![¿Cómo es la vida de un buscador de tesoros?](https://s1.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/201905/05/media/cortadas/tesoro1-05-k3kG-U80116041711qqF-624x385@El%20Correo.jpg)
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Parece fácil definir un tesoro, aunque no es tan sencillo como pueda suponerse. A primera vista podría decirse que es una explosión de riqueza al estilo de la que deslumbró a Edmundo Dantés en la isla de Montecristo antes de convertirse en un vengativo conde, ... pero no todos los buscadores desean encontrar ingentes cantidades de joyas y piedras preciosas. En los cofres que anhelan llenar no es oro todo lo que reluce. Hay mucho más y, para ellos, más importante.
Está el simple placer de buscar, de salir al exterior para ver qué se encuentra por ahí, como hace Francesc Gómez Núñez. Con su detector de metales explora la epidermis de la Tierra, donde abundan los restos que va dejando nuestra vida y la de nuestros antepasados. Son modestos fragmentos de historias como las que también busca Carlos de Juan, un arqueólogo submarino que fue una de las primeras personas en ver el 'Bou Ferrer', un gran mercante de la época de Nerón que se hundió hace 2.000 años frente a Villajoyosa.
Si para Carlos de Juan el verdadero tesoro no son los objetos que localiza, sino las líneas que pueden aportar a un libro de historia, Pedro Sánchez, anticuario del Rastro madrileño, hace lo contrario. Él se encarga de «mantener con vida a otras personas», a las que trae de regreso a través del tacto de los objetos que tocaron.
Ricardo Molina tuvo una fortuna al alcance de la mano pero un desconocido se le adelantó. Nombra minerales como si fueran de la familia y le tiene especial cariño a un pequeño cristal de un centímetro. Esa es una de las maravillas de las que se muestra más orgulloso, uno de esos tesoros que tanto abundan en las formas y colores de un planeta entero, como bien sabe la botánica María Ángeles Alonso, que ha recorrido el mundo en busca de especies exóticas. Si le dieran a elegir, preferiría una rafflesia, una enorme y maloliente flor, a un lingote de oro.
En el cofre también caben los fracasos. Eso es al menos lo que opina Tomás Mendoza, un buscador de petróleo que acumula más decepciones que triunfos, como todos en su profesión. Tomás y el resto de las personas que aparecen en estas páginas son exploradores. Buscan sus propios tesoros, los que tienen en la mente antes de que se hagan realidad. Saben que están ahí. Solo hace falta encontrarlos.
Carlos de Juan | Arqueólogo Submarino
No lo duda cuando se le pregunta. «Esta es la excavación de mi vida», asegura el arqueólogo submarino Carlos de Juan. Lo vio por primera vez hace 18 años y desde entonces no ha parado de trabajar en él para descubrir sus secretos. En enero de 2001 se sumergió a mil metros de la costa de Villajoyosa, en Alicante, junto a su compañero Gustavo Vivar y José Bou y Antoine Ferrer, dos buceadores deportivos que un año antes habían encontrado numerosas ánforas en el fondo marino. Lo que apareció ante sus ojos lo dejó asombrado.
Carlos de Juan ya había visto otros pecios romanos, pero ninguno como ese. «Me impresionó el tamaño, es un barco de treinta metros de eslora y doce de manga con un tonelaje superior a 310 toneladas, unas dimensiones que no volvieron a ser igualadas hasta el siglo XVI. Aquello te dejaba sin aliento, lo que más me emocionó fue estar ante la foto de un gran mercante de la época romana».
El pecio, de nombre 'Bou Ferrer' en honor a sus descubridores, es un auténtico tesoro que no deja de ofrecer información a los investigadores. Se cree que el barco zarpó de algún puerto próximo a Cádiz con destino a Roma o Narbona y que en su tránsito hacia las Baleares sufrió algún problema que obligó a sus tripulantes a buscar en la costa una protección que no llegaron a encontrar. Su carga estaba compuesta por varios miles de ánforas, cada una con cuarenta kilos de salsa de pescado en su interior, y lingotes de plomo con la contramarca 'IMP GER AUG', es decir, 'Emperador Germánico Augusto'.
