El silencio en las inmediaciones de Fukushima Daiichi sigue siendo una parte inherente del paisaje. A más de una década del desastre que sacudió al mundo, la central nuclear sigue siendo un lugar de desolación, donde la vida parece negarse a hacerse un hueco. A ... principios de septiembre de este 2024, el gobierno japonés anunció que reanudaría las labores de limpieza, un esfuerzo monumental que se ha pospuesto durante años, mientras se desarrollaban métodos seguros para retirar las 880 toneladas de escombros y agua contaminada que aún permanecen en los tres reactores dañados. Aunque esta operación es crucial, no es más que un nuevo paso en un proceso que podría durar décadas.
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La empresa que gestiona la planta, TEPCO, ha puesto en marcha un brazo robótico gigante que, debido a la alta peligrosidad de la misión, será el único en adentrarse entre los restos espectrales de la central, que parecen sacados de una película postapocalíptica de los noventa. Una vez dentro extraerá los restos de combustible nuclear. Este trabajo, suspendido hace un mes por un error en el equipo, es un avance importante en la ardua tarea de desmantelar una planta, sinónimo de uno de los mayores desastres tecnológicos y ambientales del siglo XXI.
Todo comenzó el 11 de marzo de 2011. A las 2:46 p.m., Japón fue sacudido por un terremoto de magnitud 9,1, el más fuerte en la historia del país. El epicentro se ubicaba en el océano Pacífico, a unos 130 kilómetros de la costa de Sendai, y la intensidad del temblor se sintió incluso en Tokio, a más de 300 kilómetros de distancia. El terremoto duró apenas tres minutos, pero dejó tras de sí una estela de destrucción que retumba hasta el día de hoy. Sin embargo, la verdadera tragedia estaba por llegar.
Cincuenta y cinco minutos después del sismo, un tsunami de olas gigantescas, algunas de hasta 15 metros, golpeó la costa noreste de Japón. El agua arrasó con todo lo que encontraba a su paso: edificios, automóviles, y barcos fueron engullidos por la fuerza del mar. Fukushima Daiichi, una planta nuclear construida a mediados de la década de los 60, no fue la excepción. Sus defensas, diseñadas para soportar olas de solo tres metros, fueron completamente superadas.
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El tsunami inundó los generadores que alimentaban los sistemas de refrigeración de la planta. En cuestión de minutos, la situación se volvió crítica: tres de los seis reactores de Fukushima Daiichi sufrieron una fusión parcial de sus núcleos. La temperatura en el reactor 1 alcanzó más de 2.300 grados Celsius, lo que provocó que el combustible nuclear se mezclara con los escombros de la infraestructura, formando una masa de radioactividad extrema conocida como «corio».
A medida que la temperatura seguía subiendo y los sistemas de seguridad fallaban, el desastre se tornó inevitable. En los días siguientes al tsunami, entre el 12 y el 15 de marzo, tres fuertes explosiones de hidrógeno sacudieron la planta. Las imágenes de las columnas de humo que se elevaban sobre los reactores recorrieron el mundo, despertando temores de una catástrofe nuclear de proporciones aún mayores, similar a la de Chernóbil en 1986.
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Las autoridades japonesas actuaron con rapidez para ordenar la evacuación masiva de las zonas cercanas. En las primeras horas del desastre, unas 185.000 personas fueron desalojadas de sus hogares, la mayoría de ellas dentro de un radio de 20 kilómetros de la planta. Muchas familias huyeron solo con lo puesto, sin saber si algún día podrían regresar a sus hogares. Los niveles de radiación aumentaron rápidamente, y el gobierno amplió la zona de evacuación conforme se conocían más detalles sobre la magnitud del accidente.
Pese al primer lavado de imagen, ante la rápida reconstrucción de las infraestructuras, Naoto Kan, el primer ministro japonés se vio arrollado por el mayor desastre en el archipiélago desde la II Guerra Mundial, a los nueve meses de llegar al poder, y el 25 de agosto de 2011 hizo pública su dimisión como líder del Partido Democrático (PD).
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Con el tiempo, los lugares cercanos a la planta se convirtieron en auténticos pueblos fantasmas. Más de una década después, algunos de esos lugares permanecen vacíos, atrapados en una especie de limbo entre el pasado y el futuro. En las áreas más afectadas, donde la radiación sigue siendo peligrosa, el gobierno ha establecido una «zona de difícil retorno», un perímetro de 360 kilómetros cuadrados donde la vida humana no puede prosperar.
