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Lorena gil
Martes, 10 de julio 2018
«Veré la paz siendo obispo». José María Setién siempre soñó con ver una Euskadi en paz. Erró cuando en 1998, en plena tregua tras el Pacto de Estella, hizo ese pronóstico. Tuvo que esperar aún hasta que en 2010 ETA declaró el final «permanente e irreversible» de su actividad terrorista. El que fuera obispo de San Sebastián durante casi tres décadas dejaría el cargo el 9 de diciembre del año 2000. Presentó la renuncia al Vaticano por decisión «estrictamente personal». A sus 72 años –tres antes de alcanzar la edad oficial de jubilación–, el prelado ponía fin a 27 años al frente de la diócesis gipuzcoana. La madrugada del martes falleció tras haber sufrido un ictus el domingo y permanecer desde entonces ingresado en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Donostia.
José María Setién Alberro nació en Hernani en el seno de una familia acomodada. Primero de la clase en el colegio del Sagrado Corazón, hablaba varios idiomas –castellano, euskera, latín, alemán y francés– y ha dejado una amplia producción literaria. Se licenció en Teología y se doctoró en Derecho Canónico en la Universidad Gregoriana de Roma. En 1951 fue ordenado en el seminario de Vitoria, cuyos compañeros destacan de él sus «magníficas dotes futbolísticas», y en 1960 se trasladó como profesor a la Universidad Pontificia de Salamanca. Allí coincidió con Sabino Ayestarán, quien le describe como «un hombre trabajador y afable en las distancias muy cortas», reconoce el catedrático emérito de Psicología Social.
A finales de la década de los sesenta fue nombrado vicario general de la diócesis de Santander y después, en 1972, fue consagrado en la catedral del Buen Pastor de San Sebastián como obispo auxiliar de Jacinto Argaya, a quien sustituyó como titular siete años después.
Durante su homilía en el acto de toma de posesión advirtió de que su trayectoria episcopal estaría basada en lo que definió como «tres líneas de fuerza». En primer lugar, «trabajar por una Iglesia que, cada vez más se proponga como objetivo propio servir al Evangelio»; «buscar los auténticos valores humanizadores y pacificadores del Evangelio, y hacerlos presentes con humildad, pero con firmeza, en la sociedad», y por último, «hacer de las comunidades cristianas lugares en los que los cristianos aprendamos a ser libres, fraternales, honrados, luchadores por la justicia, creyentes y esperanzados, para que sea más creíble el Evangelio que queremos anunciar». Setién hizo gala a lo largo de su episcopado de un vasto conocimiento teológico. Todos reconocían que sobresalía por su capacidad intelectual.
Los funerales por el alma de José María Setien a se celebrarán en la catedral de San Sebastián este miércoles a las 12,00 horas. Tras la eucaristía, será enterrado en el presbiterio, a la derecha del altar mayor, por expreso deseo suyo. Será el cuarto obispo que descansará la cripta de la catedral, según informaron fuentes de la diócesis donostiarra.
La capilla ardiente estará abierta entre las 14.00 y las 20.00 horas de este martes y este miércoles desde las 8.00 y hasta la hora del funeral.
Lo más común es que los obispos católicos pasen por distintos destinos a lo largo de su vida. No fue su caso. Setién desarrolló su labor siempre en la misma sede, llegándose a convertir en uno de los personajes «más influyentes de Gipuzkoa», coinciden en señalar tanto sus simpatizantes como sus detractores. En 2003 recibió la medalla de oro de dicho territorio. «Le interesaba más el poder de la Iglesia que el de la evangelización», sostiene Ayestarán. Un sector mayoritario de la sociedad y la Iglesia en ese territorio ha permanecido fiel a su ideario.
José María Setién destacó por un discurso «más jurídico, político, que incluso iba más allá de lo que se presupone a su cargo», explica el catedrático emérito en Teología Rafael Aguirre. Su vocación intelectual se convirtió en algunos casos en un arma de doble filo. Por ejemplo, al abordar el problema del terrorismo en Euskadi. En sus escritos y homilías se refirió siempre a esta cuestión desde una perspectiva que le reportó un sinfín de críticas por su «ambigüedad» y por estar «más cerca de los verdugos que de las víctimas». Tras el asesinato del socialista Enrique Casas a manos de ETA, Setién no permitió que el funeral se celebrase en la catedral del Buen Pastor. Argumentó que era para no causar un conflicto porque en otro momento podía pedírselo la familia de un etarra.
El 20 de enero de 1996, cuando se dirigía a celebrar misa, pasó, sin dedicar siquiera una mirada, junto a los hijos, los amigos y los empleados del empresario José María Aldaya, quien entonces llevaba secuestrado unos ocho meses.
Durante la tregua de 1998, fruto del acuerdo entre PNV y Herri Batasuna que alumbró el Pacto de Estella, sus cartas pastorales fueron especialmente conflictivas. En ellas llegó a manifestar, «aunque no con esas mismas palabras», que la Constitución debía recoger el derecho a la autodeterminación. Ese mismo año se ofrecería a mediar «a favor de los presos políticos» porque, decía, lo que «hay aquí es un conflicto político». «Era una referencia en el mundo nacionalista, incluso fue uno de los asesores áulicos de Juan José Ibarretxe, en su época de lehendakari», puntualiza Rafael Aguirre. En una conferencia en Madrid llegó a afirmar que el Estatuto de Gernika «ya no era válido». En 2007 publicó el libro 'Un obispo vasco ante ETA', en el que se refería a los terroristas como «revolucionarios».
Su discurso «sin tapujos» y su liderazgo le valió el apoyo de su equipo y una «larga lista de detractores». «Nada se movía sin su permiso. Era un líder indiscutible que no dejaba margen a contestación interna alguna», describe Aguirre. «Algunos le tildaron de orgulloso, pero no creo lo fuera», añade Sabino Ayestarán. «Tenía una gran inseguridad en sí mismo, pero lo camuflaba bajo una imagen de autosuficiencia. Y lo hacía muy bien».
Pese a que Setién gozaba de una «autonomía inusual» respecto a las altas instancias de la Iglesia, el Vaticano empujó para que abandonara el cargo en 2000. Su despedida no dejó indiferente a nadie. Las opiniones volvieron entonces a dividirse entre quienes consideraron, y lo siguen haciendo, que «fue un incomprendido cuyo trabajo no se supo valorar» y los que saludaron su dimisión como «una buena noticia». Su sucesor al frente del obispado de San Sebastián fue Juan María Uriarte.
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Silvia Cantera, David Olabarri y Gabriel Cuesta
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