Los arqueólogos han datado los restos entre los años 66 y 68 después de Cristo, en la última época de Nerón. Sospechan que los lingotes que se hundieron en las costas de Alicante podrían ir destinados a las obras de reconstrucción de Roma tras el incendio que la asoló en el año 64 o quizás incluso para la construcción de la Domus Aurea, el gigantesco palacio que el emperador mandó construir y que nunca llegó a ser acabado. Para los romanos, el plomo era un elemento imprescindible para construir las canalizaciones que llevaban el agua desde los acueductos hasta sus palacios.
El 'Bou Ferrer' y parte de su cargamento aún permanecen bajo el mar mientras los arqueólogos, campaña tras campaña, acumulan nuevos datos sobre un imperio que dominó el mundo durante siglos. Para Carlos de Juan el verdadero regalo no son las ánforas, los lingotes o la llave de la despensa que encontraron dentro de una vasija, sino todo lo que tienen que contar, la información sobre unas vidas desaparecidas hace tiempo y que ahora están saliendo a la superficie, sobre «un saber que se perdió y tuvieron que pasar siglos hasta que pudo recuperarse».
Durante dos mil años la estructura de madera del barco ha permanecido sumergida a poca profundidad, unos 25 metros, y enterrada en el fango. Gracias a ello se encuentra en un excelente estado de conservación, lo que permitirá profundizar en el estudio de la arquitectura naval de los romanos.
Muchas de las ánforas se hallan intactas y aún aguardan selladas el momento de su apertura. Aunque su contenido desapareció hace tiempo, la ausencia de cualquier tipo de contaminación exterior hará posible analizar la composición de la salsa de pescado que seducía a los más selectos paladares de un imperio. «Mi tesoro son unas pequeñas líneas en la historia, saber más de las sociedades que nos precedieron. Eso es lo que busca la arqueología, no el objeto en sí mismo», sostiene Carlos de Juan.
Tomás Zapata | Buscador de petróleo
Soy explorador», confirma al otro lado del teléfono. Habla desde Houston, acaba de llegar de Guyana y está a punto de partir hacia México. Después irá a Alaska y más tarde a Madrid, Brasil, Perú y Bolivia. «Hago la valija en dos minutos y me voy. Toda mi vida es así; la exploración es eso, buscar un tesoro», dice. El geólogo argentino Tomás Zapata maneja todo el negocio de exploración de Repsol en las Américas, lo que le obliga a viajar continuamente en busca de petróleo. Ha encontrado muchos yacimientos pero se le han escapado bastantes más, por eso la conversación acaba convirtiéndose en una especie de charla sobre el fracaso.
Ante todo, que quede clara una cosa. «El petróleo –dice Mendoza– no está en el suelo. Está en nuestra cabeza, existe en nuestras mentes. Vamos a buscar algo que nadie ha descubierto, que no es real hasta que lo encuentras». Él se topó con esa realidad hace 24 años. Tenía 28 y participó en la perforación de un pozo en Argentina en el que se halló una bolsa de petróleo. «Pensé que era más fácil de lo que parecía», recuerda. El tiempo le fue quitando la razón y le colocó ante otra realidad mucho más cotidiana en su trabajo, la del 'aquí no hay nada'.
«Descubrimos algo en uno de cada cinco pozos que perforamos. La mayoría de las veces los encontramos secos o con poco petróleo y eso nos duele mucho porque lidiar con el fracaso es muy duro». Preparar una zona para ser perforada requiere de un trabajo de unos tres años en lugares remotos comoAlaska, donde solo se puede trabajar en invierno, cuando el suelo está congelado. Son tres años que pueden desembocar en una de esas decepciones a las que tan habituados están los buscadores de petróleo.
