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El destino final de los totalitarismos del siglo XX

Tras la exhumación de Franco, Mussolini será el único autócrata que descanse en un mausoleo para rendirle culto. Otros descansan en tumbas discretas o sus restos están desaparecidos

Arantxa Margolles Beran

Miércoles, 23 de octubre 2019, 09:26

Los lugares de enterramiento de dictadores o líderes políticos más o menos controvertidos a lo largo de Europa y otras partes del mundo son tan dispares como las situaciones que propiciaron el culto, o no, a los mismos. Desde tumbas sin nombre a ... centros de peregrinación, también el destino de sus restos se vincula a su historia. Y a la de su país.

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El principal motor económico de Predappio es el fascio. En el más puro sentido del término, al calor de su hijo más ilustre. Aquí, en una pequeña capilla, junto a los hijos que abandonó para huir junto a su amante Clara Petacci a una muerte segura, reposan desde 1957 los restos de Benito Mussolini, «Il Duce» (1883-1945). Del hombre que marchó sobre Roma e instauró en Italia, entre 1922 y 1945, una dictadura con mano de hierro, ya solo quedan huesos y tiendas de souvenirs. En ellas pueden comprarse insignias, camisetas serigrafiadas con su robusta cara, muchos bustos, águilas negras pintadas con pulso poco firme, tazas, imanes y hasta un licor de guindas nombrado «Sieg Heil» e ilustrado con la efigie de Hitler, quien, dicen, ordenó ser incinerado por el impacto que le causó ver las imágenes del cuerpo, deformado por el ensañamiento de sus captores, de su homólogo italiano.

En Predappio, Mussolini es un negocio y su lugar de sepultura, carne de peregrinación. Hay tres al año: una en el aniversario de su nacimiento, otra en el de su muerte y otra en el de la Marcha sobre Roma, el hito que le ayudó a acceder al poder más absoluto y coparlo durante treinta y tres años. Ahora, el repunte de la derecha en las últimas elecciones Italianas ha llevado al poder a Roberto Canali, el alcalde que para regocijo de los deudos del «Duce» ha decidido abrir al público todos los días del año la capilla, para él poca cosa más que un provechoso «catalizador de la economía local». Llaman a Predappio «La Città del Duce», y no les falta razón, aunque quienes hoy alzan el brazo frente a la sepultura de Mussolini no se paran a pensar en qué pensaría el dictador, coqueto irredento y cuidadoso de la estética en la política y en la arquitectura, de sus bustos de yeso en molde mal pintados a doce euros la unidad.

Enterrados en tumbas sin nombre

El caso italiano es, sin embargo, una rara avis en los países de pasado dictatorial pero ya democratizados. Ha habido dictadores que prefirieron una sepultura sin alharacas. Y hay quien asegura, incluso, que Francisco Franco estuvo entre ellos y que deseó ser enterrado, sin que nadie le hiciera mucho caso, en el cementerio de Mingorrubio, donde ahora, más de cuarenta años después de su muerte, sí reposarán sus restos.

El más conocido fue Antonio de Oliveira Salazar (1889-1970), que dictó autoritariamente los destinos de Portugal durante cuarenta y cuatro años, de 1926 hasta su muerte, sin llegar a ver cómo el Estado Novo caía derruido por la pacífica Revolución de los Claveles. Salazar, austero hasta la médula, dejó escrito que deseaba ser enterrado junto a sus padres en el cementerio de Vimieiro, su pueblo natal, que no llega a las mil almas de población, en una lápida sin nombres ni fechas. Solo los donativos anónimos de nostálgicos salazaristas han impuesto en Vimieiro la aparición de algunas placas en su recuerdo.

