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JOSÉ AHUMADA
Domingo, 10 de diciembre 2017, 01:13
Las anotaciones del padre Gregorio Ungo en el libro de defunciones de la parroquia de Limpias llaman la atención por su pulcritud. Son páginas y páginas escritas a pluma con una letra fina, algo inclinada a la derecha, en las que es imposible encontrar borrones ... ni tachaduras. Con esa esmerada caligrafía copió del Registro Civil, el 11 de septiembre de 1938, los nombres y las circunstancias en que murieron los 74 integrantes de la ‘lista Larrinoa’. Es fácil así imaginar a don Gregorio como hombre cuidadoso y metódico.
«Decía que se podía echar hasta la tercera parte de agua en el vino para consagrar, y detalles de esos tenía a montones», recuerda sor Isabel, religiosa de las Hijas de la Cruz, que le conoció siendo niña, y él bastante mayor, en 1952. «Yo estaba entonces interna en el colegio y él venía a hacer el Catecismo. ‘Se puede ayunar tomando algo a la noche, pero leche de la que tenemos aquí no: es muy fuerte y hay que rebajarla’. Era así, meticuloso y muy recto».
Gregorio Ungo Angulo llegó a Limpias para hacerse cargo de la parroquia en 1931. Era ya entonces un sacerdote maduro: había nacido en 1883 en Anzo de Mena, localidad de la provincia de Burgos pero perteneciente a la Diócesis de Santander. Por ese motivo los progresos en su carrera eclesiástica quedaron recogidos en ‘El Diario Montañés’ de la época. En 1905 el periódico daba cuenta de que había recibido la orden de subdiaconado; en 1907, el presbiteriado. El 18 de junio de ese mismo año, «el muy virtuoso y aventajado sacerdote» cantó su primera misa.
Fidel Martínez, un vecino de Limpias de 87 años, debió de ser de sus primeros monaguillos. «Era muy bueno y muy religioso. Y leía mucho. Tenía una biblioteca, que creo que se llevaron para Sarón, que era la mejor que había en la Montaña». Ana, su mujer, mete baza: «Al cura le quería todo el mundo, ricos y pobres. A tu madre le tengo oído que daba muchas limosnas».
Aunque entonces era un crío, Fidel aún conserva en la memoria algunas imágenes de la guerra. Dice que sí se sabía dónde estaba la fosa donde descansan Juan Larrinoa y tantos de sus camaradas -«la hicieron los soldados. Ahí los metían y ya está: no había más funerarias»- y que se acuerda de la primera misa de don Gregorio al regresar al pueblo, lleno de combatientes italianos.
También le ayudó en la misa, pero poco antes de que se jubilase, Francisco Javier Castro. «Me preparó en la catequesis y después, enseguida, se retiró, pero siguió viviendo aquí». Cuenta que, al morir, fue enterrado en el cementerio de Limpias, a unos metros de la fosa de los republicanos. Habla de él como de persona recta y cumplidora, y no le cabe duda de que esa forma de ser le llevó a registrar todas aquellas defunciones. «No es que no le fuera ni le viniera: el cementerio parroquial es una responsabilidad del párroco, que tiene que saber quién está allí, y él llevaba la cuenta de todos los que estaban enterrados. No sé si son sólo los del hospital: según me contó mi madre, cuando hubo el bombardeo en Ampuero llevaron restos a su cementerio hasta que se llenó, y lo que no cupo lo trajeron aquí».
«Él cumple en conciencia con lo que tiene que hacer, y lo hace meticulosamente. Ése es el mérito», apunta el padre Víctor Santos, actual párroco de la localidad. «Por lo que estoy viendo, se trata de un señor con una gran delicadeza pastoral: estamos hablando de 1937, en plena Guerra Civil. Y después de la catastrófica persecución a los eclesiásticos, se aparta de rencores y con una conducta totalmente imparcial registra esos muertos».
Ese sentido del deber es el que obligaría a don Gregorio a redactar una nota aclaratoria en ese mismo libro de difuntos el 31 de agosto de 1937. Explica que «desde los primeros días de septiembre de 1936 hasta casi igual fecha del año siguiente» el culto parroquial quedó «totalmente abolido» por lo que, «para obviar posibles inconvenientes en lo futuro y debidamente autorizado», decidió consignar «las notas personales de los finados».
El tiempo ayudó a rellenar las siguientes páginas hasta llegar a la correspondiente al 2 de abril de 1959, en la que se da cuenta del entierro de don Gregorio, fallecido el día anterior «a consecuencia de un cáncer intestinal en la Casa Salud de Valdecilla». Se añade que el sacerdote, hijo de don Florencio Ungo García y doña Vicenta Angulo Ruigómez, contaba con 76 años y que fue honrado «con entierro y funerales de Primera Primerísima categoría».
«A mí me parece una cosa muy importante que el cura escribiese aquella lista», reconoce José Antonio Larrinoa, el jubilado que, buscando a su tío Juan, rescató del olvido a otros setenta contendientes. «No sé qué ganaba ni por qué lo hizo. Tendría una cosa de moral... pensaría que debía quedar constancia de esa pobre gente».
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