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Si un Doctor Frankenstein caprichoso quisiera componer un nuevo monstruo exclusivamente con pedazos de personajes célebres, la verdad es que casi no necesitaría ponerse a revolver tumbas. Este mundo nuestro está repleto de órganos que, unas veces con permiso y otras de manera clandestina, se ... retiraron de cadáveres ilustres para conservarlos como reliquia: destacan las partes con cierta nobleza simbólica, como esos cráneos que parecen preservar de alguna manera las cualidades que hicieron especiales a sus primeros propietarios, pero también hay quien guarda penes, manos, laringes, pulmones, ojos, cerebros, dientes, pelo o incluso el menudeo óseo de los metacarpianos y las falanges de meñique.
El periodista Miguel Ángel Ordóñez da un buen repaso, en su nuevo libro 'Cachito, cachito mío', a esta tradición macabra de trocear cuerpos egregios, que unas veces tiene implicaciones religiosas y otras se acerca más a una versión un poco salida de madre del fenómeno 'fan'. Incluso hay casos que abarcan de manera un poco confusa ambas explicaciones, como la obsesión de Felipe II que llevó a reunir 7.420 pedazos de 678 santos en el 'gran relicario de relicarios' del monasterio de El Escorial. Los episodios de mutilación de cadáveres ofrecen, además, perspectivas insólitas de distintos momentos de la historia, a modo de viaje en el tiempo en el que nos sirven de guías el corazón de Felipe el Hermoso, la calavera de Descartes, el dedo de Carlos V o los dorados cabellos de Lucrecia Borgia.
Dentro de ese festival de descuartizamientos, el propio autor destaca la azarosa trayectoria de la mano momificada de Santa Teresa de Jesús: «Es digna de una novela de realismo mágico», afirma. Ya de entrada, resulta llamativo que se pueda elevar a una persona a los altares y, a la vez, someterla a tantas perrerías. A la monja abulense la enterraron muy deprisa en el convento de Alba de Tormes, para evitar que un tesoro tan codiciado como su cuerpo acabase en algún otro sitio, pero el provincial de la orden ordenó exhumarla nueve meses después y le cercenó la mano izquierda, como obsequio para las carmelitas de Lisboa, y también un meñique, para uso personal. Más tarde, cuando los restos fueron trasladados a Ávila, se decidió dejar en Alba de Tormes el brazo izquierdo, ya sin mano. Años después, le sacaron el corazón. «El pie derecho y un trozo de la mandíbula superior están en Roma. El convento de San José de Ávila guarda una clavícula, mientras que el de Santa Teresa conserva un dedo anular», pasa revista el libro. También la mano derecha, el ojo izquierdo y otros fragmentos se repartieron por distintos destinos.
Pero lo que elevó a otra dimensión narrativa la historia de la mano de Teresa de Ávila fue su vínculo con Francisco Franco, que se sentía bajo la protección directa de la santa. Incluso nombró a un auxiliar cuyo único cometido consistía en transportar la reliquia y protegerla con su vida, si fuese menester. El dictador se llevaba la mano en todos sus desplazamientos, la colocaba en su mesilla de noche y acabó muriendo junto a ella, aunque en ese último trance también estuvo presente un trozo del cuerpo incorrupto del franciscano San Diego de Alcalá. La mano llegó a aproximarse en varias ocasiones a otros miembros de Santa Teresa, como cuando se rindieron honores militares a su brazo izquierdo en Madrid o cuando declararon a esa misma extremidad «huésped de honor» de La Coruña.
