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Cuando se producen movimientos en la sociedad que funcionan como grandes olas que lo abarcan todo, como sucedió en el último día internacional de la mujer en España, tan interesante como el fenómeno mismo suelen ser los discursos que la acompañan y que pretenden darle ... sentido, orientación y, sobre todo, la interpretación correcta.
En el caso concreto de la ola masiva que pasó por la sociedad española ese día 8 de marzo, hubo algunos manifiestos que pretendieron cumplir esa función. Alguno de esos manifiestos ha sido ya duramente criticado precisamente por intentar plantar la semilla de la división en la ola que se quería, sobre todo, unitaria. Pero no fueron los únicos discursos que intentaban asumir la soberanía interpretativa de lo que estaba sucediendo.
Se repitió lo suficiente como para pensar que es una de las ideas fundamentales del movimiento: feminismo igual a democracia, no hay democracia sin feminismo. Y junto a esa frase muy leída y escuchada, esta otra pronunciada por un líder sindical, el feminismo tiene que ser la ideología hegemónica de nuestros tiempos.
No es difícil entrever el contenido correcto de esas afirmaciones: mientras existan serios problemas de igualdad para las mujeres, las democracias tienen un déficit que dificulta su adecuado desarrollo, déficit que debe ser solventado en la medida en que pueda existir una democracia sin déficit alguno.
Pero ese contenido correcto de las afirmaciones citadas no puede esconder el peligro que las mismas entrañan si se toman al pie de la letra. El peligro principal radica en algo que no termina de ser entendido como una de las claves insustituibles de la democracia: la aconfesionalidad del Estado que fundamenta la matriz de todas las libertades, la libertad de conciencia. Esa aconfesionalidad no significa solamente separación de Iglesia o iglesias y Estado, no es cuestión de que las autoridades políticas asistan a ceremonias religiosas o no, de que en las escuelas públicas se celebre la Navidad con belenes, es algo mucho más serio y con mayores consecuencias.
La aconfesionalidad del Estado implica una privación: el Estado no puede ni debe tener confesión alguna, ni religiosa ni ideológica, ni de ninguna otra clase. Dando un paso más la aconfesionalidad del Estado implica que en el espacio de la política, en el espacio de la democracia, en el espacio público en el que ambas actúan no puede haber verdades definitivas ni legitimaciones últimas. Ese espacio público de la política y de la democracia se constituye como espacio de verdades penúltimas, relativas, no definitivas, temporales y contingentes, es decir, no necesarias.
Cada vez que democracia se iguala a una ideología, la democracia se somete a un proceso de confesionalización, alza la pretensión de ser verdad absoluta, legitimad última, y siempre a partir de una parcialidad. No hay ideología que tenga la capacidad de abarcar toda la realidad, toda la sociedad, toda la historia. Las consecuencias que conocemos de la historia acerca del resultado de estas pretensiones de encarnar la verdad absoluta asustan.
Si de algo vive la democracia es de su propia imperfección, de su realidad de estar siempre a las puertas: de la verdad, de la justicia, de la legitimación, y sin poder entrar en ellas si no quiere renegar de sí misma. No sé si el tiempo de las ideologías ha sido ya superado como tantas veces se ha sido dicho, o si nos encontramos con la vuelta de las ideologías, como nos encontramos con la vuelta de las religiones. Pero su presencia en el espacio público solo puede ser en su condición de plurales. Las religiones limitan la pretensión de verdadera de cada una de ellas. Las ideologías limitan igualmente la pretensión de verdad de cada una de ellas. Por algo, por defender la libertad de conciencia, es el pluralismo otra de las claves insustituibles de la democracia. El pluralismo es el espejo de la libertad de conciencia y ambas se ven reflejadas en la condición de imperfecta y contingente de la misma democracia.
Por estas razones, la afirmación de que el feminismo debe ser hoy la ideología hegemónica corre peligro de conformarse como un serio peligro para la democracia porque es un enemigo declarado de la libertad de conciencia. El término de 'hegemónico' sirve por sí solo para ponernos en guardia. En democracia solo existe la hegemonía del Derecho, de un Derecho que solo se fundamenta en el Derecho, que en sus claves fundamentales, los derechos humanos, funciona básicamente como ideas reguladoras, y que como dice Michael Walzer, para ser universales, para pretender ser válidos para todos en todos los tiempos, solo pueden ser pocos.
Escribe Horst Eberhard Richter que la cultura moderna se asienta sobre lo que denomina el complejo de Dios: el humano que sustituye al Dios defenestrado es el humano condenado a atribuirse a sí mismo las facultades de dominio, control, omnipotencia y capacidad de pronosticar el futuro, y con ello a ser alguien que no sufre ni padece, que no posee debilidades, que no llora, alguien que es solo activo y no pasivo. Para mantener esta imagen como varón que sustituye al Dios expulsado del espacio público, necesita oprimir en sí mismo y en un conjunto social todo lo que contradiga esa imagen divinizada de sí mismo. Así construye la cultura moderna a la mujer como el reflejo de todo lo que el varón tiene que oprimir en sí mismo, la debilidad, el sufrimiento, la pasividad, las lágrimas, la impotencia, la enfermedad. Así construye la cultura moderna a la mujer como la dedicada en sí misma y en sus funciones a lo que daña la imagen divinizada del varón.
Necesitamos una liberación única en ambas direcciones, pero si alguien cree hallarse en posesión de la verdad liberadora definitiva, volvería a caer en el error de creerse Dios, la verdad última, la legitimidad última, la justicia definitiva, es decir, entraría en contradicción radical con aquello que pretende conseguir. Y además negaría la libertad de conciencia de los ciudadanos plurales sin los que la democracia entra en barrena.
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