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Solo dos de cada diez estadounidenses (22%) creen que somos producto de la evolución de formas de vida anteriores en un proceso que se ha prolongado miles de millones años en el que no ha habido ninguna intervención sobrenatural. Es decir, divina. Es una de la conclusiones de una encuesta Gallup hecha por teléfono a 1.015 adultos entre el 13 y el 16 de junio. Según el sondeo, cuatro de cada diez estadounidenses (40%) están convencidos de que Dios creó al ser humano como es ahora en algún momento de los últimos 10.000 años y otros tres (33%), de que ha guiado el proceso evolutivo. El margen de error es del ± 4%.
Depende del punto de vista, la botella puede parecer medio llena o medio vacía. Así, el Centro Nacional para la Educación Científica (NCSE) de EE UU, una organización sin ánimo de lucro que persigue que la ciencia que se enseña en las aulas sea de verdad ciencia, ha destacado que «el creacionismo sigue siendo una posición minoritaria, atrayendo a solo cuatro de cada diez adultos». Se refieren al 40% de los creacionistas estrictos, porque también son creacionistas –podemos adjetivarlos como blandos si quieren– quienes creen que la divinidad ha guiado el proceso evolutivo. No en vano, la definición de creacionismo que maneja el propio NCSE es la de «creencia religiosa en una deidad o un ente que interviene (o que intervino) directamente en el mundo natural».
Casi 160 años después –se cumplen en noviembre– de la publicación de 'El origen de las especies', la obra de Charles Darwin que nos destronó como reyes de la Creación, no deja sorprender que el país científicamente más avanzado sea un reducto de la superstición en lo que respecta a nuestros orígenes biológicos. Si las cifras de EE UU se dieran en España, seguramente nuestros científicos y educadores pondrían el grito en el cielo, con toda la razón del mundo. Sin embargo, al otro lado del Atlántico se ven estos porcentajes de otro modo, ya que vienen de donde vienen. El 40% actual de creacionistas estrictos es el segundo porcentaje más bajo desde 1983, después de una primera década del siglo XXI en la que ese grupo llegó a suponer el 47% de la población.
Según datos de 2005 publicados en la revista 'Science', EE UU es el segundo país más antievolucionista de Occidente, por detrás de Turquía. Mientras en el país euroasiático el contrapunto a 'El origen de las especies' es el Corán, al otro lado del Atlántico lo es la Biblia. La encuesta de Gallup revela que en EE UU el 56% de los protestantes y el 34% de los católicos son creacionistas estrictos –Dios nos creó como somos–, por solo el 14% de los que se declaran sin religión. Además, comparten ese punto de vista casi siete (68%) de los que asisten a la iglesia semanalmente y la mitad (48%) de la población sin formación universitaria. Como apunta el NCSE, «la aceptación de la opción creacionista (estricta) se asocia con niveles más bajos de educación, el protestantismo y la asistencia semanal a la iglesia».
La teoría de la evolución –una teoría en ciencia es una explicación de la realidad basada en pruebas; no una especulación– es mucho más aceptada en Europa. Según el Eurobarómetro de 2005, el 70% de los habitantes de la UE (el 73% en España) acepta que somos producto de la evolución por selección natural, algo que solo hace hoy el 55% de los estadounidenses. En ambos casos, se incluyen en el grupo los creacionistas blandos, para los que hubo un guía inteligente en el proceso para conseguir el fin deseado, nosotros. Para estos, en algún momento la divinidad intervino para, por ejemplo, dotar de inteligencia a un primate, al estilo de los alienígenas invisibles de '2001: una odisea del espacio' con el monolito. ¿Cuántos son en Europa? No lo sabemos porque no se han hecho en el Viejo Continente sondeos que permitan conocer el arraigo del creacionismo en sus dos variables.
El creacionismo estricto se basa en la lectura literal de la Biblia. Quienes lo profesan creen que fuimos creados como se cuenta en el Génesis, que existieron Adán y Eva, que hubo un Diluvio del que se salvaron solo Noé y los suyos, que existió un individuo llamado Moisés que liberó a los judíos del yugo egipcio... Estos episodios, y otros, conforman lo que durante siglos se llamó Historia Sagrada, que no tiene nada de Historia y sí mucho de visión mítica de los orígenes del pueblo judío. Con la expansión del cristianismo, esos mitos se narraron al resto del mundo como hechos que habían sucedido en realidad y todavía hoy lo creen así algunas confesiones protestantes, aunque las ciencias naturales e históricas hace tiempo que demolieron su presunta realidad. El 40% de los estadounidenses han hecho suyo un pasado inventado por políticos, escribas y sacerdotes judíos hacia finales del siglo VII antes de la era común para dotar al pueblo hebreo de unos orígenes gloriosos, como explican los historiadores Israel Finkelstein y Neil A. Silberman en 'La Biblia desenterrada' (2001), quieren que se enseñe en las escuelas al mismo nivel que la teoría de la evolución.