A caballo entre lo religioso y lo civil está el caso de Rasputín, el controvertido consejero de los zares y, como apunta la canción de Boney M, «la mayor máquina de amor de Rusia». El místico licencioso y borrachín era propenso a mostrar (y también a utilizar) su miembro viril, de proporciones muy notables, y los aristócratas que lo asesinaron le amputaron esa parte de su cuerpo, que quedó abandonada en el lugar de los hechos. A finales de los años 60, un periodista que entrevistaba a exiliados rusos en París se llevó la sorpresa de su vida cuando una familia le mostró la reliquia que guardaba en una elegante caja de madera. «Alzó la tapadera y pude ver algo que parecía un plátano ennegrecido y demasiado maduro, de alrededor de un pie de longitud, descansando sobre terciopelo», escribió el hombre, con estupefacción perpetua. Los seguidores de Rasputín en la capital francesa, que lo veían como una reencarnación de Cristo, solían reunirse para adorar aquel falo maltrecho. Nada se volvió a saber de él hasta 2004, cuando el Museo Erótico de San Petersburgo anunció que lo incorporaba a su colección, aunque existen serias dudas de que ese chocante despojo de 28,5 centímetros sea efectivamente el legendario pene de Grigori.
La frenología, aquella seudociencia que afirmaba que la forma de la cabeza desvela el carácter y las aptitudes de la persona, desencadenó una auténtica fiebre por coleccionar cráneos, que propició la decapitación 'post mortem' de figuras como los compositores Haydn y Mozart. Por supuesto, jamás se llegó a ninguna conclusión sobre el engarce físico de su genio. Tampoco hubo grandes descubrimientos a raíz del robo del cerebro de Einstein, y eso que en este caso se llevó el trofeo un médico de verdad, el patólogo que le hizo la autopsia. Cierto es que no se trataba del doctor más equilibrado del mundo, ya que acabó conservando los fragmentos de encéfalo en tarros de mayonesa y fiambreras de plástico. En España, llama la atención el caso del tenor Julián Gayarre, a quien extirparon la laringe, descrita amorosamente por un catedrático como «la pequeña caja de música» o «el delicado instrumento que con tanta pasión había vibrado en vida». Y, más allá de los grandes nombres de la historia de la humanidad, hay que destacar el capítulo de 'Cachito, cachito mío' dedicado a la fijación por el cabello, que alcanza una asombrosa cumbre con la peluca del rey inglés Carlos II, confeccionada con vello púbico de sus numerosas amantes.
Miguel Ángel Ordóñez había publicado libros sobre el 'caso Malaya' o sobre la corrupción en España, así que... ¿qué le ha llevado a abordar este asunto tan singular de la casquería humana? «Tal vez habría que remontarse a recuerdos adolescentes, como las desagradables bragas de la abuela de mi vecino Josete en el tendedero del patio o mi primera visita a la galería de exvotos del Santuario de la Virgen de la Cabeza. También al impacto de una pieza en exhibición en el Museo del Ejército durante una visita escolar: los calzoncillos amarillentos y arrodalados de Santiago Cortés, un capitán de la Guardia Civil que se acantonó en ese mismo santuario cuando estalló la Guerra Civil. Todo aquello me hizo reflexionar ya entonces sobre la sutil frontera entre el repelús y el embelesamiento, que depende de si se trata de una persona anónima o un personaje de la Historia», desarrolla.
La inquietud del periodista acabó tomando forma a raíz de las frecuentes noticias sobre subastas poco convencionales, como la de una verruga de Elvis Presley, el cálculo renal de un protagonista de 'Star Trek' o la ropa interior de la reina Victoria. «Pujaron coleccionistas desquiciados que habrían ninguneado sin escrúpulos las bragas de la abuela de Josete, pese a su parecido de modelo y año con las de la soberana», argumenta Ordóñez.
¿Y ha conseguido llegar a alguna conclusión sobre el porqué de esta obsesión por los cachitos, que tantas veces nos ha hecho ver los cuerpos humanos como modelos anatómicos desmontables? «Al margen de algún caso de necrofilia, puede obedecer a una mezcla de idolatría, fetichismo y simple narcisismo o ganas de distinción social. ¡No todo el mundo puede alardear de usar como pisapapeles la cabeza de Mozart, Descartes o Goya!».
'Cachito, cachito mío' El periodista andaluz Miguel Ángel Ordóñez ha publicado en la editorial Modus Operandi este volumen que, en 388 páginas y con ilustraciones en color, repasa las peripecias 'post mortem' de algunos personajes históricos, así como curiosidades relacionadas con la conservación de cabello y de piel humanos.
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