«Somos como el ave Fénix. Cuando nos va mal nos morimos y renacemos con el conocimiento adquirido del fracaso anterior», explica el geólogo de Repsol. Y así avanzan, de fracaso en fracaso hacia el éxito final, el que borra todo lo anterior y da sentido a todos los esfuerzos e inversiones, porque encontrar un pozo comercial compensa con creces todos los gastos anteriores. «Es como cuando de pequeño recibías golosinas, la sonrisa no se te borra de la cara. Si descubrimos petróleo no veas la fiesta que montamos, hasta hacemos rituales paganos», ríe Mendoza.
Uno de los últimos descubrimientos se ha producido en Bolivia. «Allí hemos roto la barrera tecnológica de los 7.500 metros y hemos encontrado una bolsa de gas. No sabemos si es comercial pero está ahí». Cada vez es más difícil hallar alguno de estos tesoros pero los exploradores saben que andan por algún lugar, no hay más que buscar sin equivocarse demasiado. Todos tienen el mismo sueño, el de «encontrar nuestra joya mitológica, la bolsa mítica», reconoce Mendoza. «Siempre pensamos que lo más grande está por descubrirse, en Alaska lo hemos hecho pero aún hay más y lo estamos buscando».
Eso sí, sin causar estropicios, que es un punto en el que insiste el geólogo. «Tenemos que ser muy cuidadosos para dejarlo todo mejor de como lo encontramos, cuando nos vamos no puede haber ni una huella nuestra en el piso», afirma Mendoza. Los buscadores de petróleo, recalca, «no queremos romper la Tierra ni impactar en ella. Tenemos conciencia de cuidarla».
María Ángeles Alonso | Botánica
Ha prometido devolver la llamada en treinta minutos pero cuando al fin lo hace ha pasado más de una hora. «Perdona el retraso, es que estaba buscando vuelos a Marrakech», se excusa. Dentro de pocos días partirá hacia el sur de Marruecos para intentar localizar una especie diferente de biscutella y en verano viajará de nuevo a Sudáfrica para seguir buscando algún ejemplar desconocido, que es de lo que se trata en su profesión. Ha recorrido medio mundo tras el rastro de plantas que nadie ha visto antes y sí, se considera una buscadora de tesoros. «Son plantas escondidas que esperan a que alguien vaya y les ponga un nombre», dice.
María Ángeles Alonso, profesora de Botánica en la Universidad de Alicante, admite que el suyo es un trabajo que aún mantiene el romanticismo de los viejos tiempos, cuando se organizaban expediciones a lugares remotos para bautizar especies exóticas.El problema es que lo que antes tenía el aura de las grandes gestas ahora se contempla con una cierta suficiencia. Los botánicos, como las plantas que buscan, también son una especie extraña en un mundo como el de la ciencia, donde la investigación básica lucha por mantenerse a flote frente a la urgencia de los resultados. «Nosotros somos del siglo pasado, no tenemos hueco en la tecnología», reconoce.
Para subrayar la veracidad de sus palabras relata el viaje que ella y dos compañeras realizaron hace cuatro años a Perú, a más de 3.000 metros de altitud sobre el nivel del mar. «Íbamos nosotras, dos burros, el señor que los llevaba y un burrito que acababa de nacer», recuerda. Lo peor fue la aclimatación a esas alturas, donde «falta el aire, no puedes respirar y parece que el corazón se te va a salir por la boca. Te crees que vas a morir». Y también las noches frías que soportaron en las tiendas de campaña que desplegaban después de jornadas enteras en busca de tesoros.
Argelia, Marruecos, Argentina, México, Venezuela, Colombia y Sudáfrica son sus principales áreas de acción, en las que pasa una media de tres meses al año, vacaciones incluidas. Fue en Argentina, en la Patagonia, donde bautizó a su primera especie. «Es algo muy bonito porque eres tú quien la ves, la descubres y la publicas», dice. Desde entonces ha puesto nombre a «más de treinta» –no recuerda el número exacto– y espera encontrar muchas más.
