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javier guillenea
Martes, 14 de mayo 2019, 00:26
Se compran una casita a buen precio con un precioso jardincito donde incluso se pueden hacer barbacoas los sábados por la noche mientras se disfruta de unas vistas fantásticas, un aire sano que da gusto respirar y ese cielo estrellado que hace tiempo se extravió ... entre las farolas de las ciudades. Llegan las familias desde sus bloques enladrillados de pisos a instalarse en el pueblo para vivir en comunión con la naturaleza, las vacas en el prado que se vislumbra en el horizonte, los cencerros lejanos, los ecos de perros remotos y los gallos madrugadores allá en la distancia. Es todo tan bonito, tan bucólico, tan pastoril, tan como en las postales... Hasta que el urbanita, el recién llegado al paraíso, sale de su nueva casa a la calle sin asfaltar y pisa una plasta de vaca. Es entonces cuando llegan los problemas y, por emplear una expresión popular, alguien empieza a caerse del guindo.
En el mundillo del campo no hay quien haya dejado de ver el vídeo que ha publicado en Facebook Nel Cañedo, un pastor asturiano que protesta por el cierre de un gallinero ante las quejas de los clientes de un hotel rural que no soportaban el canto de los gallos. «¿Para qué venís a un pueblo a hacer turismo rural?», exclama airadamente el pastor entre un torrente de imprecaciones y amenazas que restan fuerza a sus argumentos. Las formas quizá no sean las más correctas, pero los motivos están ahí y mucha gente de los pueblos se ha visto identificada con el monumental enfado del asturiano. También ellos se ven invadidos por los habitantes de las ciudades.
Ejemplos hay muchos. Luis es un ganadero de un pueblo de Segovia que pertenece a Alianza Rural, una asociación que aglutina a organizaciones del sector agrario, pesquero, de la caza, la pesca o los toros. «Es que estoy metido en muchas cosas y prefiero que no se mezclen», se excusa cuando pide que se preserve su anonimato. Está harto de los turistas de fin de semana que invariablemente se apropian de sus terrenos vallados sin hacer caso del letrero que dice 'Finca particular'. «Abren la puerta y entran con sus perros y sus bicicletas, y cuando se van lo dejan todo lleno de basura. Si protesto, ellos responden que el campo es de todos y que tienen preferencia, pero digo yo que será de todos mientras no tenga propietario, ¿no?».
Resulta que, en este caso, el propietario tiene vacas que saca a pastar a los prados invadidos por los turistas, y eso es algo que no les hace demasiada gracia. Porque una vaca es vistosa de lejos, pero de cerca nunca se sabe qué es lo que puede hacer. «Se quejan de que hay ganado», afirma Luis, que se enciende a medida que habla. «Si llevo al perro suelto te dicen que puede atacar a alguien y que lo ates, pero el perro está trabajando con las vacas, forma parte de mi empresa, ese campo donde han ido a merendar es mi negocio», exclama.
Luis, que insiste en que no está en contra del turismo rural, no deja de contar anécdotas. «En el Ayuntamiento han puesto denuncias por las moscas que se meten en las casas de unos que han ido a vivir al pueblo y también porque se oye a los gatos y a las vacas. A los clientes de un alojamientos rural les molesta el ruido de los tractores y si salgo con mi caballo se quejan porque caga. Vienen aquí y quieren tener una ciudad burbuja».
Artemio Baigorri, sociólogo de la Universidad de Extremadura, coincide con el ganadero en la existencia de un conflicto, pero no cree que sea fruto de un choque entre lo urbano y lo rural. A su juicio, el turismo no es el mayor de los problemas; y, en todo caso, se asemeja a «la turistificación que viven las ciudades», donde también hay protestas por la proliferación de visitantes. Lo peor, dice, es la «aparición de los neorrurales», los que van a vivir al campo en busca «de una imagen de postal».
Este fenómeno no es nuevo. Los primeros neorrurales surgieron hace una década en Estados Unidos y «generaron impactos gravísimos», recuerda Baigorri. Subieron los precios de las viviendas y los terrenos y hubo conflictos con los ganaderos por los residuos y los ruidos de los tractores. «La gente de los pueblos no está metida en un caracol. Se mueve, vive, cría perros, cabras y conduce furgonetas ruidosas. Las zonas que llamamos rurales son tan complejas como las urbanas, por eso hay que informarse bien antes de ir a vivir a una de ellas».
Juan Alberto Rozas | Alcalde de Liendo
La falta de información, por no decir algo menos benevolente, es lo que hizo quejarse al cliente de un hotel rural de Asturias de que en aquel lugar llovía mucho. En otro establecimiento hubo quien protestó por el ruido excesivo de los pájaros, porque el paisaje era demasiado verde o por la presencia de una araña, y no faltan quienes echan a correr en cuanto ven una abeja. En un agroturismo, unos niños de Madrid se marcharon frustrados porque las vacas a las que les dirigían la palabra no les respondían. Nunca habían visto una de verdad y creían que hablaban como las de los dibujos animados.
Desde el clúster de Turismo Rural de Asturias, sostienen que estos casos «son anecdóticos» y aseguran que entre los habitantes de las casas rurales y los de los pueblos no hay enfrentamientos. «Dentro del medio rural no sobra nadie, aquí conviven todos», recalca uno de sus portavoces. De la misma opinión es Juan Alberto Rozas, alcalde de Liendo (Cantabria), que no tiene quejas contra los visitantes esporádicos, pero sí contra algunos nuevos vecinos recién llegados de la urbe que lo sueñan todo «muy idílico», al menos al principio. Se ven inmersos en un paraíso repleto «de vaquitas, caballitos y ovejitas», hasta que se dan cuenta de que «los animales cagan y meten ruido». «Casi todos se acostumbran, pero hay unos pocos que te piden los mismos servicios que una ciudad», puntualiza el regidor. A esta minoría, añade, «le gusta ver todo segadito, pero le molesta el ruido de las segadoras».
