![Diez años sin Miliki](https://s3.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/202211/19/media/cortadas/miliki-kUIC-U180760634630asC-1248x770@El%20Correo.jpg)
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JON URIARTE
Viernes, 18 de noviembre 2022
Emilio Alberto Aragón Bermudez nació en Carmona, Sevilla, allá por 1929. Tuve el honor de estrecharle la mano siete décadas después. Pero lo conocí mucho antes. En la salita de casa de mis padres. Yo sentado en el suelo, el de pie en la tele. ... Pero no se llamaba Emilio, sino Miliki. Apostaría que era sábado. Todas las cosas buenas pasan ese día. No como el domingo. Siendo festivo lleva cara de lunes. Quizá por ello no me extrañó que el payaso de los sábados muriera en un gris domingo de noviembre. Ayer hizo diez años de ello. Una década sin la última pata de aquél maravilloso trío de hermanos. Gabi, Fofó y Miliki.
Un circo por la mañana es como una discoteca a la hora de la limpieza. Se ven las costuras. Y rara vez son bonitas. Pero aquella caravana, como la gran carpa, lucían irreales. Como si de un dibujo animado se tratara. Pulcritud y elegancia. No había animales. Era la decisión de un Miliki empeñado en esquivar las quejas animalistas. El viejo circo ya no era factible. Reinventarse o morir. En ello estaba. Durante la hora larga que charlamos habló de aquella gira, de lo que suponía de gasto en dineros y en vida, de lo difícil que era ser trapecista de las cuentas y de que las deudas mordían más que un león enfadado. Me fui tocado. Como cuando ves que ha desaparecido el parque donde jugabas de niño. Pero también más fuerte. Si mi payaso seguía peleando yo podía hacer lo mismo. Por las cosas de la vida, o porque no me sale hacer otra cosa, he dedicado gran parte de profesión al entretenimiento. Y a darle, a todo, una vuelta de tuerca. Buscar la parodia y mostrar la caricatura. Sea en la tele, en la radio o en el día a día. Lo que exige pintarse el alma con colores de payaso. No siempre apetece, pero va el sueldo. Ahora y siempre. Como en los años tras la barra. Solo quien trabaja cara al público sabe lo que supone. Sea en un bar, en un comercio, en un escenario o en una ventanilla. Buena cara por decreto.
Miliki lo sabía. Y puso aquella cara. La misma que mostraba cada tarde de sábado cuando Gabi había dejado de preguntar «¿Cómo están ustedes?» y él seguía con la cantinela. O la temporada en que murió Fofó y le tocó recoger el testigo travieso. Eran familia. Y como todas, sobre todo las que comparten negocio, vivieron unos días soleados y otros tormentosos. Pero nada de eso percibimos quienes clavábamos los ojos infantiles en sus aventuras. Bendita inocencia. Recuerdo compartir aquellos momentos con los amigos del ayer, con el balón bajo el bazo para salir pitando al terminar el programa. Reíamos con los tartazos a Chinarro y las bromas a Gabi. Primero en blanco y negro. Luego a todo color. Por eso no es raro que, aún hoy, los niños y las niñas de este nuevo milenio canten canciones del pasado. Ayer sin ir más lejos. Un padre arrancándose con el «Hola don Pepito» ante su hija. Y ella respondía. No es lo más raro que he visto. Hace un lustro, viajando con la radio a Cúcuta, escuché una melodía familiar. Visitábamos un hospital donde ingresaban las madres que habían dejado Venezuela para dar a luz en Colombia. Y entre cortinas descubrí a una chiquilla con un bebé. Tenía 16 años y el niño dos. Estaba malito. Quería que lo mirara el doctor. Me contó su éxodo. Pero no su vida. Cuando pregunté por el padre bajó la mirada. Y calló. Aunque su silencio lo dijo todo. Para entonces sabía de las adolescentes violadas, a uno y otro lado de la frontera. Y de las mafias que las obligaban a vender sexo por cinco dólares. Como hicieron con aquella chiquilla. Por eso también callé. Pero entonces el niño miró a su madre y siguió con la canción que me había parecido escuchar. Susanita tiene un ratón. Pese a ser un tema del compositor Rafael Pérez Botija, cantado por muchas voces, la que seguía el niño era la de Miliki. Su voz salía de una grabadora de colores imposibles, con aspecto de haber vivido tiempos mejores. La joven madre sonrió al ver que yo también la cantaba. Por eso, diez años después de su adiós, sigo teniendo presente a aquél payaso. Y sigo su consejo. Cuando las cosas se tuercen o la vida muestra su lado más amargo pongo la cara feliz. La que siempre puso Miliki. La que, pase lo que pase, lucen los grandes payasos.
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