Tiene ante sí todo «un mundo por descubrir» que está repleto de criaturas desconocidas a la espera de que alguien se tope con ellas. «Quedan muchas, aún se encuentran árboles nuevos, como ha sucedido en el Himalaya», afirma María Ángeles Alonso. Aunque a veces tampoco hay que ir tan lejos. Hace un año ella y su equipo descubrieron en Enguera, una localidad de la provincia de Valencia, una nueva planta carnívora a la que pusieron el nombre de 'Pinguicula saetabensis'. «Aquello fue muy mediático, incluso salimos en la televisión», asegura con un deje de orgullo.
En sus viajes ha visto maravillas como la 'Welwitschia mirabilis', una planta que puede llegar a vivir más de mil años y solo crece en el desierto de Namibia y una estrecha franja de Angola. «Es antiquísima, lo más alucinante que puedes encontrar», dice la exploradora. Pero aún espera contemplar más milagros de la naturaleza con sus propios ojos, entre ellos la rafflesia. «Es la que tiene la flor más grande del mundo. Vive dentro de un árbol en las islas de Borneo y tiene el tamaño de un niño pequeño», explica como quien describe a un ser mítico. Por estar frente a ella daría incluso «un lingote de oro», su parte del botín en un tesoro convencional.
Francesc Gómez Núñez | Detector de metales
Suena un pitido agudo y se desata la emoción. Ahí abajo, al otro extremo de la máquina, a no más de 30 centímetros de profundidad, hay algo que aguarda, un objeto que puede ser cualquier cosa pero sin duda es metálico, quizás un pequeño tesoro, quizás un pedazo de basura. «El suelo de España está lleno de objetos perdidos», afirma Francesc Gómez Núñez, director de la revista 'D&M' y secretario de la Federación Española de Detección Deportiva, una organización que trata de poner orden entre los aficionados a recorrer campos y playas armados de un detector de metales a la espera de un pitido que no siempre anuncia lo que parece. «Si es agudo indica que allí hay un metal noble como oro, plata o bronce, pero el mismo sonido también te lo puede dar una bola de papel de aluminio».
Para la gran mayoría el verdadero tesoro es buscar.«Lo importante no es lo que encuentras sino la búsqueda, el sentimiento que provoca saber que puedes encontrar algo», explica Gómez Núñez. Es lo que impulsa a miles de españoles a salir los fines de semana de sus casas dispuestos a caminar kilómetros a ritmo de paseo, atentos al sonido del aparato, con un pequeño cuchillo en la mochila para excavar levemente la tierra al menor indicio de un hallazgo y dejarla después como la han encontrado.
Otros, en cambio, no son tan bucólicos. «Nosotros creamos la asociación con el objetivo de diferenciar a los que usan los detectores de una manera responsable de los que los emplean para saquear yacimientos y destruir todo el patrimonio», recalca Gómez Núñez. En muchos lugares, una persona con un detector en la mano es sinónimo de expolio cultural y es esa imagen la que quieren borrar. «Si damos con algo relevante lo comunicamos a las autoridades, es lo que hay que hacer».
Hay de todo por ahí y no siempre inofensivo. En un campo encontraron un viejo cepo aún a la espera de su víctima y en Cataluña y Alcalá de Henares han localizado obuses de la Guerra Civil sin estallar.Pero lo que más se estila son monedas, como si la historia fuera un viejo bolsillo con el fondo agujereado. «Las de Felipe IV abundan bastante, hay tantas que no tienen ningún valor», señala Gómez Núñez.
La historia también está formada por pequeños objetos que han permanecido semienterrados durante siglos como si nunca hubieran existido. «A veces encuentras en algún campo monedas del siglo XVII o XVIII, puntas de flecha, botones o hebillas de cinturones, cosas que no tienen sentido en aquel lugar», explica Gómez Núñez. Son retales de un pasado que aislados no cuentan nada pero juntos forman un relato. Suelen ser los restos de algún asalto de bandidos en lo que entonces era un camino, lo que quedó de las personas que murieron.