Ya no vivimos en el siglo XVII, cuando el clérigo anglicano James Ussher, primado de Irlanda, calculó a partir de la Biblia que la Creación había tenido lugar el domingo 23 de octubre de 4004 antes de la era común. Los últimos cálculos apuntan a que el Universo nació hace unos 13.700 millones de años, la Tierra hace unos 4.500 millones de años y la vida, hace unos 3.500 millones de años. Nosotros estamos aquí al final de ese largo proceso evolutivo, como los leones, los gorriones, las víboras, los pinos y los champiñones, todos descendientes de un organismo primitivo cuyos hijos crecieron y se multiplicaron en variedad guiados por la selección natural.
La evolución con intervención sobrenatural –mucho menos inquietante que el creacionismo estricto, aunque no menos carente de fundamento– puede resultar tranquilizadora para mucha gente. Sirve para mantener la creencia de que somos especiales, no una especie más de los millones que han surgido y desaparecido en la Tierra. Si en un momento dado Dios –o la divinidad que usted quiera– metió mano en el proceso evolutivo para cargarse a los dinosaurios y allanarnos el camino, es que que nuestro final no es el mismo que el del resto de los animales, desaparecer. Supone un consuelo, que es lo que a fin de cuentas ofrecen todas las religiones ante el fundido en negro final.
Hay, no obstante, científicos que no tienen problemas para congeniar a Dios y a Darwin. Conozco varios, y no son precisamente gente poco preparada, sino todo lo contrario, individuos extraordinariamente inteligentes. Se trata de figuras de prestigio internacional en sus respectivos campos. Rechazan el creacionismo, en cualquiera de sus variantes y creen que somos producto de la evolución por selección natural, de un proceso guiado por la selección natural, que se basa en la supervivencia del más apto, del mejor adaptado al entorno, no del más fuerte.
«Darwin completó la Revolución Científica. La ciencia, en el sentido moderno, nace en los siglos XVI y XVII con Copérnico, Galileo y Newton, que explicaron los fenómenos naturales por medio de leyes naturales que tienen validez en todas partes y que descartan las explicaciones sobrenaturales. Pero dejaron fuera la diversidad de los organismos y su pretendido diseño. Darwin completa esa revolución y, a partir de él, todos los fenómenos naturales quedan dentro de la ciencia, de las explicaciones científicas», me explicaba en 2009 el biólogo español Francisco J. Ayala, que como presidente de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia (AAAS) combatió muy activamente en los años 80 la enseñanza del creacionismo en las escuelas. Por eso, en su opinión, «la evolución hace a Dios innecesario», ya que, «si el mundo evoluciona por mecanismos naturales, Dios es innecesario».
El autor de libro 'Darwin y el diseño inteligente. Creacionismo, cristianismo y evolución' (2007) cree, no obstante, que hay «explicaciones religiosas válidas» para un creyente que quiera hacer «compatible la existencia de un mundo en evolución y de Dios». La más sencilla, obviamente, es situar a la divinidad al inicio de todo, 'antes' del Big Bang, y luego dejar que el Universo evolucione sin intervención divina de ningún tipo. (Pongo 'antes' entre comillas porque la expresión carece de sentido para los científicos ya que el tiempo habría nacido con el Big Bang.) Tal explicación no resuelve, por supuesto, nada para el no creyente. «Llevarse al creador al origen del Universo no solo resulta innecesario, sino que además socava la tarea científica, cuyo objetivo es explicar cómo se produce la ilusión de diseño», me decía hace tres años el biólogo Richard Dawkins.
Ya lo dijo el astrofísico Carl Sagan en su serie de televisión 'Cosmos' (1980): «Es corriente en muchas culturas responder que Dios creó el Universo de la nada. Pero esto no hace más que aplazar la cuestión. Si queremos continuar valientemente con el tema, la pregunta siguiente que debemos formular es evidentemente de dónde viene Dios. Y, si decidimos que esta pregunta no tiene contestación, ¿por qué no nos ahorramos un paso y decidimos que el origen del Universo tampoco tiene respuesta? O, si decidimos que Dios siempre ha existido, ¿por qué no nos ahorramos un paso y concluimos diciendo que el Universo siempre ha existido?».
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Lucía Palacios | Madrid
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