![El almuerzo de Tintín](https://s3.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/201907/29/media/cortadas/tintin29-kFgC-U80867074619pUE-624x385@El%20Correo.jpg)
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Bélgica, ese Estado federal dividido entre norte y sur, que intenta sortear cada día el pulso entre flamencos y valones –con una pequeña comunidad alemana menos latosa al margen–, se reivindica como 'una' con muy pocas cosas. Ni siquiera el monarca, Felipe, es rey de ... Bélgica. Su título oficial le identifica (y no es gratuito) como el 'rey de los belgas'. Así que este país, más allá de enarbolar a la capital Bruselas como corazón de la Unión Europea o de reencontrarse con los logros internacionales de sus deportistas –especialmente los de la selección de fútbol del español Roberto Martínez–, no es precisamente una referencia de chovinismo y orgullo patrio… a no ser que le toquen la fibra.
Flamencos y valones pueden discrepar políticamente en todo, hasta en la música ambiental que debe escucharse en el metro de Bruselas para matar la espera. Pero hay una serie de elementos identitarios que abrazan sin cuestionar. Ejemplos: el intrépido Tintín (creado por Georges Remi-Hergé) es belga y 'pitufar' es un verbo que vale para todo en el ingenioso mundo de Los Pitufos, también de paternidad belga (Pierre Culliford-Peyo). La tradición de la historieta o el cómic tiene raíz francófona. Pero se ha convertido en patrimonio de país. Y con ella otras cuatro cosas sagradas más: el chocolate, la cerveza, los gofres… y las patatas fritas.
Sobre las tres primeras no hay duda: este es el paraíso. Pero en lo que se refiere a 'le frite' o 'friet' (patata frita en francés y neerlandés) el pequeño Estado mantiene una disputa histórica con su vecina Francia por la autoría de una bomba de carbohidratos de alcance global. ¿Quién fue el primero que las cortó en tiras y las ahogó en grasa o aceite hirviendo? Seguro que la pelea les suena. No tiene rango de conflicto bilateral, pero casi.
Los historiadores no se ponen de acuerdo. Para los belgas, 'les frites' nacieron en Namur, la capital de Valonia, a los pies del río Mosa. La leyenda dice que este río se congeló allá por el año 1680 y los lugareños, que al parecer estaban acostumbrados a consumir frito un pequeño pescado que se obtenía en sus aguas, se quedaron sin manjar. Así que idearon el tajo longitudinal de la patata. Necesidad y sugestión a partes iguales.
Los franceses, esos hermanos algo prepotentes, empujan contra el 'made in Belgium'. Aseguran que las patatas no llegaron a su vecino del norte hasta el siglo XVIII y que la grasa era un lujo al alcance de pocos. Además, subrayan que para entonces, en París (siempre París) la 'frite' ya se vendía de forma ambulante.
Sea como fuere, Bélgica es el imperio de las friterías más o menos tradicionales, el que venera su fórmula en museos monotemáticos como los de Bruselas o Brujas, que reciben miles de visitantes cada año. Y el que ha convertido el tubérculo frito en objeto de 'merchandising' y emblema nacional, con margen, incluso, para alguna que otra innovación surrealista. En 2013, por ejemplo, la técnica de un grupo de jóvenes emprendedores permitió sacar al mercado patatas con los tres colores de la enseña belga (negro, amarillo y rojo) «sin alterar su sabor», decían. Duró lo que duró, un suspiro.
Bélgica promueve además desde hace años el reconocimiento planetario de su receta, que tiene la particularidad de la doble fritura, como patrimonio inmaterial de la Unesco. Y también es capaz de sacar toda su artillería política cuando alguien amenaza su buen hacer en la freidora. De esto último no hace mucho.
En 2017 el Gobierno se tomó como una afrenta que la Comisión Europea pretendiese poner coto a la acrilamida, una sustancia química que se genera de forma natural en productos que contienen almidón cuando se exponen a elevadas temperaturas. La técnica belga de la doble fritura se situó en el punto de mira. Y el país cerró filas.
No era la primera vez que las patatas fritas se manifestaban como una especie de epifanía cohesionadora. Apenas un año antes, tras los atentados terroristas en Bruselas que arrebataron la vida a 34 personas y dejaron centenares de heridos, miles de internautas convirtieron en 'trending topic' en las redes sociales a Tintín y el tubérculo. Eran los símbolos del dolor, la indignación y la solidaridad.
Pero la cosa venía de lejos. En 2011, cuando las divergencias políticas encaminaban al país a la marca mundial de los 541 días sin gobierno –periodo en plena crisis durante el que, por cierto, mejoró la economía, creció el empleo y se recondujo la deuda pública–, miles de jóvenes se echaron a las calles para denunciar la incapacidad de sus representantes. Aquel movimiento impulsado por la plataforma de estudiantes No En Mi Nombre se conoció (adivinen)… como la 'revolución de las patatas fritas'. Bruselas, Lovaina, Namur, Amberes, Brujas… en todas las ciudades del país se expresó el hartazgo con concentraciones en espacios públicos que se rebautizaron como 'place des frites'.
Hasta Charles Michel, hoy primer ministro en funciones del país, fue 'agredido' en Namur (recuerden, el lugar en el que eclosionó la receta) con toda una artillería de 'frites' y kétchup hace apenas cuatro años. El ataque fue inmortalizado en una fotografía que hoy es objeto museístico. Michel se lo tomó con humor. Al fin y al cabo, hace ya tiempo que convive con un apodo basado en un reflejo caricaturesco muy bien traído (adivinen)… ese Mister Potato al que 'Toy Story' ha dado vida. Con gafas, dos gotas de agua.
El tubérculo. El preferido para la elaboración tradicional es una variedad conocida como Bintje, originaria de Países Bajos. Son patatas de aspecto ovalado y calibre medio, apropiadas para el corte longitudinal. Tienen aspecto amarillento tanto en carne como en piel y no se oscurecen a altas temperaturas en la freidora o al horno. Esta variedad destaca por una calidad gustativa que los puristas califican de excepcional.
La fritura. El sabor final viene determinado por el baño graso. Y aquí, los belgas tienen su marca de autenticidad. Utilizan sebo de ternera comercializado como 'blanc de boeuf', aunque también de cerdo o cordero. Grasas hipercalóricas. Como opción menos contundente (y sabrosa) se proponen aceites vegetales.
Elaboración. Las patatas se pelan y se lavan en agua fría. A continuación se cortan en pequeñas tiras con un espesor no superior al centímetro y se enjuagan por segunda vez. El aceite debe tener una temperatura de 150 grados para una primera fritura que no ha de exceder más de 8 minutos. Si utiliza freidora, no la sobrecargue. Para un kilo de patatas, haga tres tandas. Completado este proceso, las 'frites' se dejan reposar unos 5 ó 6 minutos, antes de sumergirlas de nuevo en la grasa o el aceite a unos 180 grados. Este último toque debe ser rápido, hasta que se doren.
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