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Lo raro no es que hayan colocado en Bayona una escultura conmemorativa del desarme de ETA. Estos gestos simbólicos y sus productos resultantes permiten toda clase de interpretaciones, y tan legítimo es considerar que con ella se rinde tributo a un episodio infame de la ... historia como que, por el contrario, se celebra el viaje sin retorno del monstruo a la oscura región de los olvidos. Lo raro, lo inexplicable, lo doloroso es que ese símbolo consista en la figura de un hacha. Un hacha gigantesca, además: para que no pase inadvertida al visitante de la que hasta ahora fue una bella y acogedora ciudad del suroeste francés. Hace dos años, con motivo del acuerdo de alto el fuego entre el Gobierno colombiano y las FARC, los firmantes usaron una bala reciclada en bolígrafo a fin de representar el contraste entre el pasado sangriento y el ansiado futuro de concordia. Pero no todo el mundo captó la sutileza de aquel detalle pretendidamente pedagógico. Hubo quien se espantó, no sin motivo, por la frivolidad posmoderna de borrar el cuerpo del delito disfrazándolo de material de escritura, como en una resurrección del ideal caballeresco de las armas y las letras.
Si de algo andamos sobrados en estos tiempos de júbilo consumista es de objetos de diversa naturaleza a los que atribuir propiedades simbólicas sin necesidad de meternos en jardines. O ni siquiera eso: la mejor escultura vasca de este siglo y el pasado abunda en corrientes abstractas acostumbradas a expresar conceptos por medio de formas sin referente que no apelan a la memoria del espectador. Quiero decir que la elección del hacha no es inocente. Reprochamos a menudo al discurso político su propensión a tomarnos por idiotas, pero también los discursos del arte, de la comunicación y de la propaganda tienden a pecar de lo mismo. Un hacha es un hacha es un hacha, habría dicho Gertrude Stein. Se la mire por donde se la mire, esta hacha invertida y voluminosa que ha venido a contaminar la explanada Roland Barthes de Bayona es una elección de mal gusto que violenta la sensibilidad de las víctimas y ofende la inteligencia de todos. Viene a ser la traducción al lenguaje plástico de los homenajes a terroristas excarcelados en el lenguaje de la vida social.
Todavía el hacha etarra sigue manchando tapias de suburbios y toboganes de parques infantiles -lo han visto mis ojos no lejos de donde escribo esto-, en una terca resistencia a la retirada, en una patética mueca de 'miles gloriosus' refugiado en su nostalgia. Pero nadie imaginaba que a estas alturas se presentaría vestida de gala, con la bendición de las autoridades municipales y el guiño insolente de unos autodenominados artesanos de la paz, a tocarnos las narices por muchos años. Porque ya se sabe lo que ocurre con las esculturas públicas, por espantosas que sean: una vez erigidas ya no hay dictamen estético, precepto legal ni argumento moral que acabe con ellas.
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