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Si no es por decisión propia, la situación particular del deceso puede forzar también un enterramiento anónimo. La familia de Jorge Rafael Videla (1925-2013), dictador bajo cuyo mandato, de 1976 a 1981, se sucedieron las torturas, los secuestros y los asesinatos de opositores al régimen, fue incapaz de enterrarle en el panteón familiar en Mercedes, su pueblo natal. Las protestas se sucedieron en un municipio que ya había declarado persona «non grata» a Videla, quien murió en la cárcel y hubo de ser enterrado, finalmente, en una sepultura anónima del Parque Memorial de Pilar, de localización incierta para el público; sin pompa y sin honores.

También en la cárcel murió Slobodan Milošević (1941-2006), quien supo aprovechar la efervescencia nacionalista de la Yugoslavia post-Tito para afianzarse en el poder, guerra mediante. No se le hizo funeral de estado, pero más de ochenta mil seguidores le honraron en Belgrado, lejos de su destino final, una discreta tumba en Požarevac donde hace unos meses fue enterrada también su viuda. Milošević, querido y amado en Serbia quizás no a partes iguales pero con exacta vehemencia en ambos casos, fue polémico hasta para morirse, y su repatriación al país -falleció en La Haya- también despertó protestas en contra.

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Tienen tumba, pero no honores, Nicolae Ceauşescu (1918-1989) y su esposa Elena, ajusticiados tras un juicio sumarísimo en el que se les acusó de haber propiciado una masacre -la de Timișoara, 1989- que nunca existió. Sea como fuere, los restos del matrimonio fueron sepultados en el cementerio de Ghencea, en una tumba de granito rosado -muy similar a la de János Kádár (1912-1989) en Budapest- que hoy suele ser visitada por turistas y nostálgicos -la crisis económica tras la entrada en el mercado capitalista ha girado las tornas de la opinión popular- como así también la pared, en el cuartel militar de Târgoviște, donde fueron acribillados.

Los que se resignificaron

Casos similares al español los ha habido, y en un número mayor del que se pueda creer. Dictadores sepultados en mausoleos para su culto y posteriormente trasladados a lugares más discretos o, sencillamente, dictadores cuyos restos desaparecieron para evitar lugares de culto indeseados, como el de Predappio. Aunque nunca fue honrado porque se suicidó tras perder la guerra, el cuerpo de Adolf Hitler (1889-1945) desapareció junto al de Eva Braun para ser incinerado con bidones de gasolina. Su destino es incierto; cuentan que Stalin ordenó su búsqueda y acabó encontrándolos, semi enterrados con prisa por sus secretarios, y que la RDA ordenó destruir los pocos restos que quedaban en 1970, convirtiéndolos en cenizas y arrojándolas al Biederitz. El lugar donde se levantaba el búnker donde Hitler y Braun cometieron suicidio es hoy un parking sin nombre ni identificación, sumido en la damnatio memoriae de un país que se avergüenza de su pasado.

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El caso de Iósif Stalin (1878-1953) es menos conocido. Si el peso pesado del bloque soviético fue sepultado con honores en un mausoleo justo después de su muerte, el propio Partido Comunista propició su traslado a un lugar más discreto en 1961. La orden se decidió en 30 de octubre y el cuerpo se trasladó a donde hoy reposa, en una discreta tumba en los muros del Kremlin, al día siguiente. ¿Las razones? Políticas: la URSS se desestalinizaba, renegaba de las acciones represivas del georgiano y rechazaba, en una postura casi unánime en todas sus repúblicas por la fecha, el culto al líder. El traslado, como en el caso español, también se hizo en secreto, sin avisar a los hijos del dictador y cubriendo el mausoleo con paneles de madera que evitasen la mirada de los curiosos.

