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ANTONIO PANIAGUA
Sábado, 16 de septiembre 2017, 01:51
Bebía agua del pozo y dormía en el suelo si era necesario. La fisioterapeuta española Lorena Enebral, asesinada en Mazar-i-Sharif (Afganistán), carecía de los remilgos de esos occidentales a los que todo da asco cuando viajan a un país pobre. Como cooperante era ... una todoterreno, se adaptaba a cualquier circunstancia y nunca caía en el desánimo. Podía pasarse semanas en un pueblo de Malawi con una dieta compuesta exclusivamente a base de arroz y mangos, lo que comía la población autóctona. «Para ella todas esas incomodidades no suponían ningún sufrimiento», cuenta su amiga Carolina Varas. Quienes la conocían no se explican qué llevó a un paciente suyo a disparar contra ella con un arma que había sido escondida en una silla de ruedas. Cometió el crimen en un centro de rehabilitación del Comité Internacional de Cruz Roja (CICR). Lorena trabajaba allí desde mayo de 2016. Atendía a mutilados de guerra y niños con deformidades y problemas causados por trastornos neurológicos. «Le apasionaba lo que hacía, era feliz y cuando le dieron la oportunidad decidió reengancharse». # «Mi madre dice que estoy un poco loca. Yo también lo creo». Así hablaba Lorena, de 38 años, para explicar su trabajo en un documental grabado para el programa Misioneros del Mundo. En el reportaje pronto se aprecia cómo era la fisioterapeuta. Una mujer independiente, bienhumorada, animosa e infatigable. Se la ve hablando a la población local en suajili e inglés. Cuando no la comprenden se hace entender por señas, con una gestualidad que hacía reír a los pacientes. No se arrugaba ante los casos difíciles. Ayudaba a menores discapacitados con taras graves, chicos que se arrastraban por el suelo para llegar a una letrina y que se transportaban en sillas de ruedas rudimentarias, con asientos de plástico o madera.
Lo dio todo de sí en un centro de discapacitados radicado en Same (Tanzania), cerca del Kilimanjaro y perteneciente a la congregación Little Sisters of Saint Francis of Asis. Allí corregía los malos hábitos de algunas madres tanzanas a las que nadie había enseñado a dar de comer correctamente a sus hijos. Incapaces a veces de ponerse en pie, corrían el riesgo de morir atragantados cuando la comida se les desviaba a los pulmones. En otros casos debía luchar contra los prejuicios que estigmatizan a los discapacitados en África. Las supersticiones inducen a la población a considerarles hijos de una maldición. Tenía que desempeñar además destrezas propias de un logopeda o de un psicólogo.
Estuvo destinada en Malawi, El Sáhara, Tanzania, Etiopía y Afganistán. «África le gustaba mucho. Como era muy extrovertida y simpática, no tenía dificultad en hacer amigos. Su manera de ser atraía como un imán. Además rompía muchos corazones porque era guapísima».
Cristina Ruiz conoció a Lorena en la Universidad Alfonzo X El Sabio de Madrid. Ambas terminaron la carrera en el año 2000 y a los cinco años decidieron ir a Chile para aprender el método Bobath, indicado para tratar a niños y adultos con trastornos del sistema motor derivados de lesiones neurológicas. Esas técnicas se las enseñó luego a cinco chicas que trabajan en un centro para minusválidos de la ciudad saharaui de Dajla, la antigua Villa Cisneros de la época colonial. «Hizo en tres meses, de septiembre a diciembre de 2012, lo que es una labor de años», dice Mohammed Sadel Semalali, director de la entidad. «Como no hablaba el árabe, yo le hacía de traductor. Era maravillosa, un ángel de los que ya no quedan».
El prefecto apostólico del Sáhara Occidental, Mario León, asegura que Lorena no era nada religiosa, aunque tenía lo que él llama «vocación». «Trabajó de forma altruista; nosotros sólo podíamos darle alojamiento y comida. Aquí la gente todavía se acuerda de ella. Se pusieron a llorar cuando supieron la noticia».
¿Qué movió a Lorena a convertirse en cooperante y desplazarse a miles de kilómetros de su Madrid natal? Ni siquiera lo sabía ella con certeza «Es como una droga; la pruebas y quieres más. Me gusta arriesgar. Cuando trabajaba en España lo hacía con gente encantadora y no me aburría, pero necesito probar más cosas», dijo Lorena a un programa de la emisora de radio del Círculo de Bellas Artes de Madrid.
Renunció a un trabajo muy bien pagado en una clínica privada española. Lo suyo era ayudar en países miserables donde, como en Malawi, ni siquiera había sillas en las casas ni electricidad. Cuando sus amigas le preguntaban por la seguridad en Afganistán, le quitaba importancia al asunto. «Recuerdo que cuando fuimos a Chile yo estaba un tanto nerviosa y ella en cambio iba con el bolso abierto», apunta Cristina Ruiz.
María Palacios, directora del centro de fisioterapia infantil Conmigo, donde Lorena trabajó cinco años, alega que la cooperante no temía por su vida. «Sabía que era posible un secuestro o morir por una bomba, pero jamás pensó en un asesinato». Se da la circunstancia de que el presunto atacante, de 22 años, era un paciente del centro desde hacía 19.
Con tres hermanos -dos varones y una mujer-, su padre Julián regentaba el restaurante del club social de la urbanización Monteclaro, en Pozuelo de Alarcón (Madrid). La policía local informó a sus padres, Julián y Aurora, de lamuerte de su hija mientras participaban en una romería en Valleruela de Pedraza (Segovia), de donde es él. «Lo daba todo, no quería nada para ella», cuenta Gregorio Enebral, alcalde de Valleruela y primo segundo de la asesinada.
Tenía en mente cursar un máster sobre rehabilitación. Siempre inquieta, dio la vuelta al mundo con Edu, un novio que tuvo y al que le contagió el entusiasmo por la cooperación. No en vano, él está destinado ahora en Uganda. Si se le preguntaba por la posibilidad de tener una pareja, respondía que no tenía tiempo para hacer tantas cosas. «Con sus sobrinos era muy feliz. Necesitaba su parte de libertad», aduce Carolina.
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