Su mayor tesoro lo halló en un campo de la localidad cacereña de La Aldea del Obispo.«Fue un relicario del siglo XVIII con un trozo de tela en su interior. Lo entregamos al Ayuntamiento y lo pusieron en una vitrina», recuerda. De la misma época eran una moneda de Argentina que apareció en una zona minera de Extremadura, las medallas que alguien perdió en la ribera de un río, los dedales o las campanillas de ovejas centenarias. Y más contemporáneos son los balines, el papel de aluminio, las chapas y las latas que aún no han tenido tiempo de abandonar la categoría de basura para pasar a la de trozos de historia. «Siempre encuentras algo», insiste Gómez Núñez. Da igual que no sean tesoros. Lo importante es buscar.
Ricardo Molina | Coleccionista de minerales
Tuvo un tesoro al alcance de su mano. Buscaba ejemplares en las minas de Horcajo, en Almodóvar del Campo (Ciudad Real), cuando se le acercó un trabajador de las obras del AVE con unas piedras de cuarzo por si le interesaban. Le contestó que no eran demasiado espectaculares y, de todas formas, había ido allí a buscar piromorfitas. Al escuchar aquello, el hombre le dijo que le acompañara porque había visto no muy lejos una roca partida con cristales verdes en su interior. «Fui corriendo pero cuando llegué alguien se la había llevado. Aquella piedra valía unos 25.000 euros».
Es lo más cerca que Ricardo Molina ha estado de echar mano a un tesoro, aunque tiene otros. No poseen el mismo valor material que aquella geoda de piromorfita pero a él le da lo mismo. Se guía por «la belleza de la piedra», que es lo que le importa, como «un cristalito de felita de un centímetro» que cogió en un lugar en el que no es habitual que aparezcan. «Le tengo mucho cariño», dice.
También recuerda algunos golpes de suerte, como el de Horcajo, donde un día diferente a la aciaga jornada de la piromorfita encontró un depósito de cobre nativo, o las malaquitas con las que se topó en un pueblo de Cáceres y que no duraron mucho en su lugar. «Le dije a alguien lo que había visto y cuando volví ya no quedaba nada», se lamenta Ricardo Molina.
Se aficionó hace tres décadas a recoger minerales y desde entonces no ha parado. Guarda las piezas que ha reunido durante todo este tiempo en un sótano de setenta metros cuadrados en su casa de Soto del Real y en un local de treinta que ha alquilado con unos amigos en Leganés, donde poseen maquinaria para cortar y pulir piedras. «No sé cuántas tengo, hay miles y miles», admite.
Es un tesoro que trata de mantener a salvo aunque no siempre ha podido. Aunque entonces sucedió lo contrario, ahora ríe cuando cuenta que a su cuñado le dejó una piromorfita para que la admirara. «Se le cayó y se rompió. Me dieron ganas de agarrarle del cuello», reconoce. También recuerda con un cierto espanto la gran fluorita de un amigo suyo que había sufrido varios percances que le llegaron al alma. «A su hermana se le había caído varias veces al suelo y estaba algo rota. La piedra no valía mucho pero para mí sus golpes eran como una blasfemia, un atentado contra la belleza».
Para reunir su colección ha recorrido toda la Península, cuyos rincones conoce por lo que oculta su subsuelo. Ricardo habla de la esfalderita de los Picos de Europa, que ahora se está utilizando en joyería, de la franja entre Zamora y la zona de Linares, donde «hay muchas minas metálicas», de Panasqueira, en Portugal, de las piritas espectaculares de Navajún y Ambasaguas, en La Rioja, donde el dueño de las minas deja picar durante tres horas a cielo abierto a quien quiera pagar por ello en busca de maravillas de la naturaleza.
