, que ni me inmuto. Pero cada vez que regresa un referente de la infancia vuelvo a ser niño. Como aquella tarde. Yo ya no vestía pantalón corto y llevaba barba senior. Quizá por ello no me sorprendió que el payaso llegara vestido de calle. Como un superhéroe sin malla, escudo o capa. Nos saludó y acto seguido preguntó por los aseos. Pensé que querría aliviarse. Pero no. Era otra cosa. Entró siendo Alfonso Aragón y salió como Fofito. Con su camisón rojo ribeteado en azul y blanco a la altura del cuello, su bombín negro y sin la nariz roja. No le hacía falta. El payaso auténtico lo es con o sin maquillaje. Y así pasó la tarde. Rodeado de niños que no imaginaban que un día serían adultos y de adultos que habían olvidado que una vez fueron niños. Como un servidor ayer, cuando me enteré de que Fofito se retiraba tras 50 años de pisar pistas y escenarios. Lo hace cargado de recuerdos, éxitos y fracasos. Una vida llena risas y lágrimas.
No ha sido fácil su caminar pese a esa sonrisa cargada de oficio. Reconoce que se equivocó muchas veces. Que vivió en el lado salvaje, asomado a demasiados abismos. Tocó fondo. Pero tuvo la valentía de contarlo. De intentar arreglar los desencuentros con los suyos y consigo mismo. De ser padre y dejar de ser hijo. Un viaje tan complejo como el arte de hacer reír. Créanme que no hay nada más difícil y menos valorado. Como si la risa nos viniera de serie. Cuando la realidad es otra. Lo primero que hacemos al llegar a esta vida es llorar de forma natural o vía cachete. Para que quede claro que este es un valle de lágrimas. Por eso admiro a los payasos. Como Fofito. Que sobrevivió y regresó al camisón rojo y a los zapatos negros. Lo hizo en un tiempo en el que ya no se llevaba el circo tradicional. Ese mundo mágico que visitaba ciudades ya no interesaba, o interesaba menos, a pequeños y a mayores. Pero algunos como los Aragón insistían. Recuerdo al gran Miliki en su caravana asentada en el Parque de Etxebarría cuando me cantó «Feliz en tu día» con cara de empresario preocupado. Nunca he visto a un payaso alegre fuera del circo. Como la noche en que mi padre me llevó a ver al gran Tonetti. Según se desmaquillaba su tristeza asomaba por los poros. Recuerdo que aquella caravana me pareció la casa de la melancolía. Poco o nada ayudaron las ropas con brillantina colgadas en cuerdas de ropa vulgar o ver a las fieras dormir en la oscuridad lejos de los focos. Ese día entendí que el circo, el de siempre, se moría. Sentí lo mismo que la fatídica noche en la que descubrí la verdad de Melchor y compañía. Como si me arrebataran el brazo de la inocencia. De ahí que el adiós de Fofito todavía genere emociones a mis trabajados 55 marzos. Siempre quise tocar el saxofón de Gabi, llevar la gorra escocesa de Miliki y tener la gracia de Fofó. Pero con los años entendí que son otros los payasos que realmente podría ser. El que siempre llega tarde. El que, aunque toca la gloria, rara vez la alcanzará. El secundario de lujo, si es que alguna vez fue un lujo ser secundario. El otro.
El debate en nuestros tiempos era si eras de Fofó, de Miliki o de Gabi. Pero la realidad era otra más profunda. Que al que nos parecemos realmente es a Fofito. El payaso que tuvo que vivir bajo la sombra de un hombre que era más mito que padre. En una familia donde, como en casi todas, no se vivieron siempre días de vino y rosas. Por eso le deseo lo mejor. Se lo merece por darnos esos 50 años. Y por dos cosas. Porque un payaso nunca se jubila. Y porque siempre admiraré a quien pide que le entierren entre risas y vestido de payaso.
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