Anchoas y habaneras
Veraneo de cercanías ·
Una mañana en Santoña da para airearse en el paseo marítimo y también para aprovisionarse en la plaza de abastos: «En el confinamiento servía a domicilio a clientes vascos»Secciones
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Una mañana en Santoña da para airearse en el paseo marítimo y también para aprovisionarse en la plaza de abastos: «En el confinamiento servía a domicilio a clientes vascos»Una mañana en Santoña equivale a uno de esos tratamientos completos que reconstituyen cuerpo y mente y te dejan como nuevo. Aquí uno puede darse unos cuantos garbeos por el paseo marítimo, desde el puerto hasta el fuerte de San Martín, llenándose los ojos de ... cielo y de mar, y también aprovisionarse en la bulliciosa plaza de abastos o en las decenas, cientos, miles, quizá millones de puestos de anchoas, el símbolo comestible de Cantabria. «En el confinamiento, he estado llevando anchoas a domicilio a clientes vascos», explica Avelina Madrazo, una fuerza de la naturaleza que está al frente de Conservas Avelina, y que en su puesto del mercado traza un resumen sencillo y demoledor de la estrecha relación que mantiene Santoña con la comunidad vecina. Quizá lleve las cosas al extremo, pero también hay que tener en cuenta que su bisabuela era de Mutriku.
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«Sin los vascos, Santoña no vive, no puede vivir. Yo vendo a locales de Santurtzi, Portugalete, Barakaldo, Romo, Algorta... Y aquí, en la plaza, mi clientela es vizcaína casi al cien por cien. Ellos tienen aquí su segunda vivienda y se llevan las compras: vienen el fin de semana y se van con las compras hechas, porque allí se dedican a trabajar». ¿Y gastan con alegría? «Saben comprar y buscan calidad. También ayuda que tienen un nivel de vida más alto», analiza Avelina, el eslabón más reciente de una cadena familiar de Avelinas que, lamentablemente, no va a tener continuidad.
- ¿Pero no le ha puesto Avelina a su hija?
- No, se llama Irmana, un nombre cántabro. Y mi hijo es Aker, macho cabrío en euskera.
Por allí van pasando vascos y más vascos, como para certificar su análisis sobre la dependencia económica. Inma Díez y su marido, de Santurtzi, están veraneando en Noja, pero tienen costumbre de acercarse a Santoña para avituallarse: hoy se llevan bonito para un marmitako, una ijada para hacer a la plancha, chicharrillos para freír y un poco de sardina, y todavía tienen pendiente la parada del pulpo. «También hemos pasado por los puestos de las aldeanas y hemos comprado puerros, acelgas, piparras, tomate... ¡Aquí hay de todo y muy bueno!». Javier Pérez, bilbaíno, ha venido con sus padres, Basilio y Milagros, para comprar pescado. Javier es un experto en veraneo de cercanías, tanto de costa como de interior: «Me reparto entre Cantabria y San Miguel de Cornezuelo, un pueblo de Burgos que solo conocemos los de allí. A la mujer le gusta más esto y yo prefiero aquello, porque los veranos de mi infancia eran tres meses allí, como un salvaje: es el pueblo de mi padre, pero también es un poco el mío». Y Carmen González y su esposo, de Zalla, han venido esencialmente a por bonito, pero van a aprovechar para llevarse también unos tomates, aunque al marido, Santi, le da un poco de rabia verlos tan espléndidos: «Es que tenemos en la huerta, pero los nuestros están un poco verdes todavía».
«¡Estos son de La Pesquera, en Laredo, los mejores del Cantábrico!», presume el vendedor, que tiene los pequeños a dos euros y los grandes a tres y medio. Se llama Eduardo Santander y, pese al apellido, su vida también está marcada por la comunidad vecina. «Aquí en la plaza los de Bilbao se imponen. Y mi mujer es nacida en Barakaldo, mi suegro es de Las Encartaciones y mi hijo es del Athletic», se ríe.
A medida que pasa la mañana y los expositores de la plaza de abastos se vacían de género, el paseo marítimo se llena de gente. Van floreciendo toallas y sillas plegables en la primera línea del muelle y también en el parque vecino, aunque algunos prefieren las intimidantes tumbonas de hormigón que puso el Ayuntamiento. Las zambullidas de los niños resuenan como explosiones de verano, va y viene el barquito incansable que cruza hasta El Puntal de Laredo y, de vez en cuando, pasa despacito el otro barco, el turístico que hace recorridos de una hora, con un fondo musical de habaneras que le da cierto aire de aparición sobrenatural. En el cartel que lo anuncia, junto al recorrido (La Salvé, el Faro del Caballo, la Peña del Fraile...), han colocado una pegatina que recuerda el uso obligatorio de mascarilla.
En lo más alto del mirador del Centro de Interpretación se recortan contra el cielo seis siluetas, como si estuviesen asomadas a la proa de un barco. Son seis amigas de Beasain, de 17 y 18 años, que están pasando unos días en casa de una de ellas, Aiora. «Conozco Santoña desde pequeñita, porque mis abuelos tenían costumbre de veranear aquí y, al final, compramos casa. Aquí me relajo y me retiro de todo», explica la anfitriona. Las demás hablan ya de las marismas, la playa de Berria y la Virgen del Puerto con soltura y aplomo de santoñesas.
En el parque, Fernando Romo y Lourdes Santamaría, de Santurtzi, miran el mar. Los dos ocupan asientos de hormigón: el de él tiene forma de silla, mientras que ella ha elegido una de las tumbonas.
- ¿No es incomodísimo eso?
- Qué va. Cogen calor y, cuando te sientas, estás super a gusto.
Fernando viene a Santoña desde crío y tiene muy presente cómo ha evolucionado la panorámica que está contemplando ahora mismo. «Este paseo no existía, era más industrial, más como era antes Bilbao. Y el paisaje de aquel lado -dice, señalando hacia Laredo- tampoco era así, claro. ¡Hasta las mareas han cambiado!». Cuando la pareja acabe de llenarse los ojos de cielo y de mar, llegará la hora de atender al estómago. ¿Unas anchoítas, quizá? «Yo voy a recomendar otra cosa -propone Lourdes-, porque aquí venden los mejores helados que he probado en mi vida, los de Regma. ¡Uno de nata y fresa, con sabor a fresa de verdad!».
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