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Muchas veces tendemos a contar nuestras biografías como si tuviésemos todo trazado de antemano, a base de reflexión concienzuda y planificación detallada, pero en realidad la vida nos arrastra a menudo sin atender a nuestras previsiones. Y eso es algo que Verónica Hormaechea tiene muy ... claro: el relato de cómo se convirtió en fundadora de un colegio y un centro comunitario en un rincón de Gambia arranca con un djembé, un tambor africano. Un amigo de Verónica quería comprarse uno y, como ella trabajaba de coordinadora en Spanair y tenía facilidad para volar, decidió acompañarle hasta allí. Ni siquiera había pisado nunca el África subsahariana: «Fui sin saber nada -sonríe-, solo que la 'Lonely Planet' decía que Gambia es un buen país para empezar a conocer esa parte del continente y que tiene un río navegable. No hubo un plan, simplemente se fueron juntando las cosas y yo estaba en un momento de dejar que la vida hablase. Y habló».
Aquel mismo año, 2009, Verónica volvió dos veces al pequeñísimo país de la costa atlántica, cargada con medicamentos que hacían mucha falta. «En dos años y medio acabé haciendo trece viajes. Trabajaba como una loca para ir cada dos o tres meses y pasar quince días allí. Es una sociedad vapuleada: el río Gambia fue muy importante en el transporte de esclavos y aquello dejó una impronta. Hay mucho turismo sexual. Y, aunque el potencial es el mismo que en todas partes, no cuentan con las herramientas para desarrollarlo», explica. Primero pidió una excedencia para trabajar con niños gambianos: «Solo se lo dije a mi entorno más cercano, porque no sabía bien lo que estaba haciendo. Estudié métodos para estimular la creatividad, pero pronto me di cuenta de que no hay nadie tan creativo como el que no tiene: los propios chavales me pidieron que les enseñase a leer y escribir y empezamos con los 'talleres ABC'. Al principio íbamos de una pared a otra, buscando sombra, o nos resguardábamos con unos palos y unas hojas de palmera. Nos prestaron una lona de camión, pero tuvimos que devolverla».
Y ahí la vida, siempre a lo suyo, volvió a hablar: Spanair cerró, aquellas clases que perseguían la codiciada sombra acabaron convirtiéndose en la ONG Sunu Buga Buga (algo así como 'lo que nos gusta' en wólof) y las estancias engañosamente provisionales de Verónica se afianzaron en una residencia estable y, según parece, definitiva: «Yo ya había vivido años de manera alternativa en Andalucía y en un caserío de Arrieta. Todas aquellas experiencias que parecían un poco locura y un shock para mi familia eran una preparación para esto: en Gambia nunca he tenido duda de estar donde tengo que estar y de hacer lo que tengo que hacer».
Su trabajo se desarrolla en un área concreta de Bijilo, en plena zona turística de Gambia. «Tenemos cerquísima el hotel Coco Ocean, muy lujoso, y están construyendo una autovía bestial. Es una zona urbana, pero entras a nuestras calles y son de arena, sin saneamiento, con casas muy simples que en Euskadi llamaríamos chabolas: los tejados son de hojalata, y a veces las puertas y las ventanas también, y el suelo es de tierra o de cemento, con un hule de plástico por encima. Suele haber solo una cama y los niños duermen en esterillas o colchones: algunos vienen por la mañana con trozos de espuma en el pelo. Ahora hay luz en más casas, pero normalmente no tienen frigorífico, porque consume mucho, y además hay cortes constantes de electricidad», va describiendo Verónica. El barrio se ha poblado con familias analfabetas procedentes del campo, que muchas veces desconfían de la enseñanza 'toubab' (ese es el apelativo que se da a los blancos y lo que tiene que ver con ellos) y no escolarizan a sus hijos: los varones suelen acudir a la madrasa, la escuela coránica, y las niñas se preparan para un matrimonio temprano.
