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La embajada ante la Santa Sede es, ante todo, una instancia de mediación, pero tambén tiene mucho de deslumbrante representación y escaparate de prestigio. En enero de 1966 un enjambre de paparazzis apostados ante el palacio Monaldeschi llamó la atención de los viandantes italianos y ... los turistas. No esperaban a ningún cardenal. En su interior se alojaba Jacqueline Kennedy, la viuda de América.
Todavía rota tras el asesinato de su marido, John Fitzgerald, poco más de dos años antes, había sido invitada a pasar unos días en Roma por el embajador español Antonio Garrigues y Díaz Cañabate, amigo de la familia. De riguroso negro llegó en avión desde Gstaad, la estación invernal suiza, y desató toda clase de habladurías por su relación con el diplomático madrileño, también viudo y católico militante. La audiencia que le concedió Pablo VI disipó cualquier duda.
En el palacio caben todas la pasiones humanas. Alberga, por ejemplo, dos esculturas de Bernini, acérrimo enemigo de Borromini, que años después la embajada los ha reconciliado. 'Anima beata' (el alma beata) y 'Anima damnata' (el alma condenada) bien podrían servir para definir la experiencia de los distintos embajadores.
Muy 'beato' fue el gallego Francisco Vázquez, exalcalde socialista de La Coruña y considerado «agente doble» en la delegación diplomática porque parecía defender más los intereses de la Iglesia que los del Gobierno. Ahora ha criticado el nombramiento de Isabel Celaá, al considerarlo un «desaire» y un «trágala» por su Ley de Educación. Vázquez consiguió que su paisano Amancio Ortega, dueño de Inditex (Zara), financiara en 2007 el arreglo de la fachada de la embajada con 1,5 millones de euros.
El 'alma condenada' podría ser Gonzalo Puente Ojea, ateo declarado y referente del laicismo. El diplomático fue nombrado embajador en 1985 a iniciativa de Felipe González, en un movimiento de autoridad ante la Santa Sede (tenía una mayoría parlamentaria y social aplastante) para reafirmar la autonomía del poder civil frente al eclesiástico. El Vaticano dio el plácet a regañadientes, pero miembros de la jerarquía iniciaron una campaña de desprestigio contra su persona cuando se divorció y se volvió a casar por lo civil. Una de las primeras cosas que hizo en la sede diplomática fue tapar con una tela la imagen de la Inmaculada pintada por Salvatore Bianchi en 1715, que se conserva en la capilla privada junto a una colección de casullas bordadas en seda y oro.
Dos años después la situación se hizo insostenible con un embajador con la reputación dañada, aislado en el palacio de Monaldeschi sin poder cumplir su misión de representación. Fernández Ordóñez, entonces ministro de Asuntos Exteriores, le cesó de una manera fulminante, lo que amargó su existencia. Se había unido a una vecina de la localidad vizcaína de Getxo, Pilar Lasa, donde se dedicó a escribir con furia libros muy críticos con la religión y la Iglesia. Su casa acaba de ser derruida para construir pisos.
La presencia de Isabel Celaá, también vecina de Getxo, está siendo bien acogida, pese a los recelos iniciales. Incluso empieza a dominar el italiano. Mientras llega el 8 de diciembre, cuando el papa se acerque al obelisco de la Inmaculada (a la embajadora le gustaría que Francisco visitara la sede), se puede entretener leyendo los libros de Jorge Dezcallar de Mazarredo, embajador ante la Santa Sede entre 2004 y 2006 y antes director de los servicios de inteligencia españoles. Los diplomáticos siempre han tenido un poco de espías.
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