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La cornada del toro turista
«Desde que viajar no es aventura ni lujo, el mundo es previsible y vulgar»
JON URIARTE
Sábado, 13 de julio 2019, 01:22
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JON URIARTE
Sábado, 13 de julio 2019, 01:22
El toro dijo al morir: «¡Qué pena dejar este mundo sin probar pipas Facundo». Y el mozo, sentado en la cuesta de Santo Domingo, le ... respondió: «¡Para pipas estoy yo!». Correr en los míticos encierros viene a ser para ellos, a fecha de hoy, como beber leche desnatada. No sabe a nada. Entre el miedo a que muera alguien, el antideslizante y los mansos impidiendo acercarse a los toros bravos, el recorrido se está convirtiendo en una actividad más propia de turistas que de ortodoxos del asunto. Y se veía venir. Porque, desde que no hace falta ser rico para conocer mundo, viajar es un coñazo. Perdonen la expresión, en estos tiempos correctos, pero no puedo expresarlo de otra manera. No es solo la legendaria cita pamplonica. Ya nada es igual. Una de las razones reside en que si lo auténtico no casa con los cánones actuales, se adultera. Pero existe otra razón. No hay rincón que no esté invadido por esa marabunta llamada turismo. Es una pandemia. Hace una semanas estuve en Roma por la boda de un amigo. Y no daba crédito.
El hotel estaba situado entre la Fontana di Trevi y la Plaza de España, o Piazza Di Spagna que dicen los romanos. Si es que siguen existiendo, porque salvo los que te venden cosas parece que allí la gente sea de todas partes menos de Italia. A ciertas horas y días, la famosa fuente más que ver se intuye.«Pues no es para tanto el monumento», decía una señora que, para darse aire, golpeaba con su abanico a diestra y siniestra. Y por un momento le creí. Rodeada de tal hormiguero humano no lucirían ni las cataratas del Niágara. Así que para verla lo mejor es ir un martes y de madrugada. Aún así habrá una excursión de jubilados de un país pobre que no tiene para comer, pero sí para viajar. Recuerden que ahora lo hace todo dios. Móvil en mano, por supuesto. Que turismo sin selfie ni es turismo, ni es nada. En cuanto a la Plaza, pillar hueco para asentar posadera en sus escaleras es más complejo que dar una brazada en una piscina pública. Y eso que el sol pegaba con saña. Pero qué es la dolce vita sin sufrimiento. Una vida dulce, eso sí, a base de sacarina emocional. Porque acabas viajando muy lejos para sentirte muy cerca. En estos tiempos todos los lugares se parecen.
Con esto de la globalización mal entendida, el café de toda la vida es ahora una franquicia donde el capuchino sabe igual en Roma, en Papúa o en Cuenca. El pequeño comercio va cediendo espacio y escaparates al grande, que también irá desapareciendo a golpe de pedido on line. Total que, si le tapan los ojos y le llevan a otra ciudad, les costará saber dónde están. No les digo nada si se trata de unas fiestas. Hasta lo del pañuelito rojo al cuello y la vestimenta blanca se está extendiendo tanto, que Letonia puede parecer Pamplona. Volviendo a Roma, una tarde compré un sombrero que vendría a ser el hermano pobre de un Panamá. Diez euros en las cercanías del Vaticano. Al menos estaba forrado. El sombrero quiero decir. Aunque, viendo la relación calidad precio y la numerosa clientela, intuyo que el vendedor también. Total que al regresar descubrí que en la tienda de chinos de mi barrio vendían el mismo modelo. Y por solo cuatro euros.«En tiendas de 'Glan Vía 10 eulos»», me advertía indignado el comerciante chino, mientras yo rumiaba por dentro. «Si yo te contara...».
Lo de los encierros de San Fermín no es sino otro ejemplo más de la banalización de aquello que no hace mucho era respetado por excepcional. Subir al Everest ha perdido su mística y se parece al trenecito de los invitados a una boda a ritmo de Paquito el chocolatero. El campo de exterminio de Auschwitz es el lugar perfecto para hacer el tonto y sacarse una foto poniendo cara de gilipollas sobre sus vías o junto al horno en el que quemaban seres humanos. Chernóbil viene a ser un parque de atracciones distópico donde te ponen hasta un traje para protegerte de la radiación. Y podríamos seguir. A fecha de hoy hay viajes organizados a lugares como Irak o Siria. Ya no nos basta con viajar. Eso, recuerden, lo hacen hasta los que tienen cuatro duros como usted o como yo. Por eso, hay quien quiere más. Por ejemplo, emular a Hemingway en la histórica capital navarra. Pero a diferencia de lo que sucedía en los tiempos de don Ernesto, ahora todo debe estar controlado. No sea que el ayuntamiento reciba una denuncia de la familia de un imbécil de Denver que corrió delante de un bicho de media tonelada, resbaló y acabó muerto por una letal cornada. Lo que me recuerda a cierta mañana en la mencionada cuesta de Santo Domingo.
Trabajando para la tele estaba haciendo unas entrevistas a los corredores que esperaban la salida de los astados. Entregado el micrófono al cámara, dudé qué hacer. Algo en mi interior me animaba a quedarme allí y correr delante de ellos.«¿Estás tonto?», me soltó mi cámara y amigo Juan Cruz López. Nunca se lo agradeceré lo suficiente. Correr delante de un toro de lidia no es ninguna broma. Puedes morir. Así de sencillo. Y quien no lo entienda no debería correr. Por eso se enfadan los mozos. Porque una cosa es la seguridad y otra acabar con su mística. Pero mucho me temo que esa carrera la tienen perdida. Hay una cornada más letal que la de los Victorinos, los Jandillas o los Miuras. Y es la de otro toro desbocado, torpe y nada noble de una ganadería que crece día a día. La del turista invasivo.
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