La cabina del virus
El Piscolabis ·
Jon Uriarte
Sábado, 19 de septiembre 2020, 00:57
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El Piscolabis ·
Jon Uriarte
Sábado, 19 de septiembre 2020, 00:57
No pude resistirme. Sabía que debía darme prisa. El sol caía rápido en aquella tarde de agosto, con cara de septiembre. El viento soplaba otoñal. Apenas hubo tiempo para una fotografía. Como si de un espejismo que amenaza con irse entre tinieblas se tratara. Pero ... era real. Existía. Y resistía. Una vieja y polvorienta cabina. Superviviente de aquellas orgullosas que reinaron en calles, plazas y avenidas. Dueñas de un tiempo donde la comunicación tenía cordón umbilical y el teléfono era objeto de lujo. Destino del peregrinar urgente cuando se trataba de encontrar alguien al otro lado. Ahora todo eso es pasado. Como una escena sacada de «Cuéntame». Pero es más. La metáfora perfecta. No por lo bucólico. Por su lado oscuro. En estos tiempos de coronavirus todos estamos metidos en una cabina. Sin poder salir. Sin escapatoria. Como José Luis López Vázquez en aquella pesadilla del gran Antonio Mercero.
Creíamos que sería un rato. Que no duraría tanto. Una semana. Luego quince días. Pero fueron meses. Y aguantamos con la única gasolina posible. La esperanza. Hasta que se fue agotando. No habíamos salido del todo y no había nadie que nos sacara. Aplausos, balcones y divertidas ocurrencias dieron paso a dudas, enfados y preguntas sin respuesta. Buscamos una ranura. Empezaba a hacer calor. El espacio ahogaba. Y creímos ver la puerta entreabierta. El verano huele a comodín. A tiempo de tregua. Error. Este enemigo ni afloja ni otorga treguas.
Tampoco ayudaban los que tomaban decisiones. Vagas esperanzas y peleas de gallos. O de gallinas, que de todo hay. Mientras, monedas que no llegaban o lo hacían tarde y expertos que decían de todo menos cómo abrir la puñetera puerta. El tiempo seguía avanzando. Tan cerca y tan lejos. Sin poder tocarnos. Sin sentir piel ajena. Como un cristal permanente que nos rodea. Incluso al abrirse siguió cerrada. Porque esta cabina es más perversa. La de Mercero se demostró irrompible. Esta es infinita. Cuando crees haber salido, te vuelve a atrapar. Con otro brote, con otro contagio, con otros modos, pero los mismos miedos.
En la cabina de la fotografía no hay teléfono. Nada raro, siendo una reliquia del siglo pasado. Hasta esa tarde me parecía un hermoso objeto. No tanto por la forma, como por el fondo y el trasfondo. Igual que el Toro de Osborne o aquellos carteles luminosos de Cinzano y Coca-cola. Retales de un pasado repintado de nostalgia. No eran objetos. Si no ecos del ayer. Recuerdos que regresan una tarde de verano. Como el de una hermana suya que vivía en una esquina de nuestra calle y que rara vez estaba vacía. O de aquella otra del pueblo de Tarragona al que íbamos en las vacaciones de la infancia. Más de un día descubrí a parejas de novios jugando a conocerse en ella.
Podía ser refugio ante la lluvia, toldo bajo el sol y hasta motel de urgencia. A veces entraba uno y otras una familia entera. Y según el día, devolvía los cambios o se tragaba las monedas cual ansioso Gargantúa. Pero esta llevaba cara de pena. Un viejo cable roto y polvo seco como única compañía. El escenario perfecto para acogerme en estos días. Un hombre y su mascarilla. Astronauta que está en la Tierra sin reconocer su planeta, obligado a no quitarse la escafandra. Porque el virus sigue ahí. Y ya nada es igual.
Mientras tecleo estas líneas surgen brotes aquí y allá. Barrios y pueblos enteros son confinados hasta nueva orden. El bar donde tomo café, ha colgado un cartel. Posible contagio. Cerrados quince días. Rogamos a los clientes que se hagan la prueba y permanezcan en sus casas. Hace tiempo que no voy, así que no tendré problema. O sí. Positivos en el trabajo. De momento pocos y aislados. A trabajar desde casa. No hay empresa que no tenga la espada de Damocles sobre su cabeza. Y quien dice espada, dice ERTE, ERE o cierre. Hay casos peores. Pero no consuela.
Hace mucho que no nos creemos nada. Pensar que el colegio de tus hijos está limpio de virus, cuando son ciento y la madre, es insultar a la ciencia, a la estadística y al sentido común. Sigue ahí. Dormido o medio despierto. Pero está. Por eso seguimos encerrados dentro de la maldita cabina. No tiene cristal. Ni es rectangular. Carece de esquinas. Y de paredes. Sean de piedra, plomo o cristal. Mis buenos amigos médicos dicen que nos contagiaremos el 70%. Con síntomas o sin ellos. Graves o leves. La clave estará en controlar su rápido avance. Evitar que sature los hospitales. Y jugar con él a esta maldita ruleta rusa en la que una bala se llama salud y la otra economía, Por eso guardo la fotografía. Para que aprendamos de esta pesadilla. Porque llegarán otras. Sería muy peligroso que olvidáramos que todos fuimos, una vez, el hombre que no podía salir de una cabina.
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