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jose domínguez
Jueves, 23 de mayo 2019, 00:52
Cada amanecer la hilera de inmigrantes da la vuelta completa a la comisaría del Cuerpo Nacional de Policía. A veces alcanza la plaza de Indautxu. Todos están tramitando su petición de asilo ante la situación «crítica» que vivían en sus países de origen. Gambia, Senegal, ... Colombia, Honduras, Nicaragua, Venezuela.... Sus experiencias han sido tan dramáticas que no tienen dudas. «Ni puedo ni quiero volver a mi país, prefiero morir aquí», sentencia uno de ellos que se niega a revelar su identidad, «porque la tramitación de este documento puede durar años y te lo pueden denegar por la cosa más pequeña, por cualquier desliz». Estos siete solicitantes de la tarjeta de residencia si han accedido a contar sus experiencias. Aseguran haber huido del infierno para empezar aquí una nueva vida.
Mustapha Souare lleva dos años en España y todavía le cuesta hablar castellano. Pero se expresa con claridad meridiana. No va a perder su oportunidad de lograr la tarjeta de residencia, cuyo documento provisional muestra con orgullo. Ha tenido que salvar muchos obstáculos como para ahora sucumbir a una cola. Por mucho que a las mañanas llegue hasta la misma plaza de Indautxu. Salió de Gambia oculto en un camión y vio cómo compañeros suyos fallecían en el trayecto y acababan tirados en las cuentas. Y ya en Marruecos se subió a una patera y sobrevivió «de milagro» a 18 horas de travesía hasta Almería. Deambuló seis meses por España antes asentarse en Bilbao «y no me quiero ir».
«Soy electricista y tengo trabajo, mi jefe me ha dejado tres días para solucionar esto y lo voy a hacer», sentencia. Tenía cita el día 13 para revalidar el 'Documento acreditativo de la condición de solicitante de tramitación de protección internacional'. La interminable cola, sin embargo, le pilló desprevenido y no pudo firmar. Volvió otro día a las cuatro de la mañana y tampoco. Incluso el domingo pasó la noche entera para nada «porque para asilo solo dan 30 0 35 citas al día». Así que el martes se plantó a las cuatro de la tarde «y tengo el número siete en la lista que nos hemos hecho. Esta vez sí».
Fausto Chévez también lleva tres intentonas y confiaba en que la de esta madrugada de miércoles fuese la definitiva. Era el once. Aunque estaba tranquilo. «Esperaré lo que haga falta porque en mi país no tenía vida». «Escapé» de Honduras hace dos años y medio. Allí la delincuencia de las 'maras' lo inunda todo. «Mataron a mi hermano, que era policía y a mí me amenazaron de muerte», explica. El también había sido policía militar, pero lo había dejado hace 12 años para no tener problema y se había hecho conductor de autobuses. Aunque no consiguió sustraerse del mundo de corrupción y violencia que se vive en Honduras. «Las pandillas cobran impuestos y, o pagas o te matan, y han llegado a aparecer 25 cuerpos sin vida en su solo día», lamenta. Así que no le quedó otra que huir, y el boca a boca le trajo a Bizkaia.
Fausto cuenta su historia con una tranquilidad pasmosa, sin fatalismo. Tiene bien claro que lo mejor es borrar esa parte de su pasado. Aquella vida de pesadilla. Porque ha iniciado una nueva mucho más luminosa y esperanzadora, Aquí ha conocido a Celia y hace nueve meses nació su pequeño Iker. «El es de aquí, no tendrá problemas», sonríe.
Como le ha cambiado la vida. En 2011 se dio el lujo de venir a España de vacaciones con su marido y sus tres hijos. Entonces la vida les iba «viento en popa». Ahora, sin embargo, se ve obligada a tramitar la solicitud de asilo en Bilbao porque hace dos años tuvo que huir de Venezuela con lo puesto. «Lo tuve que abandonar todo allí porque estaba perdiendo todo su valor, si llegué a vender mi casa por los billetes de avión a España».
Según asegura, el régimen de Maduro ha hecho la vida irrespirable en su país «y estamos saliendo todos como podemos». Porque, asegura, quien no se muestra en público como un claro defensor de su régimen, es considerado «su enemigo» y se le hace la vida imposible. «Si hasta nos cobraban las cosas al triple precio que a los afectos». ¿Y cómo los controlan? «Pues de muchas formas, con el carné de la patria, hay que ir a todos los actos convocados por el Gobierno o te consideran rebelde, es un clima tan irrespirable que nos resultaba imposible seguir así», confiesa. Y ojalá pudiese volver, pero no lo ve nada claro. Al contrario. A su juicio, «la cosa va empeorar si Maduro sigue empeñado en mantenerse en el poder a toda costa y por encima de todos los venezolanos».
