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Sergio García
Lunes, 4 de junio 2018, 02:47
«Comed y bebed hasta que podáis distinguir el hilo blanco del hilo negro». El versículo del Corán se refiere así al alba y a la noche, las fronteras que marcan el período durante el cual se puede romper el ayuno preceptivo del mes de ... Ramadán, uno de los cinco pilares del Islam. Desde el pasado día 17 y hasta el 16 de junio, los musulmanes de todo el mundo viven al compás de un ritual ancestral con el que purifican su espíritu y honran a Dios. En Bizkaia, donde unas 25.000 personas profesan esa fe, las mezquitas se llenan de noche para dar gracias después de un banquete que pone fin a más de dieciséis horas durante las que está prohibido ingerir alimentos y líquidos, fumar o mantener relaciones sexuales.
«Es tiempo de reflexión, de olvidar rencillas y alentar la convivencia, sin criticar ni insultar a los que nos ofenden». Así lo aseguran Taibe y Amal, un matrimonio marroquí de Bilbao La Vieja, a cargo de tres hijos -de 19, 14 y 5 años- y una sobrina. Los Ouafa han pasado más tiempo en Euskadi que en su país de origen, como acreditan las toallas, banderas, sábanas y equipaciones del Athletic que se multiplican como setas por cada rincón de la casa. Él llegó de Rabat hace treinta años y abrió «la peluquería árabe más antigua de Bilbao, en la calle San Francisco»; Amal le siguió un tiempo después desde Marrakech. «Nuestras familias se conocían, pero yo no acepté salir con él hasta que nos presentaron», puntualiza ella. Mientras Taibe dibuja flequillos y recorta patillas, su esposa se afana en la cocina para dar forma al gran acontecimiento del día: el iftar, la comida comunitaria con la que romperán el ayuno. Sobre el fogón borbotea la olla de harira, una sopa contundente con trozos de carne, garbanzos sin piel, lentejas, tomate triturado, arroz y especias en abundancia que, solo al final, se espesa con harina y cuyos efluvios se derraman por el patio encalado entre una selva de tendederos.
Las viandas se acumulan en la encimera y sobre el suelo como si no hubiera un mañana. «En el Ramadán, tenemos muchos invitados», explica Amal, incluidos «paisanos solteros que no disponen de tiempo para preparar la comida» y que, como si hubieran estado escuchando al otro lado de la puerta, empiezan a llamar al timbre y a llevarse tápers de sopa y pan. «Hay que reponer fuerzas, porque dieciséis, diecisiete horas, es mucho tiempo», explica mientras guarda la cazuela de barro, el tajin, a la que el día de autos ha decidido dar descanso. En su lugar saca la tortilla de patatas, «que les chifla a los niños». Está también el deber de la hospitalidad, la azuka o limosna -«es el IVA árabe», bromea la mujer-, preceptivo en su religión y que lleva incluso a hacer donaciones a la mezquita cuando alguien de la familia se salta el Ramadán (los enfermos, mujeres embarazadas o niños tienen dispensa). «Mis hijos Othman y Ziyad empezaron antes de que les correspondiese. Para ellos era motivo de orgullo, un signo de virilidad aguantar el hambre y la sed sin quejarse», relata su madre con orgullo.
Amal no pierde un minuto. Mientras se hornean las 'pastellas' rellenas de carne y verduras, la mujer da forma a las tortas de pan que ella misma elabora con harina, levadura y un poco de sal, haciéndolas saltar entre sus manos como si tuvieran vida. Pinchos morunos, crepes, huevos duros, empanadillas salpimentadas con cayena y limón... Dulce, salado y picante. Todo encuentra su sitio en la mesa, mientras la batidora da buena cuenta de melocotones, fresas y yogures, en un frenesí tropical.
16 horas y media es el tiempo que pasan los musulmanes al día sin ingerir alimentos ni líquidos, desde que rompe el alba hasta la puesta de sol. La prohibición se hace extensiva al tabaco y las relaciones sexuales. El ciclo lunar explica que cada año se celebre diez días antes.
Un menú contundente La harira es el plato típico del Ramadán, una sopa hecha de legumbres, trozos de carne, especias, tomate triturado, arroz y harina. Todo ello cocinado a fuego lento.
25.000 es la cifra aproximada de musulmanes en Bizkaia, según estimaciones de expertos de la comunidad islámica (no existe un registro de fe). Hay una quincena de mezquitas, repartidas por Bilbao, Bermeo, Ondarroa, Barakaldo...
Taibe llega a casa con el último parte. La aplicación Athanotify del móvil señala el momento exacto al que se pone el sol: las 21.37 horas. Todo está listo. La mesa del salón, presidido por un cuadro de La Meca y otro con suras -versículos del Corán-, empieza a parecer un decorado de las Mil y Una Noches: la luz macilenta, los zapatos apoyados en el umbral de la puerta, la sopera dejando escapar vaharadas de un olor suculento.
Taibe, siguiendo la tradición, rompe el ayuno llevándose un dátil a la boca y acompañándolo de agua. Acto seguido, él y su hijo mediano, Ziyad -que estudia en el instituto de Solokoetxe y que a sus 14 años habla a la perfección castellano y árabe, cursa modelo D y aprende a marchas forzadas francés e inglés- despliegan las alfombras del rezo mirando a La Meca y desgranan los suras del Al Maghreb que preceden al banquete. «En el nombre de Dios, el Compasivo con toda la creación, el Misericordioso con los creyentes». A su término, todos se sientan a la mesa, mientras la televisión marroquí emite un programa de cámara oculta y una comedia que no tarda en desatar las carcajadas. La familia se relaja, comenta las incidencias del día, recuerda con nostalgia cuando viajaban a Grecia, a Bélgica, a Siria, «ahora destrozado». Come. Sin voracidad, pero con apetito, mientras corre el té de yerbabuena, humeante y espumoso, escanciado desde lo alto como si asistieran al txox.
«Lo peor del Ramadán son los primeros días, pero el estómago se acostumbra rápido, salvo cuando tienes un trabajo físico, por ejemplo en la construcción», explica Amal, embutida en su caftán. Quizá cueste más no beber agua. «Imagina a los hermanos que viven en países escandinavos y que ayunan hasta 21 horas cuando la festividad cae en verano y hay noches de sol». Da hambre de sólo pensarlo.
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