El Ayuntamiento de Liendo fue denunciado por un vecino que le exigió que tomara medidas contra los excrementos que dejaban a su paso las vacas de un ganadero. El caso fue a juicio y el juez dictaminó que «las vacas estaban antes que las casas». «Al final ganamos, pero el mal rato que pasamos no te lo quita nadie», confiesa Juan Alberto Rozas.
Luis | Alianza Rural
Francisco Entrena, sociólogo de la Universidad de Granada que ha estudiado el mundo rural, sostiene que «la nueva ruralidad está revitalizando muchas zonas que, de lo contrario, estarían en declive», aunque reconoce que «todo cambio tiene sus pros y sus contras». En su opinión, los urbanitas tienen «una imagen tergiversada y mitificada» del campo, en el que crean «una burbuja urbana». «Buscan una adaptación, cuando no una simulación, de lo que antes era la vida rural», afirma.
Como ejemplo, expone el caso de una cooperativa que montaron en un pueblo de Granada varios entusiastas recién llegados de la ciudad. «Mantuvieron un debate larguísimo sobre si tener una mula o no para trabajar era explotar a los animales -relata el sociólogo-. En el grupo había muchos veganos, un modo de vida que para ellos certifica lo auténticamente rural, cuando es todo lo contrario. En los pueblos, por ejemplo, siempre ha existido la matanza del cerdo».
Lo que para unos es una especie de reinvención de la vida en el campo, para otros, como Luis Fernando Marrón, coordinador de la Unión de Sectoriales Agrarias de Asturias (Usaga), es una calamidad. «Vienen y nos reclaman condiciones, nos las están imponiendo. Es como si nosotros fuéramos a la ciudad, exigiéramos sitio para aparcar y denunciáramos al Ayuntamiento porque hay ruido de coches», se queja.
Luis Fernando, como tantos otros ganaderos, ha visto el vídeo de Nel Cañedo y comparte su indignación contra la gente de la ciudad que va al campo «a ver indígenas y sacarse fotos con ellos» y que no respeta «las tradiciones ni el mundo rural». «Hay turistas que da gusto hablar con ellos, pero otros nos miran como seres inferiores e ignorantes que estamos ahí para servirles -asegura-. Da la sensación de que vienen a encontrar paletos con la boina enroscada».
Luis Fernando Marrón | Usaga
«Los neorrurales buscan el campo perfecto, sin bichos», insiste Artemio Baigorri. Intentan atrapar un mundo que no existe y, si no lo encuentran, tratan de reformarlo a su imagen y semejanza. Son consumidores de «un espacio mitificado que no se corresponde con lo real». Van al encuentro de los 'ignorantes de la boina' sin darse cuenta de que son ellos quienes la llevan puesta. Porque los del pueblo conocen de sobra una ciudad a la que acuden cuando quieren para hacer trámites, comprar o divertirse, pero los de las grandes capitales cada vez están más alejados del mundo rural. Desconocen lo que sucede allí, y por eso solo se lo imaginan.
Artemio Baigorri | Sociólogo Univ. Extremadura
«Cada vez nos ven más como si fuéramos una zona de ocio en la que tienen derecho a decir cómo tenemos que vivir. Vienen con el coche a ver la postal, pero se molestan si se encuentran con un rebaño en la carretera», critica Marrón. Pocas sensaciones hay más intensas que un atasco de vacas en un camino rural, con los campos recién abonados del estiércol de esos mismos animalitos que están regando el asfalto de excrementos y el efluvio de los purines que se extiende desde una granja que, oh casualidad, no está tan lejos como parecía de los adosados que acaban de construir en el pueblo. Ese sí que es auténtico olor a prado y no el de las margaritas de las postales. Olor a pueblo, que se decía antaño. El de toda la vida. Como recuerda Francisco Entrena, «las moscas ya estaban antes».
Cuando repican las campanas de la iglesia todo el mundo se entera, para eso están hechas. Y si es en un pueblo, mucho más. En las ciudades el tañido se dispersa entre el ruido del tráfico y demás estruendos urbanos, pero en los pueblos no hay manera de evitarlo. En el sosiego de la noche, antes incluso de que canten los gallos, ya están las campanas dando las horas, los cuartos y las medias con puntualidad británica. Al principio es relajante, pero después se hace pesado; sobre todo las de la medianoche, que parecen no acabar nunca.
Hay quienes no lo soportan. En 2017, la Audiencia Provincial de Soria dio la razón a un veraneante y condenó a la parroquia Nuestra Señora de la Asunción, de Hinojosa del Campo, a desactivar la campana de su torre para el uso horario porque superaba los límites permitidos de emisiones acústicas y lanzaba «un ruido muy molesto y súbito que altera el descanso del demandante y de su esposa, que no tienen por qué soportar».
Este no fue el primer caso ni será el último. En 2009, las quejas de los propietarios de un castillo reconvertido en alojamiento rural en la localidad catalana de Sant Mori desembocaron en la prohibición judicial de repicar las campanas entre la medianoche y las ocho de la mañana para no molestar a los huéspedes. En 2005, Ana Patricia Botín y su marido, Guillermo Morenés, denunciaron al Ayuntamiento cántabro de Ribamontán al Mar para silenciar el reloj de la iglesia de San Martín de Carriazo, muy próxima a la casona que ambos poseen en el pueblo.
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