El accidente nuclear no solo dejó tras de sí una devastación inmediata, sino que desencadenó una crisis ambiental, económica, política y humana a escala global. Las explosiones en los reactores liberaron grandes cantidades de material radiactivo al aire, al suelo y al océano. En particular, la contaminación del océano Pacífico se convirtió en uno de los principales focos de preocupación. Durante los primeros años tras el desastre, las autoridades japonesas admitieron que se habían vertido al mar decenas de miles de toneladas de agua radiactiva. Aunque la planta ha implementado sistemas de tratamiento de agua para filtrar los elementos más peligrosos, las fugas continuaron siendo un problema hasta bien entrada la década de 2020.
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En agosto de 2023, TEPCO comenzó a liberar agua tratada al océano, asegurando que los niveles de radiación eran mínimos y que no representaban un riesgo significativo para la salud pública. Sin embargo, los pescadores locales y los países vecinos, especialmente China, expresaron su preocupación, ya que temían que las sustancias radiactivas se acumulasen y afectasen a la cadena alimentaria, lo cual podría afectar a la industria pesquera, una de las más importantes de la región.
Hasta la fecha, se estima que Japón ha vertido un total de 63.000 toneladas de agua contaminada al mar, de las 1.300.000 toneladas que se acumulaban dentro de la planta. La industria pesquera local, que ya había sufrido un duro golpe tras el accidente, se enfrenta ahora a nuevos desafíos para recuperar la confianza de los consumidores.
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A medida que se reanudan las labores de limpieza en la central, queda claro que el camino hacia la recuperación será largo y complicado. El desmantelamiento completo de los reactores dañados podría tardar entre 30 y 40 años, según las estimaciones de los expertos. Los residuos radiactivos, incluidos las 880 toneladas de escombros que aún permanecen dentro de los reactores 1, 2 y 3, deben ser retirados con extremo cuidado para evitar nuevas fugas de radiación.
El trabajo es lento y peligroso. En algunas partes de la planta, los niveles de radiación siguen siendo tan altos que solo se puede acceder a través de robots, como el brazo robótico que ahora se encarga de extraer muestras de combustible fundido. Las muestras, una vez recogidas, serán analizadas por el Organismo de Energía Atómica de Japón para determinar las condiciones exactas dentro de los reactores. Este proceso es clave para avanzar en la limpieza, pero también pone de relieve la fragilidad del entorno en el que se trabaja.
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Mientras tanto, la vida en las zonas afectadas por el desastre sigue siendo una mezcla de incertidumbre y resiliencia. Aunque algunas áreas han sido declaradas seguras para habitar, muchas de las personas evacuadas han decidido no regresar. En los pueblos cercanos a Fukushima Daiichi, la naturaleza ha comenzado a reclamar lo que la humanidad dejó atrás: edificios vacíos invadidos por la vegetación, calles desiertas donde solo se ven animales salvajes que, irónicamente, han prosperado en ausencia de los humanos.
Aquellos que han regresado a sus hogares enfrentan un entorno cargado de tensión. A pesar de las garantías del gobierno de que los niveles de radiación son seguros, el miedo persiste y la desconfianza hacia TEPCO y las autoridades es palpable, alimentada por años de incertidumbre y de la sensación de que la tragedia pudo haberse evitado. Y es que en el año 2012 un informe de la comisión de investigación parlamentaria elaborado por expertos, entre ellos el Premio Nobel de química en 2002 Koichi Tanaka, afirmaba rotundamente que «el accidente en la planta de Fukushima Daiichi no se puede contemplar como un desastre natural. Fue un desastre hecho por el hombre que podría haberse previsto y evitado» tras seis meses de investigación.
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No exentos de polémica por cada paso que dan, lo cierto es que, con cada nueva operación de limpieza, el país avanza un poco más en su esfuerzo por desmantelar la planta, pero el fantasma de Fukushima sigue presente en la conciencia colectiva de Japón y del mundo. Mientras los ingenieros y científicos trabajan en los reactores dañados, los habitantes de la región intentan reconstruir sus vidas, siempre con la mirada puesta en un futuro incierto.
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