Y habla del padre de todos los tesoros, del oro, que aún se puede encontrar en lugares como las inmediaciones de Coria, en Cáceres, a donde acuden excursionistas para buscar en el río destellos de metal dorado. «Hay una persona que se encarga de enseñarles, porque más que paciencia hay que tener técnica para utilizar la batea». Si se hace bien y hay suerte, la tenacidad del buscador puede verse recompensada por el brillo de polvo de oro, de partículas «como cabezas de alfiler o menos». Incluso algunos han encontrado pequeñas pepitas que no serán suficientes para convertirlos en milonarios pero sí para cargarlos de ilusiones. «Lo ponemos en un frasquito y se ve un poco en el fondo. Para nosotros es un tesoro», dice Ricardo Molina.
Pedro Sánchez | Anticuario
De niño Pedro Sánchez jugaba con antigüedades. Los domingos no, ese día las vendía.«Cuando tenía doce años mi abuelo sacaba un puesto en el Rastro y me dejaba al frente. Tenía que trajinar con el que venía a comprar un cencerro o cadenas de cobre, que era lo que me dejaban vender por si metía la pata. Eso ahora te lo prohibirían porque el niño tiene que estar con la 'playgame'».
En el puesto callejero Pedro aprendió a «conocer a la gente» y supo que el de los anticuarios es «un mundo aparte» al que sigue perteneciendo aunque ya ha cerrado su tienda. Ahora vende a través de internet y de los contactos que ha establecido a lo largo de los años. «Todos los domingos voy al Rastro, si algún día falto me da la sensación de que no he hecho nada. Allí veo a los compañeros, tomo el aperitivo y si hay alguna pieza interesante la compro», afirma.
En la televisión hay programas de anticuarios que se dedican a visitar viejas casonas o a hurgar entre muebles vetustos y siempre encuentran alguna maravilla. Es bonito de ver pero no responde a la realidad. «Esto no funciona así. Yo algo he encontrado pero no todos los días, como hacen los de la tele», responde Pedro, que está especializado en pintura del siglo XIX y armas. Los caladeros donde busca se hallan en las casas de subastas, las tiendas de otros comerciantes, viviendas que se vacían y ponen a la venta todo su contenido y el Rastro, por supuesto, en el que «sí se encuentran cosas que valen la pena aunque ya no es como antes, cuando bajaban lotes diarios de casas».
Pedro Sánchez no sabe decir cuál es el mayor tesoro que ha pasado por sus manos. «He encontrado muebles, pinturas, esculturas..., de todo». Lo que sí sabe es que el tiempo de los grandes hallazgos, de la obra de arte oculta entre viejos trastos, cada vez está más lejos. «Pocas veces la gente tira cosas valiosas sin saberlo, ahora miran antes en internet para saber lo que tienen», lamenta el anticuario. Pese a todo, las sorpresas aún existen. Solo hay que saber dónde buscarlas.
Pueden surgir en un mueble isabelino de mediados del siglo XIX. «Algunos tienen un doble fondo con compartimentos secretos que son muy difíciles de localizar. Yo encontré una vez uno pero estaba vacío», recuerda Pedro Sánchez. Más fortuna tuvieron algunos de sus compañeros, que al abrir el hueco oculto comprobaron que ahí dentro, en aquella pequeña cápsula del tiempo, había algo. Normalmente suele tener más valor la adrenalina del descubrimiento que lo descubierto porque, tras el clic del resorte secreto, es posible que aparezcan un viejo billete de lotería, papeles y documentos de escaso valor. A veces, sin embargo, aunque no suele ser lo habitual, «se encuentran monedas, joyas, un dibujo o un libro raro».
Son hallazgos que en su día pertenecieron a una persona que los consideraba lo suficientemente valiosos como para ocultarlos, fragmentos de un tesoro olvidado que vuelven a nacer en las manos de un anticuario. «En una pieza está la historia de otra gente, por eso es bonito tenerla y tocarla; más que con la vista disfrutas con el tacto, que es distinto, se nota que ha sido usada por otra persona, que tiene una historia detrás, es una forma de mantenerla con vida».
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