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Colocar los pies en el reposacabezas del asiento del pasajero que tienes delante debería ser considerada prueba olímpica. Pero lo hace sin aparente esfuerzo. Y, no contenta, decide poner cada pie en un asiento diferente. Entonces el señor que tiene delante mira hacia atrás, entre los dos asientos, y descubre el desfiladero de Pancorbo. Estando así de despatarrada ofrecía una vista de lo más explícita. Pero allí el único que se sentía incómodo por la situación era el señor del asiento delantero. No solo por tamaña exhibición de una entrepierna ajena. También, y sobre todo, porque tanto él como su señora, sentían en la nuca las zapatillas de la moza. Le pidieron que quitara los pies. Y entonces el novio, o lo que fuera que tenía a su lado, se puso farruco. Así no se le trataba a su chica. Exigía respeto. Con un par. A punto estuvo de ir a mayores. Pero la joven pareja vio que el señor y la señora no estaban solos. El resto, al menos los más cercanos, los mirábamos con hartazgo. Así que la chavala bajó los pies, no sin aspavientos, y continuamos el viaje con cierta normalidad. Dos paradas después se bajaron del AVE. Y nos miramos aliviados. Pero entonces entró un padre con su nene.
Hay días en que te sientes Phileas Fogg. Subes a un avión, luego a un tren y después a un taxi. En mitad de ese proceso estaba cuando sucedió lo que les relato. Tuvo lugar el jueves. Me gustaba viajar. Incluso por trabajo. Pero ahora rezo siempre a Santa Paciencia para que no me toque una persona de esas que no debería salir de su casa. Solo ha cambiado la forma. El fondo es el mismo. Aquel tipo que llevaba el radio cassette a la playa, se sentaba a tu lado pese a estar todo libre y lo ponía a tope para que lo escucharan al otro lado del mar, ahora pone su Ipad a todo lo que da en un autobús. Y lo mismo sucede con la gente que habla en voz alta en un cine, no para quieto en un vuelo o considera que su asiento es todo aquello que se encuentra en su radio de acción. Actitud que, siendo inaceptable, alcanza las máximas cotas de la estulticia y la mala educación cuando el protagonista se vanagloria de ello. Ni un triste -Perdone usted si le he molestado-. Todo lo contrario. Estoy en mi derecho de convertir este lugar público en mi zona de confort, que viene siendo mi estercolero. Y lo triste es que no son casos aislados. Pedir que la gente no hable por el móvil a gritos viene a ser como buscar un líder mundial coherente. Misión imposible. Quizá una cosa tenga que ver con la otra. Que mis derechos terminan donde empiezan los del prójimo es una vieja asignatura que aún no hemos aprobado. De hecho algunos ni la han dado. No se explica de otra manera actitudes como las del viaje en tren que les contaba. Y no me refiero solo a la despatarrada y el chulito de su chorbo. No les he contado el final. Recuerden al padre y al nene que subieron poco después.
Su entrada en el vagón fue de todo menos coherente. El niño amagó con sentarse en varios asientos al grito de -¡Yo me quedo aquí!-. Sorprende que una cosa tan pequeña, tendría unos 10 años, tenga esa potencia de voz. Ni Pavarotti. No tengo dudas, porque lo repitió unas 12 veces. Y eso que solo había tres asientos libres. Por fin llegaron al que les correspondía. O eso pensábamos. La colocación de la maleta por parte del padre casi provoca una caída en cadena del resto de equipajes. Fiel a la máxima de ésto entra por mis huevos, le importó un ídem que la física dejara claro que allí no había espacio. Un educado veinteañero colocó la suya en otro lugar y salvó la situación. El hombre del niño no solo no se lo agradeció. Ni le miró. No hace falta decir que el crío, no podía ser de otra manera, nos hizo echar de menos a Herodes. Una tablet a tope de sonido y unas piernas que no paraban. Si no se levantaba, se ponía a golpear el asiento delantero. En esto llega el revisor. No están en su sitio. Al padre le da igual. Dice que el que les había tocado, en otro vagón, era muy estrecho. Para enredar más el dislate, el AVE se detiene y sube una pareja cuyos billetes dejan claro que son de los asientos ocupados por el padre y el nene. El progenitor, con sus santos bemoles, les suelta que busquen otro lugar. El revisor insiste en que deben ocupar sus asientos asignados. El padre se pone hecho una furia, le acusa de insensible y amenaza con denunciarlo. Así pasamos el rato hasta llegar al destino.
Han pasado los días y sigo rumiando aquella sensación de que, como les decía, hay gente que no debería salir de su casa. Y ya puestos, ni del útero de sus madres. Estoy seguro que a esa gente les das una gorra de plato y un uniforme y dejan a Hitler a la altura del barro. No es una cuestión política, sino ética. Hay personas que, simplemente, no sienten ningún respeto por los demás. Basta con subir a un AVE, en un verano cualquiera, para poder comprobarlo. Porque la despatarrada y el chulito, como el niño, son el futuro. O al menos parte de él. Y solo pensarlo dan ganas de bajarse de ese tren que llaman vida.
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