Se oyen, sobre todo en el AVE, pero también en los trenes ALVIA, conversaciones de ejecutivos que me producen vergüenza ajena. Sus voces resuenan altas y seguras por los vagones y nos hacen partícipes de maniobras empresariales o de fantasías financieras (no sabe una discernir ... a veces). Esas charlas me resultan impúdicas, exhibicionistas. Los ejecutivos, móvil en mano y con los cascos inalámbricos en los oídos, nos meten en sus oficinas. Algunos se empantanan en la jerga técnica, tan críptica que recuerda a las canciones de Rosalía.

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Gesticulan demasiado, como los malos actores, haciéndonos ver que manejan informaciones inaccesibles para el mortal común; otros se arrancan con el inglés a tal volumen que cualquiera diría que el pasaje les tiene que validar el 'First Certificate'; los hay que apelan en reiteradas ocasiones a la confidencialidad de la conversación, aunque si todo el vagón termina enterándose de sus confidencias tan confidencial no será el asunto; también he detectado la figura del ejecutivo estratega que comparte con los viajeros su olfato empresarial, su audacia resolutiva; y, no puede faltar, el que lanza las cifras de sus negocios a los cuatro vientos ni el que nos ilustra con sus conocimientos de geopolítica.

Por supuesto, también irán los que hablan en voz baja, ejecutivos discretos, afanados, pero son prácticamente indetectables. El otro día, algo aturdida por la cantidad de información de gran nivel que manejaban algunos viajeros, decidí levantarme para tomar un refresco. En el vagón cafetería solo había dos personas: el interventor y el hombre que atendía la barra. Hablaban distendidos sobre restaurantes de menú del día de Bilbao. En un momento dado, el interventor le indicó al responsable de la cafetería que no se olvidara de lo de la «tarifa Ucrania».

Pregunté qué era eso y me dijo que era una tarifa especial que han activado en toda Europa para los ucranianos. Me explicó que, además, se había acordado que no tuvieran obligación de pagar los refrigerios. Viajan muchas mujeres con niños pequeños, a veces están muy cansados y se les ha terminado el dinero, añadió con seriedad. La conversación fue breve, los tres nos quedamos en silencio. Cuando regresé a mi asiento, pensé que sobre tanto ruido y tanta verborrea, en ese tren, se había elevado, finalmente, la palabra.

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