Se han conocido en la cola para tramitar sus solicitudes de asilo, pero sus vidas están tan unidas por el mismo hilo común que se podrían contar entremezcladas. Los tres han tenido que huir de su país, Colombia, tras ser desterrados por las pandillas que se han adueñado de las calles de todo el país. Se atrevieron a denunciar el tráfico de drogas que «se hace en plena calle, con total impunidad» y lo han pagado muy caro.
Iván Darío Quiceno es quizá el que se ha traído más cicatrices de aquella osadía. «Me pegaron una puñalada y muchos golpes, casi me matan». Y culpa de ello a la propia Policía, «que está totalmente corrompida por estas mafias». Fue presentar la denuncia ante los agentes y comenzar las amenazas, las palizas y, finalmente, la orden de destierro. Con 40 años, tuvo que huir de su pueblo y esconderse junto a su mujer y su hijo. No podían ni abrir las ventanas de su «guarida» por miedo a ser descubiertos. Decidió venirse sólo a España y buscar una oportunidad. Ha encontrado trabajo y ha conseguido ya reagrupar a toda la familia.
Diego Fernando García tiene 27 años y solo lleva dos meses en Bilbao, pero también ha tenido que dejar a buen recaudo a su pareja y a sus dos hijos en Colombia hasta que logre traerlos. En mala hora denunció el tráfico de drogas «que era constante en la esquina de mi casa». «Le rogaba que se fueran y no había manera, así mis hijos no podían seguir, por lo que acabe plantándome en la comisaría». Presentó la denuncia y también comenzó el acoso.
Algo muy parecido le pasó a José Enrique Monsalve, de 43 años. El tampoco veía un futuro seguro para su hijo, que hoy tiene 14 años. «Si no se puede ni salir a la calle con unas zapatillas buenas y, solo con responder al celular, te arriesgas a que te maten para robártelo», asegura. En su caso, el ultimátum de las 'maras' fue claro y expeditivo: «Nos dieron 24 horas para desaparecer o nos mataban. Y vaya si lo hacen, así que no hubo ni tiempo de recoger nada». Aquello ocurrió hace dos años y él tuvo que salir solo del país. Desde febrero respira tranquilo porque ya están con él su mujer y su vástago. «Ahora solo necesito que se regularice lo del asilo, porque no puedo permitirme perder el trabajo por falta de papeles», insiste.
Angie Marcela Carvajal está embarazada de cinco meses y también quiere dar a su pequeño un futuro mejor. Huyó de Colombia porque a su novio las FARC le pusieron en el punto de mira y también la amenazaron a ella. «La familia de mi pareja tiene una 'finca' (terrenos para la ganadería), y no la dejaban en paz», subraya. Y las difíciles condiciones que atraviesa el país, asegura, provocaron que la situación se hiciera insostenible. «El trabajo cada vez escasea más, los sueldos bajan y los precios no dejan de subir... Una mensualidad ya solo llega para pagar el alquiler o la comida, no para las dos cosas a la vez», lamenta. Así que hace un año se liaron la manta a la cabeza y se han venido a Bilbao en busca de una segunda oportunidad.
Aunque ella es partidaria de no mirar atrás, y sólo piensa en regularizar su situación en España para que su hijo no tenga problemas. Por eso centra sus criticas en la falta de organización de la Policía Nacional con este tema de las solicitudes de asilo. «Yo en mi estado no puedo pasar toda la noche aquí, y no es la primera», protesta. Según lamenta, todo se arreglaría «si los que tramitan el permiso se organizan y dan con anterioridad los números justos para cada día de modo que cada uno sepa seguro que le van a atener, y así evitarán que todos nos juntemos aquí en estas colas que no benefician a nadie». Angie puntualiza que la propia resistencia a la intemperie se hace dura, pero es que además se sienten cada vez más estigmatizados. «Los vecinos están cada vez más molestos y es normal porque hay ruidos e incluso los que estamos en la cola no tenemos ni siquiera donde hacer nuestras necesidades, especialmente por la noche, que todo está cerrado», asegura.
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