Sunu Buga Buga se los ha ido ganando poco a poco. «Hemos crecido juntos y ahora es su centro: cuando viene un familiar, enseguida se lo enseñan. El primer curso, que fue el de 2011-2012, los niños venían sin horario. Ahora tenemos educación infantil y primaria y después les seguimos acompañando en los seis años de secundaria. Y tenemos la primera niña que empieza la universidad, Adama Janneh. No es que haya abierto una puerta, ¡ha abierto un portalón! Viene de una familia muy grande, muy tradicional, en la que nadie había ido nunca al colegio». La educación consigue que las bodas de las niñas se retrasen: «Y, además, al estar más tiempo en el sistema educativo, se empoderan y pueden negociar más. Ahora tenemos un montón de fieras en secundaria y estamos buscando cómo sufragar otros cinco universitarios: a Adama la esponsoriza una particular».
- Es rompedor que la primera universitaria sea una mujer, ¿no?
- En realidad los hombres también lo tienen mal, porque se les anima a dejar la educación para ponerse a trabajar o a aprender un oficio. Las chicas son más constantes porque saben que, si paran, tienen su destino escrito.
La jornada en Sunu Buga Buga arranca a las ocho, cuando empiezan las clases y Verónica abre el botiquín, que se ha convertido en una parte muy importante del pequeño complejo. «Todos los días pasa por allí un montón de gente. Del propio centro de salud nos envían a veces personas quemadas, porque tenemos el material: se producen muchos accidentes con quemados en los talleres o al cocinar por las calles. Vienen niños con fiebre, detectamos casos de malaria y hay muchos hongos, tiña, sarna...», repasa. El botiquín, que colabora con la cercana misión médica cubana, se beneficia de actos espontáneos de generosidad: «Una dermatóloga se pasó allí todas las mañanas de sus vacaciones. El verano siguiente, vino a diario un pediatra de Jaca con la hija de su pareja, que era enfermera. Otro año, dos enfermeras empezaron el programa de tensión arterial... Es mágico encontrarse con cierta gente, hay personas maravillosas en el mundo», agradece Verónica, que cita también al empresario de Valladolid que les donó las placas solares («y vino a colocarlas») y les permitió así tener luz cuando el barrio se queda a oscuras.
Los alumnos que acuden al colegio desayunan allí. «No hay desnutrición, pero sí desequilibrio nutricional, y procuramos darles fruta y lácteos, que no están en su dieta diaria. Tenemos mangos de mayo a julio, pero el resto viene todo de fuera y es carísimo: ¡es como vivir en una isla! Dos días a la semana les damos chakri, un yogur natural con cuscús y azúcar, y los otros tres fruta». Las clases acaban entre la una y dos, pero por la tarde, a partir de las cinco, funciona el centro de actividades: «Allí hay lo que los chavales europeos tienen en sus casas: disfraces, pinturas, libros, muñecas... Y hacemos talleres de manualidades, teatro...». Después del anochecer, empiezan a llegar los chavales mayores que utilizan el centro como sala de estudio, por el codiciado tesoro de la luz eléctrica. Y los sábados hay cine: «Bueno, cine en una tele grande, ja, ja... Les chifla 'Karate Kid', la han visto doscientas mil veces, y también 'Mamma Mia' y 'Kirikou'». Son muy importantes las jornadas de puertas abiertas, cuando los niños muestran a sus familias lo que aprenden allí dentro: «Este año queremos que un día hagan de profes con sus padres y les enseñen, por ejemplo, a escribir su nombre».
La enseñanza se lleva a cabo en inglés, que es el idioma oficial del país, aunque la mayor parte de la población de la zona habla wólof. «No saben inglés, pero lo necesitan para cualquier cuestión pública -comenta Verónica-. En Sunu Buga Buga tratamos de ofrecerles herramientas para que evolucionen y se hagan dueños de su país, su riqueza y su vida». Se puede encontrar más información y hacer donativos en la web sunubugabuga.org/es
- ¿Cuántos trabajadores tiene el centro?
- El comité somos ocho personas.
- ¿Todas de allí excepto usted?
- Bueno, en realidad yo también soy de allí.
Lo dice convencida. En Gambia tiene a sus tres hijas adoptivas, de 15, 11 y 7 años, y las contadas veces que vuelve por Bizkaia -por ejemplo, hace un par de semanas, para dar unas charlas- va contando los días para regresar a Gambia. No se trata solo de nostalgia: «Cada vez que vengo, me noto en una burbuja. Estamos aquí medio locos, tenemos tal cantidad de estímulo externo que se hace difícil encontrar momentos de paz, de realmente estar. Cuando te desacostumbras, eso se vuelve muy agotador».
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