Por la misma época y al mismo lado del mundo, Klement Gottwald (1896-1953), líder político en Checoslovaquia aupado por un golpe de estado en el 48, siguió en el mausoleo de Vítkov donde fue enterrado apenas una semana después que Stalin -la versión oficial de su muerte apuntaba a un inoportuno resfriado agarrado en el funeral del prócer entre próceres en Moscú; realmente fueron complicaciones de una sífilis demasiado pertinaz-, pero hecho ceniza. El dictador, situado muy prontamente del lado ruso y propulsor de la expulsión de la población alemana de su país, había sido enterrado en un monumento erigido décadas antes para honrar a los legionarios de la Primera Guerra Mundial y embalsamado con escasa fortuna. La conservación de la momia requería de los cuidados de una plantilla de unos cien profesionales, inyecciones periódicas y tratamientos especiales que no resultaron bien, para más inri: el cuerpo comenzó a pudrirse y algunas partes hubieron de ser reemplazadas con prótesis hechas... en los estudios de cine más importantes del país. Para 1962, precisamente en esa época del fin del culto a los líderes estalinistas, el cuerpo estaba en tan mal estado que se decidió incinerar; décadas más tarde, en 1990, una de las primeras medidas tomadas por la democracia fue cerrar el mausoleo. Hoy, las cenizas de Gottwald, de su mujer y de otros dirigentes que en su día fueron enterrados junto a ellos reposan en una sencilla tumba colectiva en el cementerio de Olšany. En propiedad: los derechos de la sepultura, privada, los ha pagado el Partido Comunista.

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¿Y qué queda?

Siguen existiendo, por supuesto, mausoleos de honra a líderes políticos como Josip Broz «Tito» (1892-1980), cuya muerte en un cuatro de mayo rompió en mil pedazos la Yugoslavia unida que él, tras la Segunda Guerra Mundial y un pronto alejamiento de las políticas estalinistas que configuró el desarrollo del más peculiar y abierto país del bloque socialista -pero no del soviético, del que no formaba parte-. A su funeral asistieron jefes de estado de uno y otro lado del Telón de Acero y su cuerpo sigue enterrado en Kuća Cveća, la Casa de las Flores, a pesar de que en 1991 se propuso, desde el Ministerio de Urbanismo, exhumar su cadáver y trasladarlo sin pompa ni honores a un cementerio común.

En Moscú, a noventa y cinco años de la muerte de Vladimir Ilich Ulyanov, Lenin (1870-1924), su mausoleo, presidiendo la Plaza Roja por uno de sus extremos, aún preserva la momia del dirigente de la Revolución, la mejor conservada del mundo y fuente de no pocos ingresos turísticos ni polémicas. En 2017 se propuso enterrar unos restos que, por decisión de Stalin (dudosamente al gusto de Lenin), llevan embalsamados casi un siglo en un sarcófago de cristal a prueba de balas, y cuidados con mimo diariamente por todo un equipo de profesionales, aunque ya no con cargo a los fondos públicos. Putin se ha negado a sacarlos del mausoleo que le construyó Stalin en contra de la opinión de su viuda, Nadezhda Krúpskaya, y del propio Lenin, que deseaba ser enterrado en San Petersburgo con su familia. ¿La razón? Una posible división política entre los rusos.

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Al menos el caso de Lenin ha sido escuela para otros mausoleos. El de Hồ Chí Minh (1890-1969) recurrió este año a expertos rusos para preservar la ya delicada momia del dirigente vietnamita, quien quería ser incinerado a su muerte y que fueran esparcidas sus cenizas por todo el país. Fueron al principio razones políticas, y hoy lo son dinerarias, las que llevaron a embalsamarle. Millones de personas visitan año tras año su mausoleo y su caso recuerda al de Mao Zedong (1893-1976), postal imprescindible del visitante a Pekín, aunque el dirigente chino dejó escrito que quería ser incinerado. No pudo ser: los intereses políticos de Hua Guofeng, su sucesor, chocaban con el último deseo del líder, cuyo embalsamado dio grotescos resultados aparentemente solucionados, de una u otra manera, después.

El destino de los países, el paso de página de una a otra etapa del pasado y del presente, se refleja también en los destinos finales de sus líderes. De la mercantilización pura al olvido, con toda una gama de matices intermedios, se cubren los sepelios de los cabezas de estado hijos de los totalitarismos del siglo XX. También conforma la Historia entender por qué.

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