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Alarma mundial ante la extinción de los libros
Tras el papel higiénico, el hielo y, se me olvidaba, las sandías que se han puesto tan de moda, quizá el nuevo objeto del deseo sea una novela
Jon Uriarte
Sábado, 20 de agosto 2022, 01:13
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Jon Uriarte
Sábado, 20 de agosto 2022, 01:13
No es el hombre al que llamábamos Max. Pero es el guerrero de la carretera. Recorre el infernal asfalto, buscando el mayor de los tesoros en el páramo apocalíptico que le ha tocado vivir. Un mundo de caos y escasez. Dicen que la gasolina ha ... dado una tregua. Curiosa forma de definir que te ahorquen más lentamente. Lleva el depósito lleno y el bolsillo vacío. Así que no es ese el problema. Sino otro. El hielo. Hubo un tiempo en el que pocos paisanos valoraban ese cubo de agua fuerte y grueso como un diamante africano. Por eso, al acudir invitado a una casa o incluso al tomar una copa en un bar, te servían un escuálido pedacito de hielo que se derretía más rápido que una onza de chocolate al sol. No enfriaba. Aguaba. Pero era lo que había. Entonces el hombre de la carretera miraba a los presentes y a sus vasos languideciendo, buscaba las llaves de su máquina y con un rotundo rugido ponía el motor en marcha, dejando en el aire una promesa: «Voy hasta la gasolinera y traigo una bolsa de hielos».
Supongo que no hemos ido a peor. Que nuestros antepasados ya tenían arrebatos y miedos inducidos y cuando alguien decía que venía tormenta y que lo mejor sería aprovisionarse de bayas un buen número de ellos llenaban con esos frutos la cueva. Y si los de enfrente no tenían una triste baya para llevarse a la boca que se hubieran dado más prisa. Digo que espero que fuera así, porque lo contrario sería confirmar que vamos a peor. Al menos en la cueva no había un cretino capaz de comprar rollos de papel de váter como para limpiar el culo a diez manadas de mamuts.
Porque ese es el problema. El egoísmo y la estupidez. El cóctel perfecto. Como me cuenta la cajera del súper del barrio, hay gente capaz de vaciar la estantería de bolsas de té si alguien susurra que se van a agotar, aunque no hayan tomado uno en su vida. La cosa es tener eso que se está agotando. Salvo que, de repente y por ciencia infusa, a la inmensa mayoría de la población le haya dado por ponerse gin-tónic en casa como si no hubiera un mañana. Si al menos aprendieran a servirlos en vaso ancho, con cortecita de limón y buen hielo, eso que hubiésemos ganado. Pero me temo que no es así. Que mucha de esa marabunta humana, algunos lo confiesan abiertamente, tiene las bolsas hacinadas en el frigorífico «por lo que pueda pasar». Como si pudieran superar otra ola de calor por el simple hecho de tener hielo en la nevera. La misma cajera contaba que una pareja había ido dos veces porque no les cabían las bolsas en el congelador y se habían derretido. Ahora tenían agua envasada.
Llegados aquí me pregunto cuál será el siguiente tesoro. Tras el papel higiénico, el hielo y, se me olvidaba, las sandías que se han puesto tan de moda, quizá el nuevo objeto del deseo sea un libro. Solo hace falta que algún político, con poca credibilidad y cierto rango, ante la alarma general sobre la posibilidad de que se agoten los libros asegure que no habrá problemas de suministro. Porque pensaríamos lo contrario. Y lo subrayarían después los medios entre una noticia sobre pinchazos en fiestas y otra comentando que han bajado tanto las temperaturas que lo mejor es llevar rebequita por la noche.
No tardarían las redes en sumarse con mensajes apocalípticos donde una internauta contaría que no encuentra libros escolares para sus hijos y que ha gastado una fortuna en fotocopias. Otro alarmado usuario desvelaría que los chinos los están comprando a paladas y un tipo, que asegura ser bibliotecario, confirmaría que ya han empezado a robarlos y que de Rayuela de Cortázar y del Ulises de Joyce ya no les queda nada.
Entonces las mismas personas que ahora acumulan hielo como para evitar el fin de los Polos mirarían hacia los libros. Y las librerías no darían abasto. Ya me imagino a los dueños de la que frecuento declarando circunspectos en el telediario: «Es una locura. Un señor acaba de llevarse cinco estanterías completas. Y eso que algunos libros estaban escritos en búlgaro».
Reconozco que me encanta la idea. Porque quizá, de esa forma, el mundo cambiaría el paso. O no. Algo me dice que sucedería lo mismo que con los rollos de papel y los cubitos de hielo. Que los guardarían pero no los usarían. Hasta que se pudrieran o se derritieran. Que nadie leería una mísera página. Y que el hombre de la carretera, el guerrero del asfalto, seguiría recorriendo el mundo buscando, agotado y desesperado, el último de los libros.
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